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e imágenes:
el surrealismo
André Breton: Segundo
manifiesto del surrealismo (1930)
ANALES MÉDICO-PSICOLÓGICOS
BOLETÍN
DE
ENAJENACIÓN MENTAL
Y DE
MEDICINA
LEGAL DE LOS ENAJENADOS
Crónica
LEGÍTIMA DEFENSA
En el último número de los Anales Médico-psicológicos,
el doctor A. Rodiet hablaba, en el curso de un interesante comentario, de los
riesgos profesionales de los médicos de los establecimientos de reclusión.
Citaba los recientes atentados de que han sido objeto muchos de nuestros
colegas, y buscaba medios con los que protegernos eficazmente del peligro que
comporta la relación permanente del psiquiatra con el enajenado y sus
familiares.
Sin embargo, tanto el enajenado como sus familiares
constituyen un peligro que calificaría de «endógeno», ligado a nuestra
misión, de la que es necesario corolario. Nos limitamos, simplemente, a
aceptarlo. Distinto es el peligro que podríamos denominar «exógeno», y que
merece nuestra atención de un modo muy especial. Este peligro debería
motivar, por nuestra parte, reacciones más enérgicas.
He aquí un ejemplo especialmente significativo: uno de nuestros enfermos,
con manías de reivindicación y persecutorias, especialmente peligroso, me
recomendó, con suave ironía, la lectura de un libro que circulaba libremente
entre otros enajenados. Este libro, publicado hace poco por la «Nouvelle Revue Française», estaba avalado
por su origen así como por su apariencia correcta e inofensiva. Se trataba de
Nadia, de André Breton. En él florecía el surrealismo con su voluntaria
incoherencia, y sus capítulos quedaban hábilmente inconexos, con ese arte
sutil consistente en tomar el pelo al lector. Entre unos dibujos de raro
simbolismo, se veía la fotografía del profesor Claude. Y, en efecto, había un
capítulo enteramente consagrado a nosotros. Los pobres psiquíatras eran en él copiosamente injuriados, y allí figuraba un párrafo (subrayado
con lápiz azul por el enfermo que tan amablemente nos había ofrecido el
libro) que llamó especialmente nuestra atención, ya que en él constaban
las siguientes frases: «Sé que si estuviera loco, y llevara ya varios días
internado, aprovecharía un instante de remisión del delirio para asesinar
fríamente a cualquiera, preferentemente el médico, que se pusiera a mi
alcance. Por lo menos, me reportaría la ventaja de ser recluido, cual los
furiosos, en un compartimento aislado en el que estaría solo. Quizá así me
dejaran en paz.»
Difícilmente encontraremos un más claro ejemplo de incitación al
asesinato. Pero esta incitación únicamente suscitará el desdén nacido de
nuestra soberbia, o, a lo sumo, turbará de un modo muy ligero nuestra
tranquila indiferencia.
En casos cual el anterior, recurrir a Ias superiores autoridades nos
parecerá la manifestación de una turbulencia tan improcedente que ni siquiera
nos atrevemos a pensar en ello. Y, sin embargo, los hechos de esta naturaleza
se multiplican a diario.
A mi parecer, lo anterior se debe, en gran parte, a nuestra inhibición.
Nuestro silencio puede poner en entredicho nuestra buena fe, y da pábulo a
todo género de atrevimientos.
¿Por qué razón nuestras asociaciones, nuestras hermandades, no reaccionan
ante incidentes de este género, trátese de un hecho colectivo o de un acto
individual? ¿Por qué no remitir un escrito de protesta al editor que publica
una obra como Nadia, y por qué no demandar judicialmente al autor que ha
rebasado los límites del respeto que se nos debe?
Creo que sería conveniente estudiar Ia posibilidad de formar, en el marco
de nuestra hermandad, por ejemplo, una comisión (que sería
nuestro único medio de defensa)
especialmente dedicada a estos asuntos.
AI terminar su comentario, el doctor Rodiet concluía: «El médico de los
establecimientos de internamiento tiene justos títulos para reivindicar el
derecho a ser protegido sin restricción alguna por la sociedad de cuya
defensa se encarga...»
Pero parece que esta sociedad no siempre recuerda sus deberes de
reciprocidad. A nosotros incumbe recordárselos.
Paul Abély
SOCIEDAD MEDICO-PSICOLÓGICA
La comunicación de M. Abély sobre las tendencias de los
autores que se denominan surrealistas y sobre los ataques que dirigen a los médicos alienistas, dio lugar a la siguiente discusión:
Discusión
Dr. de
Clérambault: Quisiera que el profesor Janet nos dijera qué vínculo considera existe entre el estado mental de los sujetos en cuestión y las características de sus obras.
M. P. Janet: En el manifiesto de los surrealistas hay una introducción filosófica que es
interesante. Los surrealistas sostienen que la realidad es fea por definición; la belleza únicamente existe en aquello
que no es real. Si la belleza existe en el mundo, ello se debe a que el hombre
la ha incorporado al mismo. Para producir lo bello es preciso apartarse lo más posible de la realidad.
Las obras de los surrealistas son, ante todo, confesiones de seres obsesos y dubitativos.
Dr. de
Clérambault: Los artistas excesivistas que
lanzan modas impertinentes, a veces con la
ayuda de manifiestos que condenan todas las
tradiciones, me parecen, desde un punto de vista técnico, sea cual fuere la
denominación que se atribuyan (y sea cual fuere el arte y la época de que se
trate), dignos de recibir, todos ellos, la calificación de «procedistas». El procedismo
consiste en evitarse el trabajo de pensar y, muy en especial, de observar, y
en relegar a un procedimiento o fórmula determinados la tarea de un producir un
efecto que, en sí mismo, es único, esquemático y convencional; de este modo
la producción es rápida, con apariencias de un estilo determinado, y se hurta
a las críticas que las comparaciones con la vida facilitarían. Esta
degradación del trabajo se puede advertir con especial facilidad en las artes
plásticas, pero también cabe demostrar su presencia en el dominio de las
letras.
Ese tipo de orgullosa pereza
que engendra o favorece la aparición del procedismo no es privativa de
nuestra época. Los conceptistas, gongorianos y eufuistas en el siglo XVI, y
los preciosistas del XVII, eran todos procedistas. Vadius y Trissotin también
eran procedistas, aunque procedistas mucho más moderados y laboriosos que los
de nuestros días, debiéndose ello quizá a que escribían para un público más
escogido y erudito que el actual.
En el terreno de las artes
plásticas, parece que el procedismo
no adquirió cierta importancia sino hasta el pasado siglo.
M. P. Janet: En apoyo de la opinión
expresada por M. de Clérambault recuerdo ahora ciertos procedimientos
empleados por los surrealistas. Por ejemplo, cogen al azar cinco palabras
entre las que antes han metido en un sombrero, y componen series de asociaciones con estas cinco palabras. En la introducción al
Surrealismo se compone íntegramente un relato con las dos palabras
siguientes: pavo y sombrero de copa.
M. de Clérambault: Al
efectuar su exposición, M. Abély se ha referido a una campaña de difamación.
Pues bien, éste es un punto que merece comentario.
La difamación constituye una
parte esencial de los riesgos profesionales del alienista; de vez en cuando
somos víctimas de la difamación, en el ejercicio de nuestras funciones de
carácter administrativo o de nuestra misión de peritos a quienes se llama en
consulta; lo justo sería que la misma autoridad que requiere nuestros
servicios asumiera la responsabilidad
de protegernos.
… … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … …
Es necesario que los especialistas
queden protegidos de todos los riesgos profesionales, sean de Ia naturaleza
que sean, mediante disposiciones
taxativas que provean una ayuda inmediata y permanente. Los riesgos no son
solamente de orden material, sino también moral. La protección contra estos
riesgos consistiría en ayudas, subsidios, apoyo jurídico y judicial,
indemnizaciones y, por fin, pensiones que en ocasiones serían permanentes y
totales. En la fase de urgencia, los gastos de asistencia podrían ser
sufragados por una Caja de Asistencia Mutua; pero en última instancia, estos
gastos deben ser satisfechos por aquella
autoridad a cuyo servicio se haya sufrido los perjuicios.
… … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … …
La sesión se levantó a las 18 horas.
Uno de los secretarios,
Guiraud
Pese a las particulares actitudes
de cada uno de aquellos que se han proclamado, o se proclaman, surrealistas,
será preciso convenir que el surrealismo pretendía ante todo provocar, en lo
intelectual y lo moral, una crisis de conciencia del tipo más general y más grave posible, y que el
logro o el no logro de tal
resultado es lo único que puede determinar su éxito o su fracaso histórico.
Desde el
punto de vista intelectual se trataba, y se trata todavía, de atacar por
todos los medios, y procurar se reconozca a todo precio, el engañoso carácter
de las viejas
antinomias hipócritamente destinadas a impedir cualquier insólita inquietud humana, dándole al hombre una
pobre idea de los medios de que dispone, y haciéndole desesperar de la posibilidad
de escapar, en una medida aceptable,
a la coacción universal. El espantapájaros de la muerte, los cafés
concierto del más allá, el naufragio de la más sólida razón en el sueño, el
aplastante telón del porvenir, las torres de Babel, los espejos de inconsistencia,
el infranqueable muro de dinero con sesos contra él aplastados,
estas imágenes harto impresionantes de la catástrofe humana quizá tan sólo
sean imágenes. Todo induce a creer que en el espíritu humano existe un cierto
punto desde el que la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, el pasado y
el futuro, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo, dejan de ser
vistos como contradicciones. De nada servirá intentar hallar en la actividad surrealista un móvil que no sea el de
la esperanza de hallar
este punto. Visto lo anterior,
se advierte cuán absurdo es dar al surrealismo un sentido
únicamente destructor o constructor;
el punto al que nos hemos referido
es, a fortiori, aquel en que deja
de ser posible enfrentar
entre sí a la
destrucción y la construcción. También resulta evidente que el surrealismo
no está interesado en aquello que ocurre
a sus alrededores, so pretexto de
arte o antiarte, filosofía o antifilosofía, en una palabra de
aquello que no tenga
la finalidad de aniquilar al ser, convirtiéndolo en un brillante, ciego e interior, que no sea el alma del hielo ni tampoco la del fuego. ¿Qué pueden esperar de la experiencia surrealista aquellos que
aún se preocupan del lugar que ocuparán en el mundo?
En este lugar mental en el que tan sólo por
los propios medios cabe emprender
Ia tarea de intentar un peligroso pero, no lo olvidemos, supremo autorreconocimiento, sería ocioso conceder la menor importancia
al sonido de los pasos de quienes entran o de quienes
salen, ya que tales pasos se
dan, por definición, en una zona en
la que el surrealismo
es sordo. El surrealismo no puede quedar a merced del humor de los hombres de tal o cual
clase; si el surrealismo
declara que por sus propios medios
puede liberar al pensamiento de una servidumbre más dura, devolverlo al camino de la comprensión total, darle su pureza original, ello basta para que se le juzgue solamente por lo que ha hecho,
y por lo que le queda
por hacer, a fin de cumplir
sus promesas.
Antes de proceder a la verificación de estas cuentas, es preciso saber qué clase de virtudes morales cultiva el surrealismo, puesto que
hunde sus raíces en la vida y, no por mero azar, en la vida de los presentes tiempos, vida a la que dotó de
elementos como el cielo, el sonido de un reloj, el frío, un malestar, es
decir, vida de la que hablo de un modo vulgar. Nadie, salvo aquellos que
hayan franqueado la última etapa del ascetismo, tiene derecho a no pensar en
estas cosas, o no aceptar un nivel cualquiera de esta escala degradada.
Precisamente de la efervescencia desesperanzadora de aquellas
representaciones vacías de significado nace y se nutre el deseo de superar la
insuficiente, la absurda, distinción entre lo bello y lo feo, lo verdadero y
lo falso, el bien y el mal. Y como sea que del grado de resistencia que esta
idea superior encuentre depende el avance más o menos seguro del espíritu
hacia un mundo que, al fin, resulte habitable, es comprensible que el
surrealismo no tema adoptar el dogma de la rebelión absoluta, de la
insumisión total, del sabotaje en toda regla, y que tenga sus esperanzas
puestas únicamente en la violencia. El acto surrealista más puro consiste en
bajar a la calle, revólver en mano, y disparar al azar, mientras a uno le
dejen, contra la multitud. Quien no haya tenido, por lo menos una vez, el
deseo de acabar de esta manera con el despreciable sistema de envilecimiento
y cretinización imperante, merece un sitio entre la multitud, merece tener el
vientre a tiro de revólver. (1) La
legitimidad de un acto tal no es incompatible, a mi juicio, con la fe
en este resplandor que el surrealismo busca en el fondo de nuestro ser. Y mi
única finalidad al decir lo anterior ha sido la de incorporar la
desesperación humana, sin la cual nada puede abonar aquella fe. Es imposible
adoptar dicha fe, sin sentir tal desesperación, es imposible afirmar la
primera y negar la segunda. Quien finja tal fe sin verdaderamente
experimentar esta desesperación, no tardará en adquirir, a la vista de Ios avisados, el perfil del enemigo.
Parece que de día en día es menos necesario buscar antecedentes a esta disposición
de espíritu que nosotros denominamos surrealista, y a la que contemplan
ustedes en el acto de explicarse a sí misma; en cuanto a mí concierne, no voy
a oponerme a que los cronistas, judiciales o de cualquier otra especie,
consideren que dicha actitud es específicamente moderna. En los presentes
momentos, tengo más confianza en mi pensamiento que en todas aquellas
significaciones que se pretenda atribuir a
una obra acabada, a una vida extinguida. En definitiva, nada hay más estéril
que aquel perpetuo interrogatorio de los muertos. ¿Se convirtió Rimbaud en
el momento de su muerte, cabe hallar en
el testamento de Lenin los elementos
básicos para condenar la actual
política de la III Internacional, fue
aquella anormalidad física inaceptada y personalísima la gran causa del
pesimismo de Alphonse Rabbe, se comportó Sade como un
contrarrevolucionario en plena Convención? Basta con plantear estas
interrogantes para percibir la fragilidad del testimonio de los que ya no
existen. Abundan en exceso los desaprensivos interesados en que tenga éxito
esta empresa de sofaldamiento espiritual, para que yo les siga en
el empeño. En materia de rebelión, ninguno de nosotros necesita antepasados.
Quiero dejar bien sentado que, desde mí punto de vista, es necesario
desconfiar del culto a los hombres, por grandes que sean. Con la sola
excepción de Lautréamont, creo que todos han dejado tras sí rastros
equívocos. De nada sirve volver a discutir el caso de Rimbaud; Rimbaud se equivocó, y quiso que también nosotros nos engañáramos con respecto
a él. Ante nosotros, Rimbaud es culpable de haber permitido, de no haber
impedido tajantemente, ciertas interpretaciones que deshonran su pensamiento,
al estilo de las de Claudel. Lo mismo cabe decir de Baudelaire («Oh Satán...») y de aquella «norma eterna» de su
vida: «Rogar todas las mañanas a Dios, fuente de toda fuerza y de
toda justicia, a mi padre, a Mariette y
a Poe, intercesores míos.» Sí, ya sé, hay que respetar el derecho a
contradecirse... Pero ¿a Dios y a Poe?
¿Poe a quien las actuales
publicaciones de carácter policiaco consideran, con toda razón, como el padre
de la investigación policíaca científica (de la investigación desde la del estilo de Sherlock
Holmes hasta la de Paul Valéry)? ¿No es acaso vergonzoso presentar en un
escorzo intelectualmente atractivo el tipo del policía, siempre el tipo del policía, y regalar al mundo un método
policiaco? Sin detenernos, escupamos a Edgar A. Poe. (2) Si
en méritos del surrealismo rechazamos sin vacilar la idea de que sólo cabe
apoyarse en las cosas que «son», y si declaramos que a lo largo de un camino
que «es», camino que podemos indicar, y en cuyo seguimiento podemos prestar
ayuda, se llega a aquello que se pretendía «no era», si nosotros no
encontramos palabras bastantes para denigrar la bajeza del pensamiento
occidental, si nosotros no tememos entrar en conflicto con la lógica, si
nosotros somos incapaces de jurar que un acto realizado en sueños tiene menos
sentido que un acto efectuado en estado de vigilia, si nosotros consideramos
incluso posible dar fin al
tiempo, esa farsa siniestra, ese tren
que se sale constantemente de sus raíles, esa loca pulsación, este
inextricable nudo de bestias reventantes y reventadas, ¿cómo puede
pretenderse que demos muestras de amor, e incluso que seamos tolerantes, con
respecto a un sistema de conservación social, sea el que sea? Esto es el
único extravío delirante que no podemos aceptar. Todo está aún por hacer,
todos los medios son buenos para aniquilar las ideas de familia,
patria y religión. En este aspecto la postura surrealista es harto
conocida, pero también es preciso se sepa que no admite compromisos
transaccionales. Cuantos se han impuesto la misión de defender el surrealismo
no han dejado ni un instante de propugnar esta negación, de prescindir de
todo otro criterio de valoración. Saben gozar plenamente de la desolación, tan
bien orquestada, con que el público burgués, siempre innoblemente dispuesto a
perdonarles ciertos errores «juveniles», acoge el deseo permanente de
burlarse salvajemente de la bandera francesa, de vomitar de asco ante todos
los sacerdotes, y de apuntar hacia
todas las monsergas de los «deberes fundamentales» el arma del cinismo
sexual, de tan largo alcance. Combatimos contra la indiferencia poética, la
limitación del arte, la investigación erudita y la especulación pura, bajo
todas sus formas, y no queremos tener nada en común con los que pretenden
debilitar el espíritu, sean de poca o de mucha importancia. Todas las
cobardías, las abdicaciones, Ias traiciones que quepa imaginar no bastarán
para impedirnos que terminemos con semejantes bagatelas. Sin embargo, es
notable advertir que los individuos que un día nos impusieron la obligación
de tener que prescindir de ellos, una vez solos se quedaron indefensos y
tuvieron que recurrir inmediatamente a los más miserables expedientes para
congraciarse con los defensores del orden, todos ellos grandes
partidarios de conseguir que todos los hombres tengan la misma altura,
mediante el procedimiento de cortar la cabeza de los más altos. La fidelidad
inquebrantable a las obligaciones que el surrealismo impone exige un
desinterés, un desprecio del riesgo y una voluntad de negarse a la componenda
que, a la larga, muy pocos son los hombres capaces de ello. El surrealismo
vivirá incluso cuando no quede ni uno solo de aquellos que fueron los
primeros en percatarse de las oportunidades de expresión y de hallazgo de
verdad que les ofrecía. Es demasiado tarde ya para que la semilla no germine
infinitamente en el campo humano, pese al miedo y a las restantes variedades
de hierbas de insensatez que aspiran a dominarlo todo. Por esta misma razón,
resolví, tal como es de ver en el prefacio a la reedición del Manifiesto del Surrealismo (1929), abandonar silenciosamente a su triste
suerte a ciertos individuos que, a mi juicio, se habían ya hecho justicia,
por sí mismos, de modo suficiente. Este es el caso de los señores Artaud, Carrive,
Delteil, Gérard, Limbour, Masson, Soupault y Vitrac, nombrados
en el Manifiesto (1924), y, posteriormente, de algunos más. El primero de los
mencionados señores cometió la imprudencia de quejarse y, ahora, me parece
oportuno volverme a ocupar de su caso.
En el «Intransigeant» del 10 de
septiembre de 1929, M.
Artaud escribió: «En la
información publicada por el 'Intran' de 24 de agosto último, acerca del Manifiesto
del Surrealismo, hay una frase harto
reveladora: 'M. Breton no se ha creído obligado a efectuar correcciones
—especialmente en lo referente a nombres— en la reedición de su obra, y esto
le honra, ya que las rectificaciones se hacen solas'. Que M. Breton se ampare
en el concepto del honor para juzgar a cierto número de personas a quienes
las rectificaciones mencionadas afectan, es resultado de una moral sectaria
que hasta el presente tan sólo había contagiado a una minoría, en el mundo de
las letras. Sin embargo, más valdrá dejar que los surrealistas se entretengan
con sus jueguecitos. Por otra parte, no debemos olvidar que todos los que se
inmiscuyeron en el asunto de El Sueño,
hace ahora un año, debieran
abstenerse de hablar de honor».
No tengo
el menor inconveniente en discutir con el firmante de esta carta el sentido
exacto que doy a la palabra «honor». Que un actor, ansioso de lucro y
populachería, emprenda Ia tarea
de poner en escena, con mucho lujo, una obra del nebuloso Strindberg, a la que el propio actor no concede la menor importancia, no merece, a
mi juicio, reproche alguno, en el caso de que este actor no se proclamara de
vez en cuando hombre de pensamiento, de cólera y de sangre, si
no fuese el mismo que, en esa y aquella página de «Révolution Surréaliste», no se hubiera mostrado un ser apasionado,
totalmente apasionado, si no fuese el mismo que únicamente tenía sus
esperanzas puestas en «ese grito del
espíritu recobrado, del espíritu plenamente decidido a luchar
desesperadamente para liberarse de sus cadenas». ¡Vaya! Y ahora resulta que
esto no era más que un papel como
cualquier otro. Montó El Sueño de Strindberg porque oyó decir que la Embajada de Suecia le compensaría (M. Artaud sabe
que puedo demostrarlo), y poco le importaba que esto determinara el valor
moral de su empeño. Siempre recordaré a M. Artaud flanqueado por dos
polizontes, ante la puerta del teatro Alfred Jarry, mientras lanzaba veinte
sabuesos más en persecución de aquellos a quienes, el día anterior, todavía
consideraba como sus únicos amigos, no sin antes haber negociado en la
correspondiente comisaría la orden de arrestarlos. Y, naturalmente, es M. Artaud quien
dice que más me valiera no hablar de honor.
A través
de la acogida que mereció nuestro artículo crítico titulado El Surrealismo en 1929, publicado en el número especial de «Variétés», Aragon y yo tuvimos la oportunidad de constatar que la escasa
pena que nos produce la apreciación, día tras día, del grado de calificación
moral de las personas, que la facilidad con que el surrealismo se enorgullece
en agradecer, desde el primer compromiso a éste o aquél, es menor que nunca
del gusto de ciertos golfos de la
Prensa para quienes la dignidad humana es, a lo sumo,
motivo de burla. ¿Tanto se espera de esas gentes que forman el pequeño mundo
al que, hasta el momento, menos importancia hemos dado, salvo algunas
excepciones de carácter casi romántico, suicida o de otra especie? ¿Hasta
cuándo seguiremos adoptando la actitud de asco y disgusto? Un policía, unos
cuantos vividores, dos o tres alcahuetes de la literatura, muchos
desequilibrados, un cretino, a quienes bien pueden unirse, sin que quepa
formular objeción alguna, un reducido número de seres sensatos, duros y
probos, que calificaremos de energúmenos..., ¿no son éstos los tipos adecuados
para formar un equipo divertido, inofensivo, fiel reflejo de la realidad de
la vida, un equipo de destajistas, a tanto la línea? MIERDA.
La confianza del surrealismo
no puede estar bien fundada o mal fundada, por la sencilla razón de que no
está fundada. No está fundada en el mundo sensible ni sensiblemente fuera de
este mundo, ni en la perennidad de las asociaciones mentales que hacen
derivar nuestra existencia de una exigencia natural o de un capricho
superior, ni en el interés que puede tener el «espíritu» en hacerse con
nuestra volandera clientela ni mucho menos, y no es preciso insistir, en los
variables recursos de aquellos que, al principio, pusieron su fe en el
surrealismo. No será el hombre cuya rebeldía se canaliza y se agota el que
podrá impedir que esta rebeldía siga tronando, ni tampoco será un grupo de
hombres, tan crecido como se quiera —y la Historia no ha sido hecha por los que avanzan
de rodillas—, lo que sea capaz de evitar que esta rebelión se imponga, en los
grandes momentos tenebrosos, a la siempre renaciente bestia del «más
valdría». En estos tiempos, todavía hay en el mundo, en las escuelas, en los
propios talleres (3), en
la calle, en los seminarios y en los
cuarteles, seres jóvenes, puros, que se niegan a doblegarse. Únicamente a éstos me dirijo, y teniéndoles en cuenta tan sólo a ellos intentaré defender al surrealismo de la
acusación de no ser más que un vulgar pasatiempo intelectual. Que se esfuercen, evitando
interferencias exteriores, en
enterarse de lo que nosotros, los surrealistas, hemos intentado, que nos ayuden, que nos interpreten, uno a uno, si así fuere necesario. Resulta casi inútil que neguemos haber querido
formar un círculo cerrado, ya
que la propagación de este rumor únicamente puede beneficiar a aquellos cuya alianza más o menos
breve con nosotros fue denunciada, por nosotros, en virtud de vicio
redhibitorio. Son los individuos como M. Artaud, tal como hemos visto,
y tal como se le pudo ver, abofeteado en el pasillo de un hotel por Pierre
Unik, en cuya ocasión pidió auxilio... ¡a su madre! Son gente como
M. Carrive, incapaz de enfocar los problemas políticos o sexuales, como no
sea desde el punto de vista del terrorismo gascón, quien a fin de cuentas no es más que un débil apologista del
Garine de M. Malraux. Son como M. Delteil, de quien basta leer
su innoble artículo sobre el amor, en el número 2 de «Révolution Surréaliste» (dirigida por Naville), y, después de ser
expulsado del surrealismo, sus Les Poilus, Jeanne d'Arc..., en fin, es inútil insistir. Individuos como M. Gérard, único
en su género, que fue rechazado por auténtica imbecilidad congénita, y cuya
evolución ha sido distinta de la de los precedentes, ya que ahora hace trabajitos en «La Lutte de Classes» y «La Vérité», aunque en realidad no se trata de nada
grave. Gente como M. Limbour, quien también ha desaparecido casi totalmente,
entregado al escepticismo y a la coquetería literaria del peor gusto. Gente
como M. Masson, cuyas convicciones surrealistas, pese a pregonarlas tanto, no
pudieron resistir la lectura de un libro titulado El surrealismo y la
pintura, cuyo autor, por otra
parte un tanto olvidadizo de las jerarquías, no supo o no quiso hacerle
comprender a Picasso, a quien M. Masson considera un crápula, ni a Max Ernst,
a quien M. Masson acusa de no pintar tan bien como él; esta explicación me la
dio él mismo. Son gente como M. Soupault,
y con él llegamos a la infamia
total; más valdrá que no nos ocupemos de lo que M. Soupault firma,
y que hablemos de lo que no firma, de esos rumores que hace circular,
mientras niega su paternidad con nerviosismo de rata dedicada a dar vueltas
al ratódromo, mediante las periódicos dedicados al chantaje, tales como «Aux Ecoutes».
«M. André Breton, jefe del grupo surrealista, ha desaparecido de la
guarida de la banda, en la calle Jacques-Callot (se refiere a la antigua Galerie
Surréaliste). Un amigo surrealista nos informa que juntamente con M.
André Breton han desaparecido unos cuantos libros de
contabilidad de la extraña sociedad del Barrio Latino, dedicada a propugnar
la supresión de todo lo existente. Sin embargo, nos hemos enterado de que el
exilio de M. Breton queda dulcificado por la deliciosa compañía de
una rubia surrealista.» René Crevel y Tristan
Tzara también saben a quién se deben
ciertas pasmosas revelaciones acerca de su vida, y ciertas imputaciones
calumniosas. Por mi parte, confieso que me produce cierto placer el que M. Artaud pretenda
hacerme pasar por un ser deshonesto, y que M. Soupault tenga la caradura de
llamarme ladrón. Finalmente, son gente como M. Vitrac, auténtico porcallón
ideológico —dejemos que él y esa otra cucaracha llamada el abbé Bremond se queden con su «poesía pura»—, pobre diablo cuya ingenuidad a toda
prueba le ha inducido a confesar que su ideal, en cuanto hombre de teatro, ideal
que es también, cual cabía esperar, el de M. Artaud, consiste en organizar
espectáculos que puedan rivalizar, en belleza, con las batidas de la
policía (declaración del teatro Alfred
Jarry, publicada por la «Nouvelle Revue Française»). (4) Como
pueden ver, todo resulta muy divertido. Por otra parte hay otros, más
todavía, que no han sido nombrados, ya por cuanto sus actividades públicas
tienen aún menor importancia que las de los anteriores, ya debido a que hayan
ejercido su desvergüenza en ámbitos más reducidos, ya porque hayan intentado
ampararse en el sentido del humor, que han asumido la tarea de demostrarnos
que son muy pocos los hombres, entre todos los que voluntariamente se
presentan, que estén a la altura de los propósitos surrealistas, y también de
convencernos de que aquello que, ante su primera debilidad, les condena y les
precipita a su perdición, sin posibilidad de retornar al buen camino, aquello
que condena a muchos y a muy pocos perdona, labora en pro de dichos
propósitos.
Demasiado
sería pedirme que me abstuviera, durante más tiempo, de efectuar este
comentario. En la medida de los medios con que cuento, considero que no estoy
autorizado a dejar en paz a los granujas, los impostores, los arrivistas, los
falsos testigos y los delatores. El tiempo perdido, en espera de poderles
confundir, puede todavía recuperarse, y puede recuperarse de modo que redunde
en su perjuicio. Yo creo que realizar una tajante discriminación es la única
actitud perfectamente digna del fin que perseguimos, y creo que supondría
cierta ceguera mística el infraestimar el disolvente alcance de la
permanencia de estos traidores entre nosotros, del mismo modo que sería
indicio de la más lamentable confusión de carácter positivista el suponer que
estos traidores, que tan sólo lo son a sus primeras intentonas, puedan
permanecer indiferentes ante dicha sanción. (5) Que el diablo ampare, una vez más, la ideología surrealista, así como toda otra ideología que tienda a asumir una forma
concreta, a someter todo lo bueno que quepa imaginar a un orden de hecho, de la misma manera que la idea del amor tiende a crear un ser, que la idea de la revolución
tiende a hacer llegar el día de esta revolución, sin lo cual estas ideas perderían
todo su sentido —recordemos que la ideología del surrealismo tiende
simplemente a la total recuperación de nuestra fuerza psíquica por un medio
que consiste en el vertiginoso descenso al interior de nosotros mismos, en la
sistemática iluminación de zonas ocultas, y en el oscurecimiento progresivo
de otras zonas, en el perpetuo pasear en plena zona prohibida, y que su
actividad no corre grave riesgo de detenerse mientras el hombre sepa
distinguir a un animal de una llama o de una piedra—, el diablo ampare,
decía, a la ideología surrealista a fin de que nunca falten escollos en su
camino. Es absolutamente necesario que nos comportemos como si verdaderamente
estuviéramos en «el mundo», para arriesgarnos inmediatamente a formular
ciertas reservas. Que no se enojen, pues, aquellos que se desesperan al
vernos abandonar de repente las alturas en las que nos sitúan, si aquí
emprendo la tarea de hablar de la actitud política, «artística», polémica,
que, a fines de 1929, quizá sea la nuestra, y de poner de relieve, en el
ámbito exterior a ella, ciertos comportamientos individuales, elegidos entre
los más típicos y más particulares de nuestros días.
Ignoro si
es oportuno contestar aquí a las pueriles objeciones de aquellos que, fija su
atención en las posibles conquistas del surrealismo en aquel ámbito poético
en el que se proyectó en sus comienzos, se inquietan al ver que toma partido
en la lucha social, y afirman que eso le llevará a la ruina. Esto no es más que una indiscutible muestra de su pereza, o indirecta expresión de su deseo de limitarnos.
Creemos nosotros que Hegel dejó sentado de una vez para siempre que en la esfera de la moralidad, en
tanto en cuanto se distingue de la esfera social, no hay más que una
convicción formal, y si mencionamos la verdadera convicción lo hacemos para
que conste la distinción y para evitar la confusión en que se podría incurrir
al considerar la convicción a que nos referimos, es decir, la convicción
formal, como si fuese la convicción verdadera, ya que ésta sólo se produce en
la vida social (Filosofía del
Derecho). El proceso sobre la suficiencia de esta convicción formal ya se ha celebrado, por lo que pretender a
todo precio que nos sometamos a ella muy poco honor hace a la inteligencia y a la buena fe de nuestros
contemporáneos. A partir de Hegel, no hay sistema
ideológico que pueda evitar su total derrumbamiento, después de haber fracasado
en el intento de llenar el vacío que dejaría tras sí, vacío en la misma inteligencia, el principio de una voluntad que únicamente actuara por propia cuenta, y que estuviera entregada por entero a proyectarse sobre sí misma. Tras recordar que la lealtad,
en el sentido hegeliano de la palabra, únicamente puede ser función de la penetrabilidad
de la vida subjetiva por la vida «sustancia», y que, sean cuales fueren sus divergencias, esta idea no ha sido objeto
de contradicciones fundamentales por parte de mentalidades tan distintas cuales la de Feuerbach, quien acabó negando la conciencia en cuanto facultad particular, de Marx, totalmente entregado a la necesidad de modificar totalmente las condiciones externas de la vida social, de Hartmann, quien de una teoría ultrapesimista del subconsciente derivaba una afirmación nueva
y optimista de nuestra voluntad de vivir, de Freud, que insistía más y más
sobre la solicitación propia del super-yo, creo que nadie se sorprenderá al
ver que el surrealismo, sin dejar de avanzar, se dedica a algo más que a la
resolución de un problema psicológico, por interesante que éste sea. En
nombre del imperioso reconocimiento de esta necesidad, considero que no
podemos evitar plantearnos con toda crudeza la cuestión del régimen social
bajo el que vivimos, quiero decir con esto la cuestión de la aceptación o la
no aceptación de este régimen. En nombre de este mismo reconocimiento, creo
que estoy más que titulado para acusar, aunque sea incidentalmente, a los
desertores del surrealismo para quienes lo antes dicho es demasiado arduo o
demasiado elevado. Hagan lo que hagan, por agudo que sea el grito de falsa
alegría con que celebraron su huida, fuere cual fuere la lamentable decepción
que nos produjeron —y con ellos todos los que dicen que tanto da un régimen
como otro, ya que a fin de cuentas el hombre siempre será derrotado—, no
conseguirán que olvide que no serán ellos, sino yo, al menos eso confío,
quien algún día gozará de esta suprema «ironía» que se proyecta sobre todo, y también
sobre los regímenes, y que no podrán
alcanzar, no sólo porque no está a su alcance, sino también porque exige,
como condición previa, la totalidad del acto voluntario consistente en recorrer el ciclo de la
hipocresía, del probabilismo, de la voluntad que quiere el bien, y de la
convicción (Hegel, Fenomenología
del espíritu).
En el caso
de que el surrealismo se dedicara especialmente a instruir proceso a las
nociones de realidad e irrealidad, de razón y de sinrazón, de reflexión e
impulso, de sapiencia y de ignorancia «fatal», de utilidad e inutilidad,
etc., presentaría con el materialismo histórico por lo menos una analogía en cuanto a la
tendencia que nace del «colosal abortamiento» del sistema hegeliano. Me
parece imposible la asignación de límites, por ejemplo, los impuestos por el
sistema económico, al ejercicio de un modo de pensar definitivamente sometido
a la negación. ¿Cómo cabe negar que el método dialéctico se pueda aplicar eficazmente a la resolución
de problemas sociales? Toda la ambición del surrealismo estriba en
proporcionar al método dialéctico posibilidades de aplicación que en modo
alguno se dan en el campo de lo consciente más inmediato. Verdaderamente no
comprendo por qué razón, aunque ello desagrade a ciertos revolucionarios de
limitados horizontes, debemos abstenernos de propugnar la revolución, de aplicarnos a los
problemas del amor, del sueño, de la locura, del arte y de la religión (6),
siempre y cuando los enfoquemos desde el mismo punto de vista que
aquellos —y también nosotros— los enfocan. Tampoco tengo ningún inconveniente
en afirmar que, antes del surrealismo, nada se hizo, con carácter
sistemático, en el sentido antes dicho, y que, tal como nos ha sido dado, el
método dialéctico, en
su forma hegeliana, también para
nosotros resulta inaplicable. También para nosotros era preciso acabar con el idealismo propiamente
dicho, la creación de la palabra «surrealismo» lo demuestra con suficiente
claridad, y, sirviéndonos del ejemplo de Engels, también teníamos que liberarnos de la necesidad
de ceñirnos al infantil razonamiento «La rosa es una rosa; la rosa no es una
rosa; y, sin embargo, la rosa es una
rosa», sino que, y perdóneseme este paréntesis, teníamos que situar a «la
rosa» en una dinámica fecunda de contradicciones de más alcance, en la que la
rosa fuese sucesivamente aquella rosa que proviene del jardín, la que cumple
una función singular en un sueño, la que no se puede separar de «un ramo
óptico», la que puede cambiar totalmente sus propiedades al pasar a la
escritura automática, aquella que tan sólo conserva de la rosa cuanto el
pintor ha querido que conservara en un cuadro surrealista, y, por fin,
aquella rosa, totalmente distinta a sí misma, que regresa al jardín. Está eso
muy lejos del punto de vista idealista, cualquiera que sea, y nosotros ni
siquiera lo pondríamos de relieve si algún día dejáramos de ser el objetivo
de los ataques de un materialismo primario, ataques que parten, a un mismo
tiempo, de aquellos que, por bajo conservadurismo, no sienten el menor deseo
de poner en claro las relaciones entre el pensamiento y la materia, y de
aquellos que, por un sectarismo revolucionario mal entendido, confunden, con
desprecio de la realidad, este materialismo con aquel otro del que Engels
lo distingue esencialmente, y que definió,
de manera principalísima, como una intuición del mundo, destinada a ser experimentada y convertirse en
realidad; en el curso del desarrollo de la filosofía, el idealismo
llegó a ser insostenible y fue negado por el materialismo moderno, y este
último, que es la negación de la negación, no consiste en la simple
restauración del antiguo materialismo, ya que a los fundamentos perennes de
éste añade la totalidad del pensamiento de la filosofía
y de las ciencias naturales, según su evolución a lo largo de dos mil años, y
añade también los productos de esta misma larga historia. También nosotros pretendemos situarnos en un punto de
partida tal que permita superar la filosofía. A mi juicio, éste es el destino
de todos aquellos para quienes la realidad no solamente tiene una importancia
teórica, sino que el hecho de proyectarse apasionadamente sobre esta realidad
es también una cuestión de vida o muerte, tal como dijo Feuerbach; nuestra actitud consiste en dar
totalmente, sin reservas, tal como la damos, nuestra adhesión al principio
del materialismo histórico, la de los otros consiste en arrojar al rostro del
embobado mundo intelectual la idea de que «el hombre no es más que lo que
come», y que una futura revolución tendrá más posibilidades de triunfar si el
pueblo está mejor alimentado, y come guisantes en vez de comer patatas.
Nuestra adhesión al principio del materialismo
histórico... Verdaderamente no se puede jugar con estas palabras. Si
dependiera únicamente de nosotros —con eso quiero decir si el comunismo no
nos tratara tan sólo como bichos raros destinados a cumplir en sus filas la
función de badulaques y provocadores—, nos mostraríamos plenamente capaces de
cumplir, desde el punto de vista revolucionario, con nuestro deber.
Desgraciadamente, en este aspecto imperan unas opiniones muy especiales con
respecto a nosotros; por ejemplo, en cuanto a mí concierne puedo decir que,
hace dos años, no pude, tal como hubiera querido, cruzar libre y anónimamente
el umbral de la sede del partido comunista francés, en la que tantos
individuos poco recomendables, policías y demás, parecen tener permiso para
moverse como don Pedro por su casa. En el curso de tres entrevistas que
duraron varias horas me vi obligado a defender al surrealismo de la pueril
acusación de ser esencialmente un movimiento político de orientación
claramente anticomunista y contrarrevolucionaria. Huelga decir que no tenía
derecho a esperar que quienes me juzgaban hicieran un análisis fundamental de
mis ideas. Aproximadamente en esta época, Michel Marty vociferaba,
refiriéndose a uno de los nuestros: «Si es marxista, no tiene ninguna
necesidad de ser surrealista.» Ciertamente, en estos casos, no fuimos
nosotros quienes alegamos nuestro surrealismo; este calificativo nos había
precedido, a nuestro pesar, tal como a los seguidores de Einstein les hubiera
precedido el de relativistas, o a los de Freud el de psicoanalistas. ¿Cómo no
inquietarse ante el nivel ideológico de un partido que había nacido, tan bien
armado, de dos de las más sólidas mentes del siglo XIX? Desgraciadamente, los
motivos de inquietud son más que abundantes; lo poco que he podido deducir de
mi experiencia personal coincide plenamente con las experiencias ajenas. Me
pidieron que presentara a la célula «del gas» un informe sobre la situación
dominante en Italia, y especificaron que únicamente podía basarme en
realidades estadísticas (producción de acero, etc.), y que debía
evitar ante todo las cuestiones
ideológicas. No pude hacerlo.
Sin embargo, reconozco que si
en el partido comunista me tomaron por un intelectual del tipo más indeseable
que quepa imaginar, ello se debía únicamente a un error de interpretación.
Mis simpatías están con la masa formada
por aquellos que realizarán la revolución social, y lo están de un modo tan
exclusivo que no puedo sentir rencor a causa de los pasajeros efectos de
aquella desdichada interpretación. Lo que no acepto es que, en virtud de
determinadas posibilidades de maniobrar,
ciertos intelectuales a los que conozco, cuyas motivaciones
morales son más que dudosas, tras haber intentado sin éxito el cultivo de la
poesía y de la filosofía, se pongan la casaca de la agitación revolucionaria,
que gracias a la confusión imperante en los ámbitos revolucionarios consigan
suscitar ciertas esperanzas, y, para mayor comodidad, se apresuren a renegar
truculentamente de aquello que, cual el surrealismo, les ha permitido
alumbrar sus pensamientos más lúcidos, pero que, al mismo tiempo, les obliga
a rendir cuentas y a justificar humanamente su postura. El espíritu no es
como una veleta, o, por lo menos, no es tan sólo como una veleta. No basta
con decidir de repente entregarse a una determinada actividad, ya que esta
entrega nada significa si uno no es capaz de expresar objetivamente cómo
llegó a tal decisión, y en qué punto exacto era necesario que estuviera para
llegar a ella. No quiero ni siquiera oír hablar de esas conversiones
revolucionarias de tipo religioso, de esas conversiones de algunos individuos
que se limitan a comunicárnoslas, y añaden, con satisfacción, que no se
explican las causas. En estos casos no puede haber ruptura, ni solución de
continuidad en el pensamiento. Claro que siempre cabe recordar los viejos
caminos sinuosos de la gracia... Bueno, es broma. Pero resulta natural que
sienta una gran desconfianza, en estos casos. La verdad es que conozco a un hombre determinado, y con
eso quiero decir que sé de dónde procede e
incluso, un poco, a dónde va, y de pronto
se pretende que este sistema de referencias quede invalidado, y que este
hombre haya llegado a un lugar totalmente distinto de aquel hacia el que
avanzaba. Y si esto pudiera llegar a ocurrir, ¿acaso no hubiera sido
necesario que este hombre al que considerábamos en el amable estado de
crisálida, a fin de volar con sus propias alas hubiera tenido que salir del
capullo de su pensamiento? Repito que no creo en estas conversiones.
Considero absolutamente necesario, no sólo desde el punto de vista moral sino
también desde el punto de vista práctico, que cada uno de esos que se apartan
del surrealismo ponga en tela de juicio, ideológicamente hablando, al
surrealismo, y nos señale, desde su punto de vista, los aspectos más dudosos.
Pero no, jamás ha ocurrido tal. La verdad es que, al parecer, la causa de
estos bruscos cambios de actitud se halla casi siempre en sentimientos de muy
poca altura, y creo que debemos buscar el secreto de estas causas, como el de
la gran inconstancia de la mayoría de Ios hombres, antes bien en
una progresiva pérdida de conciencia que en el súbito florecer del
razonamiento, que es tan diferente de lo anterior como el escepticismo lo es
de la fe. Con gran satisfacción de aquellos a quienes desagrada regular las
propias ideas, tal como se regulan en el surrealismo, resulta que dicha
regulación no se efectúa en los medios políticos, por lo que quedan en
libertad, desde que ingresan en ellos, de convertir en realidad su ambición,
esta ambición que existía ya antes —y esto es lo grave— de que descubrieran
su pretendida vocación revolucionaria. Hay que oírles en el acto de predicar
a los viejos militantes; hay que verles quemar, con más facilidad que si de sus
propios papeles se tratara, las etapas del pensamiento crítico, que es más
riguroso en estos terrenos que en cualquier otro; hay que ver cómo éste toma
por testigo a uno de esos pequeños bustos de Lenin que se venden a tres
francos ochenta, y el de más allá golpea con el dorso de la mano el vientre
de Trotsky... Lo que no tolero es que esas gentes con quienes
estuvimos en relación, y cuya mala fe, arrivismo y finalidades
contrarrevolucionarias, por haberlas nosotros experimentado en propio
perjuicio, hemos denunciado en toda ocasión desde hace tres años, que los
individuos como Morhange, Politzer y Lefèvre, encuentren el medio de ganarse la
confianza de los dirigentes del partido comunista, hasta el punto de poder
publicar, por lo menos con su aparente aprobación, dos números de una cierta «Revue de
Psychologie Concrète», y siete números de la «Revue Marxiste»,
tras lo cual tuvieron a bien
ilustrarnos de una vez para siempre acerca de su bajeza, cuando el segundo de
los nombrados decidió, al cabo
de un año de colaboración y complicidad con el primero, y
teniendo en cuenta que la psicología concreta no gozaba de popularidad,
denunciar a aquél ante el Partido, acusándole de haber disipado en
Montecarlo, en el curso de un día, la suma de doscientos mil francos que le
había sido confiada a fin de que la empleara en propaganda revolucionaria, y
el denunciado, únicamente ofendido por el proceder de su amigo, vino
inesperadamente a hacerme partícipe de su indignación, reconociendo sin
empacho que los hechos de que se le acusaba eran ciertos. En Francia,
actualmente, está permitido, con la connivencia de M. Rappoport, abusar del nombre de Marx, sin que nadie formule objeciones. Ante esto,
me pregunto a dónde ha ido a parar la moral revolucionaria.
Cabe
concebir que la facilidad con que estos señores engañan, y engañan de modo tan total, a quienes les acogen, ayer en el seno
del partido comunista, mañana
en la oposición a dicho partido, haya tentado y siga tentando a algunos
intelectuales poco escrupulosos, que
también fueron aceptados por el surrealismo, quienes, luego, se convierten en sus más feroces enemigos. (7) Algunos de ellos son del tipo de M. Baron, autor
de poemas muy hábilmente plagiados de Apollinaire,
aunque en ellos se muestre más
propenso que éste a los placeres
desordenados, y quien, debido a su absoluta carencia de ideas generales, no
era más, en el inmenso bosque del surrealismo, que una insignificante puesta
de sol reflejada en una charca de
aguas pútridas, y las gentes de este tipo aportan al mundo «revolucionario»
el tributo de una exaltación de colegio de segunda enseñanza y una ignorancia
crasa, todo ello salpicado
con imágenes propias del
catorce de julio. (Hace algunos meses, y en un estilo delicioso, M. Baron me
comunicó su conversión al leninismo integral. Conservo su carta, cuyas
ridículas afirmaciones alternan con los más horrendos lugares comunes
copiados de la «Humanité», y con conmovedoras declaraciones de su amistad
hacia mí. Esta carta está a disposición de todos los aficionados al género. Y
no volveré a hablar de ella, a menos que me obliguen.) Hay otros que
pertenecen a la especie de M. Naville, con respecto a quien estamos
dispuestos a esperar que su insaciable sed de notoriedad acabe por devorarle
—en menos de cuatro días, M. Naville ha sido director de «L'Oeuf dur»,
director de «La
Révolution Surréaliste», ha ejercido sus dotes de mando en «L'Estudiant d'avant-garde», ha sido
director de «Clarté» y de la «Lutte de Classes», le ha faltado poco para ser
el director del «Camarade», y en la actualidad es la primerísima estrella de
«La Verité»—,
hay otros que tan sólo buscan, sea en la causa que sea, unas mínimas
directrices protectoras, tal como aquellas que dan a los infortunados las
señoras dedicadas a las buenas obras, quienes en dos palabras les dicen qué
es lo que deben hacer. Ante la sola presencia de M. Naville, el partido comunista
francés, el partido comunista ruso, la mayoría de Ios hombres de la oposición en todos los países, y los primeros
entre éstos aquellos para con quien M. Naville estaba, quizá, en deuda, como
Boris Souvarine, Marcel Fourrier, todos los del surrealismo y yo, tomamos
aspecto de mendigos. M. Baron, autor de Andadura
poética es a esta
andadura lo que M. Naville es a la andadura revolucionaria. Sin duda. M.
Naville se ha dicho que pertenecer durante tres meses al partido comunista es
exactamente lo que le hace falta, ya que lo que más le interesa es hacer
valer el hecho de haber abandonado el
partido. M. Naville, o por lo menos el padre de M. Naville, es muy rico.
(Para aquellos de mis lectores que no son enemigos de los detalles
pintorescos diré que la oficina de dirección de «La Lutte de Classes» se
encuentra en el número 15 de la calle de Grenelle, en una propiedad de la
familia de M. Naville, propiedad que no es otra que el antiguo palacete de
los duques La
Rochefoucauld.) Estas consideraciones me parecen ahora de
importancia mayor que la que anteriormente les atribuía. Y, en efecto, es
conveniente señalar que M. Morhange, en el momento en que decide fundar la
«Revue Marxiste», recibe, a estos efectos, de manos de M. Friedmann un
préstamo por valor de cinco millones. Poco después, su mala suerte en la
ruleta le obliga a devolver una importante parte de dicha suma, pero no por
ello deja de ser cierto que gracias a esta exorbitante ayuda financiera ha
podido usurpar el puesto que ya sabemos, y hacerse perdonar su flagrante
incompetencia. Del mismo modo, gracias a suscribir cierta cantidad de
acciones fundacionales de la empresa «Les Revues», de la que era subsidiaria
la «Revue Marxiste», M. Baron, quien acababa de heredar, pudo creer que ante
él se abrían horizontes más vastos que aquellos a los que estaba
acostumbrado. Asimismo, cuando, hace pocos meses, M. Naville nos comunicó su
intención de publicar «Le Camarade,», periódico que, a su decir, debía
subvenir a la necesidad de dar renovado vigor a la crítica de la oposición,
pero que, en realidad, debía ante todo proveerle de una excusa para
apartarse, a la chita callando, cual nos tienen acostumbrados, del
excesivamente perspicaz Fourrier, tuve curiosidad de enterarme, por sus
propios labios, de quién sufragaría los gastos de esta publicación,
publicación de la que M. Naville iba a ser, tal como ya he dicho, el
director, el único director, sépase bien. ¿Acaso eran esos misteriosos
«amigos», a quienes se dedican muy amenos comentarios en la última página de
los diarios, y a los que se pretende interesar en el precio del papel? Pues
no, nada de eso. Se trataba pura y simplemente de M. Pierre Naville
y su hermano, quienes aportarían quince mil francos de los veinte mil que se
necesitaban. El resto sería entregado por unos llamados «camaradas» de
Souvarine, de quienes M. Naville confesó no saber siquiera el nombre. Como
puede verse, para hacer prevalecer el propio punto de vista en Ios ámbitos
en que, a este respecto, más estricto criterio debiera imperar, mayor
importancia tiene el hecho de ser hijo de un banquero que la validez de
dichos puntos de vista. M. Naville, quien practica con habilidad, en vistas a
conseguir los resultados ya clásicos, el arte de dividir a la gente, no
retrocederá ante medio alguno, y ello es evidente, con tal de llegar a regir
la opinión revolucionaria. Pero, como sea que en aquel bosque alegórico, en
el que no hace mucho veía a M. Baron
en el acto de desplegar gracias de
renacuajo, han amanecido ya varios días aciagos para dicha serpiente boa de
tan desagradable cara, cabe predecir, con la satisfacción propia del caso,
que domadores dotados de la fuerza de un Trotsky, e incluso de un
Souvarine, acabarán por hacer entrar en razón a tan eminente reptil. Por el
momento, únicamente sabemos que ha regresado de Constantinopla, en compañía
del insignificante volátil Francis Gérard. Los viajes, que tanto forman a la
juventud, no deforman la bolsa de M. Naville, padre. También es del mayor
interés ir a indisponer a Trotsky con sus únicos amigos. Y ahora quiero formular
una última pregunta, de carácter puramente platónico, a M. Naville: ¿QUIÉN
paga los gastos de «La Verité»,
órgano de la oposición comunista, en el que el nombre de usted adquiere de
día en día más y más importancia, y consta siempre en primera página? Muchas
gracias.
Si he
juzgado oportuno tratar tan extensamente los anteriores temas, ello se debe a
que quería poner de relieve que, contrariamente a lo que pretenden hacer
creer, todos nuestros antiguos colaboradores que proclaman haberse apartado
del surrealismo por propia voluntad han sido, sin una sola excepción,
expulsados por nosotros, y, en modo alguno resulta ocioso difundir las
razones de su expulsión. En primer lugar, se debió al deseo de demostrar que,
si bien el surrealismo se considera indisolublemente unido, en méritos de las
afinidades a que me he referido, al desarrollo del pensamiento marxista, y
únicamente a éste, también es cierto que se inhibe, y sin duda seguirá
inhibiéndose durante mucho tiempo, de elegir entre las dos grandes corrientes
que, en los presentes momentos, enfrentan entre sí a aquellos hombres que
tienen distintas concepciones tácticas, pese a que, no por ello, se han
mostrado menos entregados a la revolución. En el momento en que Trotsky, en carta del 25
de septiembre de 1929, reconoce que, en el seno de la Internacional, es
patente el hecho de la inclinación de la dirección oficial hacia la izquierda, y en la que prácticamente apoya con toda su
autoridad la solicitud de reintegración de Racovsky, Cassior y Okoudjava,
susceptible de comportar la suya propia, no vamos nosotros a adoptar una
postura más irreductible que la del firmante de dicha carta. No será
precisamente en el momento en que el solo hecho de considerar el más penoso
conflicto interno que quepa imaginar induce a hombres cual los arriba
mencionados a dar un nuevo paso en la senda de la reconciliación, no sin
hacer pública reserva de, por
lo menos, sus más definitivas convicciones, cuando nosotros intentemos, ni
mucho menos, revolver la espada en la herida de la represión, tal como ha
hecho M. Panaït Istrati, por lo que M. Naville le ha felicitado, dándole al mismo tiempo un bondadoso
tirón de orejas: Istrati, más
te hubiera valido no publicar un fragmento de tu libro en un órgano tal como
la «Nouvelle Revue Française» (8), etc. En este asunto, nuestra intervención solamente
tiene la finalidad de poner en guardia a las mentalidades serias ante un reducido
número de individuos que sabemos, por propia experiencia, son memos, farsantes o
intrigantes y, en todo caso, seres malintencionados, desde el punto de vista
revolucionario. Por el momento, esto es cuanto hemos podido hacer, en tal
materia. Somos los primeros en lamentar que lo hecho sea tan poco.
Para que,
en el ámbito al que me acabo de referir, quepa la posibilidad de que ocurran
esos abusos de confianza, esas defecciones y traiciones de todo orden, parece
necesario que este ámbito sea un recinto habitado por seres despreciables, en
el que no quepa contar con la actividad desinteresada y simultánea de un
puñado de hombres. Si la tarea revolucionaria, en sí misma, con la disciplina
que su realización presupone, no es de tal naturaleza que separe, desde un
principio, a los buenos de los malos, a los falsos de los sinceros, si, por
su mal, no tiene más remedio que esperar a que una serie de acontecimientos
exteriores cumplan la función de desenmascarar a unos y de proyectar un
reflejo de inmortalidad en los rostros desnudos de los otros, ¿cómo puede
pretenderse que las cosas no se desarrollen más miserablemente todavía con respecto
a aquellas tareas que no son la anteriormente dicha, en sentido estricto, y,
concretamente en la tarea surrealista, en la medida en que ésta no se
confunda únicamente con la primeramente mencionada? Es plenamente normal que
el surrealismo se manifieste en medio, y quizá al precio, de una ininterrumpida serie de fracasos, de zigzags y
de defecciones que exigen, en todo momento, poner en duda sus bases
primarias, es decir volver a los principios iniciales de su actividad, e
interrogar al mañana aleatorio que es causa de que los corazones «se enamoren» ahora de él, y se aparten
después de él. Debo reconocer que no todo se ha intentado a los efectos de
llevar a buen término nuestro empeño, aunque sólo fuese por el medio de sacar
provecho de los recursos que hemos definido como propios de nuestra postura,
y por el medio de utilizar intensamente los modos de investigación que fueron
preconizados en los orígenes del movimiento de que tratamos. Quiero volver a
recordar y a insistir en que el problema de la acción social es únicamente
una de las formas de un problema más general que el surrealismo se ha
impuesto el deber de poner de relieve, y que no es otro que el de la
expresión humana en todas sus formas. Quien dice expresión dice, en primer lugar, idioma. No hay pues que
sorprenderse de que el surrealismo se sitúe ante todo, y casi únicamente, en
el terreno del idioma, y tampoco hay que sorprenderse de que el surrealismo,
después de efectuar tal o cual incursión en otros campos, regrese al del
idioma cual si buscara gozar del placer de comportarse en él igual que si se
hallara en un país ya conquistado. Y, efectivamente, nada puede ya obstar a
que una gran parte de este país sea tierra conquistada por el surrealismo.
Las hordas de palabras literalmente desencadenadas a Ias que el dadaísmo y el
surrealismo han dado libertad, abriéndoles todas las puertas, no son de
aquellas que se retiran fácilmente. Sin prisas, con seguridad, estas hordas
penetrarán en los pueblecitos de Ia idiocia literaria que todavía se enseña
en la actualidad, y, confundiendo sin dificultades las altas con las bajas
esferas, derribarán sin perder la compostura gran cantidad de torreones
defensivos. Con la falsa idea de que nuestros esfuerzos tan sólo han servido
para hacer tambalear, seriamente, a la poesía, la población no está lo
suficientemente alarmada, y se limita a construir, aquí y allá, diques de
contención carentes de importancia. Fingen no darse cuenta de que el
mecanismo lógico de la frase se muestra, en sí mismo, de día en día más impotente
para producir en el hombre aquella sacudida emotiva que es la que
verdaderamente da valor a su vida. Contrariamente, los productos de esta
actividad espontánea, o más espontánea, directa, o más directa, cual los que le ofrece con creciente abundancia el surrealismo
bajo la forma de libros, cuadros y películas cinematográficas que el hombre
contempló inicialmente con estupor, son ahora buscados por este mismo hombre,
quien se rodea de ellos, y se entrega, más o menos tímidamente a ellos, con
el deseo de alterar totalmente su modo de sentir. Ya lo sé: este hombre
todavía no es hombre del todo, y es necesario dejarle tiempo para que llegue a serlo. Pero fijaos en
cuánta admirable y perversa capacidad de insinuación han demostrado tener
ciertas obras, pocas, muy modernas, obras de las que Io menos que cabe decir
es que están dominadas por un espíritu especialmente insalubre: Baudelaire y
Rimbaud (pese a las reservas que he hecho
a su respecto), Huysmans y Lautréamont.
Y al mencionar a éstos, me he
limitado al campo de la poesía. No tememos someternos a la ley de esta
insalubridad. Nadie podrá decir que no hemos hecho cuanto hemos podido a fin
de aniquilar esta estúpida ilusión de felicidad y de común acuerdo, cuya
denuncia será la gloria del siglo XIX. Bien cierto es que ni por un instante
hemos dejado de amar estos rayos de sol poblados de miasmas. Pero, en el momento en que los poderes públicos
de Francia se disponen a celebrar grotescamente con diversas conmemoraciones
el centenario del romanticismo, nosotros declaramos que, históricamente, de
este romanticismo en nuestros días tan sólo queda la cola, pero se
trata de una cola extremadamente prensil, y la esencia de lo que queda de este
romanticismo, en 1930, consiste en la negación de aquellos poderes y de
aquellas conmemoraciones; asimismo declaramos que, para el romanticismo,
tener cien años de existencia equivale a la juventud, que los días del
romanticismo erróneamente calificados de heroicos, tan sólo merecen, honestamente,
la calificación de días de vagidos
de un ser que ahora comienza a dar a conocer sus deseos a través de nosotros,
y que si se reconoce que todo pensamiento anterior a él representaba, en el
sentido «clásico», el bien, ahora este romanticismo desea, sin lugar a la
menor duda, el mal en su
totalidad.
Sea
cual fuere la evolución del surrealismo en el terreno político, por urgente
que sea el imperativo de confiar únicamente, en orden a la liberación del
hombre, condición primordial del espíritu, en la revolución del
proletariado, puedo afirmar que no hemos tenido razón alguna, digna de
consideración, para poner en tela de
juicio los medios de expresión que nos son propios y cuyo uso, según hemos
podido comprobar, sirve satisfactoriamente a nuestros propósitos. Y si
alguien ha tenido a bien condenar tal o cual imagen específicamente
surrealista que yo haya podido emplear al azar en un prefacio, no por ello
queda zanjado el problema de las imágenes. «Esta familia es una camada de
perros» (Rimbaud). Si, basándose en
una frase cual ésta, aislada de su contexto, hay gente que se dedica a
escribir largas parrafadas apasionadas, lo único que lograrán será formar un
nutrido grupo de ignorantes. Jamás se conseguirá implantar procedimientos
neo-naturalistas a expensas de los nuestros, es decir, jamás se conseguirá
aniquilar todo aquello que, a partir del naturalismo, constituye las más
importantes conquistas del espíritu. Recordaré ahora las respuestas que di,
en septiembre de 1928, a
Ias dos siguientes preguntas que me formularon: 1.ª ¿Cree que la producción
artística y literaria es un fenómeno puramente individual? ¿No cree que dicha
producción pudiera, o debiera, ser reflejo de las grandes corrientes que determinan la evolución económica y
social de la humanidad? 2.ª ¿Cree usted en la existencia de una literatura y
de un arte que expresen las aspiraciones de la clase obrera? ¿Quiénes son, a
su juicio, sus principales representantes?
1.
Sin duda alguna, la producción artística y literaria, como todo fenómeno
intelectual, no merecerá tal nombre como no sea que se proponga únicamente el
problema de la soberanía del pensamiento. Es decir, resulta imposible
contestar negativa o afirmativamente a su primera pregunta, y la única
actitud filosófica que cabe observar en este caso consiste en imponer la
contradicción (existente) entre el carácter del pensamiento humano que
consideramos absoluto, por una parte, y la realidad de este pensamiento
humano en una multitud de seres humanos individuales, con pensamiento
limitado, por otra; esta contradicción no puede resolverse sino en el
progreso infinito, en la serie, por lo menos prácticamente infinita, de las
sucesivas generaciones humanas. En este sentido, el pensamiento humano posee
la soberanía y no la posee; y su capacidad de conocer es tan ilimitada como
limitada. Soberano e ilimitado por naturaleza y vocación, en potencia, y,
en cuanto a su última finalidad en la Historia, pero carente de soberanía y
limitado en cada una de sus realizaciones y en cualquiera de sus estados (Engels, La moral y el derecho.
Verdades eternas). Este pensamiento, en el terreno en que usted me pide
lo considere, en cuanto expresión particular
determinada, no puede sino oscilar entre la conciencia de su perfecta
autonomía y la conciencia de su estrecha dependencia. En nuestro tiempo, la
producción artística y literaria me parece totalmente sacrificada a las
exigencias del desenlace de este drama, consecuencia
de un siglo de filosofía y de poesía verdaderamente desgarradoras (Hegel, Feuerbach, Marx, Lautréamont, Rimbaud, Jarry, Freud, Chaplin,
Trotsky). En estas circunstancias, decir que aquella producción puede,
o debe, ser el reflejo de las grandes corrientes que determinan la evolución
económica y social de la humanidad sería emitir un juicio muy vulgar,
implicando el reconocimiento puramente circunstancial del pensamiento y
prescindiendo de su naturaleza esencial, naturaleza que es, a un mismo
tiempo, incondicionada y condicionada, utópica y realista, con su fin
contenido en ella misma y con la sola ambición de estar al servicio de algo,
etc.
2. No creo en la posibilidad
de la existencia actual de una literatura o de un arte que exprese las
aspiraciones de la clase obrera. Si no creo en ello la causa radica en que en el período
prerrevolucionario el escritor o el
artista, de formación necesariamente
burguesa, es por definición incapaz de expresarlas. No negaré que pueda formarse cierta idea de
estas aspiraciones, y que, en circunstancias
morales que muy rara vez se darán, pueda concebir la
relatividad de toda causa, en
función de la causa proletaria. Creo que se trata de una cuestión de sensibilidad y de honradez. Sin embargo, y
pese a lo anterior, no podrá
zafarse de muy graves dudas, inherentes a los medios de expresión que le son
propios, que le obligan a considerar, por sí y ante sí, desde un ángulo muy especial la obra que se propone realizar.
Para que esta obra sea viable es
preciso que esté situada en cierto lugar con respecto a ciertas
otras obras ya existentes, y, al mismo tiempo, debe abrir un nuevo camino. Guardando las debidas distancias, diremos que sería igualmente vano alzar la voz contra, por ejemplo, la afirmación de un determinismo
poético cuyas leyes no son impromulgables ni mucho menos, que alzarla contra la afirmación del materialismo
dialéctico. En cuanto a mí
hace referencia, sigo convencido de que los
dos órdenes de evolución son rigurosamente parecidos,
y que también tienen la nota común
de no perdonar jamás. Las
vagas teorías sobre la cultura proletaria, concebidas por analogía y por
antítesis con la cultura burguesa, son el resultado de comparaciones entre el
proletariado y la burguesía, en las que el espíritu crítico ninguna
intervención tiene... Cierto es que llegará el momento, en el desarrollo de
la nueva sociedad, en que Ia economía, la cultura y el arte gozarán de suma
libertad de movimientos, es decir, de progreso. Pero a este respecto, tan
sólo podemos entregarnos a la formulación de fantásticas conjeturas. En una
sociedad que esté liberada de la esclavizante preocupación por conseguir el
pan de cada día, en que las lavanderías comunales lavarán eficazmente las
prendas de buena tela de todos los ciudadanos, en que Ios niños —todos Ios niños—
estarán bien alimentados, gozarán de buenos cuidados médicos, estarán
alegres, y absorberán los elementos de las ciencias y de las artes como si
del aire y la luz del sol se tratara, en la que dejará de haber «bocas
inútiles», en la que el egoísmo liberado del hombre —formidable potencia— se
encaminará únicamente al conocimiento, transformación y mejora del universo,
en esta sociedad el dinamismo de la cultura será incomparablemente superior a
cuanto se haya conocido en el pasado. Pero solamente llegaremos a esto a
través de una larga y penosa transición que apenas hemos iniciado (Trotsky, Revolución y cultura, «Clarté», primero de noviembre de 1923). Estas admirables frases creo dan Ia
justa respuesta, de una vez para siempre, a las pretensiones de unos cuantos impostores y señoritos adinerados que se las dan, hoy, en Francia, bajo la dictadura de Poincaré,
de artistas y escritores proletarios, amparándose en el pretexto de que en su producción no hay más
que fealdad y miseria,
a las pretensiones de aquellos que
no conciben nada que se encuentre en una esfera un poco más
elevada que el inmundo reportaje, que el monumento funerario y los someros relatos de presidiarios, que no saben
más que agitar ante nuestros ojos el espectro de Zola, de Zola
cuya obra intentan saquear
y no logran llevarse absolutamente nada, que abusando sin la menor
vergüenza de cuanto
vive, sufre, gime y espera, se oponen a
toda investigación seria, intentan
evitar todo género de descubrimientos, y que, so pretexto de dar lo que bien saben nadie puede recibir, es decir,
la comprensión general e in mediata de cuanto es creación, denigran del
peor modo al espíritu, y se comportan como los más certeros
contrarrevolucionarios.
Un poco más arriba comencé a decir que es muy lamentable que no se hayan efectuado esfuerzos más constantes y sistemáticos, corno no ha dejado de hacer constantemente el surrealismo,
mediante la escritura automática,
por ejemplo, y los relatos de sueños. Pese a la insistencia
con que hemos insertado textos
de esta naturaleza en Ias publicaciones surrealistas y pese al preponderante lugar que ocupan en ciertas obras, debemos confesar que no siempre son recibidos con el interés que merecen, o que causan la impresión de ser «manifestaciones
de osadía». La aparición de
una indiscutible artesanía rutinaria en
dichos textos también ha sido
evidentemente perjudicial para la transformación que teníamos esperanzas de provocar mediante ellos. La culpa radica en la grandísima negligencia de la mayoría de los autores de dichos textos,
quienes quedaron satisfechos con sólo dejar
correr la pluma sobre el papel, sin prestar la menor atención a lo que ocurría en aquellos instantes
en su interior —pese a que este desdoblamiento era mucho más fácil e interesante que
el que se da en la escritura de reflexión—,
o que se contentaron con reunir,
de modo más o menos arbitrario, unos
elementos oníricos destinados, antes bien a
producir efectos pintorescos, que a
proporcionar una útil percepción de
su funcionamiento. Esta confusión tiende a privarnos de todos los
beneficios que podríamos derivar
de las operaciones del tipo antes dicho. Para el surrealismo tienen el gran valor
de ser susceptibles de darnos entrada a un ancho campo de la lógica, de una lógica particular,
campo que es precisamente aquel en que,
hasta el presente momento, la facultad lógica, ejercitada siempre por y en el consciente, no ha actuado. Más aún. Este campo lógico no sólo sigue inexplorado, sino que seguimos sin resignarnos a descubrir el origen de esta voz que tan sólo cada uno de nosotros puede oír, y que nos habla muy especialmente de algo siempre distinto a aquello en que creemos estar
pensando, y que, a veces, adquiere gran
gravedad en el momento en que
más frívolos nos sentimos, y, otras veces, nos
cuenta chistes en instantes de desdicha. Por otra parte,
esta voz no obedece simplemente al deseo de
contradicción... Ahora, mientras estoy sentado
ante mi mesa de trabajo, esta voz me
habla de un hombre que sale de un pozo, sin decirme, naturalmente, quién es ese
hombre; si yo insisto, la voz me cuenta con mucha precisión cómo es este hombre, y no, definitivamente, debo
decir que no le conozco. El tiempo de darme cuenta de lo anterior
ha bastado para que el hombre en cuestión
desapareciera. Escucho, estoy muy lejos del Segundo Manifiesto del
Surrealismo... No es necesario que
dé más ejemplos, es la voz, la voz, quien
me habla... Porque los ejemplos beben... Perdón,
tampoco yo lo comprendo. Lo importante serla llegar a saber hasta qué
punto esta voz está autorizada a repetirme,
por ejemplo: no es necesario que dé más ejemplos. (Y, después de los Cantos de Maldoror
sabemos cuán maravillosamente
independientes pueden ser las intervenciones
críticas de esta voz.) Cuando la voz
me contesta que los ejemplos beben
(?), ¿significa esto que la potencia que
la hace hablar se oculta? ¿Y, caso
de que se oculte, por qué razón se
oculta? ¿Iba la voz a explicarse en el preciso instante en que me he apresurado a sorprenderla,
sin llegar a cogerla? Estos
problemas no sólo interesan al surrealismo.
Al expresarnos, no hacemos más que servirnos de una posibilidad de
conciliación muy oscura entre lo que sabíamos que teníamos que decir y lo que no
sabíamos que teníamos que decir, sobre el mismo tema, pero que,
sin embargo, decimos. El pensamiento más
riguroso no puede prescindir de esta ayuda
que, sin embargo, es indeseable desde el punto de vista del rigor.
En el seno de toda frase que expresa una idea, esta idea queda siempre torpedeada por la misma frase que la expresa, incluso cuando no
haya sido objeto de juguetonas familiaridades deformadoras de su sentido. El dadaísmo quiso ante
todo llamar la atención sobre dicho torpedeo. Como se sabe, el surrealismo se ha ocupado, por medio de la
escritura automática, de proteger de tal torpedeo todos los buques,
sean los que sean, incluso si se trata de un
buque fantasma. (Esta imagen, de
la que algunos han creído oportuno servirse
para atacarme, me parece adecuada, pese a haberla utilizado muchas
veces, y por eso vuelvo a emplearla.)
Decía que a nosotros corresponde intentar percibir más y más claramente cuanto se trama, en relación al hombre, en las profundidades de su espíritu, aun cuando esto mismo que buscamos se oponga a nuestros
esfuerzos, en méritos de su propia naturaleza. En esta materia, estamos muy lejos de pretender aislar los distintos
elementos del conjunto y nada puede atraernos menos que el dedicarnos al
estudio científico de los «complejos». También es cierto que el surrealismo, que en el aspecto social ha
adoptado deliberadamente, tal como hemos visto, las fórmulas marxistas, no tiene la menor inclinación a prescindir de la crítica freudiana
de las ideas, sino que, al contrario, la considera como la primera y única fundada en la verdad. Y si el surrealismo no puede asistir indiferente al debate
que enfrenta a los más calificados
representantes de las diversas
tendencias psicoanalíticas —del
mismo modo que se ha visto en el caso
de seguir apasionadamente, día a día,
la lucha que se desarrolla en los altos círculos de la Internacional—,
también es cierto
que no puede intervenir en una controversia
que, en su opinión, hace ya tiempo que
tan sólo puede desarrollarse
útilmente entre profesionales. No es éste el terreno en
que el surrealismo considera
oportuno utilizar los resultados de sus experiencias personales. Pero, como
sea que aquéllos englobados en el surrealismo, en virtud de su propia manera de ser, han
de prestar muy especial
atención a los
presupuestos freudianos, en los que
tiene su base la
mayor parte de las inquietudes que les agitan en cuanto
hombres —deseo de crear, de
destruir artísticamente—, y al
decir esto me refiero a
la definición del fenómeno de la «sublimación» (9), el surrealismo
exige a quienes lo integran que aporten al cumplimiento de su misión una conciencia
nueva, que se comporten de tal modo que
suplan, mediante una auto-observación que en su caso tiene un valor
excepcional, cuantas deficiencias presente la operación de penetrar los
estados de ánimo denominados «artísticos», efectuada por individuos que no
son artistas, sino, casi siempre, médicos. Además, el surrealismo exige que,
a lo largo de un camino de dirección inversa a la de éste al que acabamos de referirnos, aquellos que poseen, en el
sentido freudiano, la «preciosa facultad» de que hemos hablado, se dediquen a
estudiar el mecanismo, complejo como el que más, de la inspiración,
y que, a partir del día en que dejemos
de considerar a ésta como si de algo sagrado se tratara, procuren únicamente,
basándose en la confianza que han puesto en su extraordinaria virtud, someter
la inspiración a su voluntad, lo cual no ha habido todavía quien haya osado
siquiera concebirlo. De nada serviría estudiar este tema añadiéndole sutiles
consideraciones, ya que todos sabemos lo que es la inspiración. No hay modo
de incurrir en error; la inspiración ha sido lo que ha estado siempre al
servicio de las supremas necesidades de expresión, en todo tiempo y en
todo lugar. Comúnmente se dice que hay o que no hay inspiración; cuando no hay inspiración, Ias sugerencias
carentes de interés de la habilidad humana, la inteligencia discursiva y el
talento desarrollado mediante el trabajo no bastan para suplir a aquélla.
Reconocemos fácilmente la presencia de la inspiración en esta posesión total
del espíritu que, de tarde en tarde, impide que ante todos los problemas que
se nos plantean nos convirtamos en juguete de una solución racional antes que
de otra solución racional, la reconocemos en esta especie de cortocircuito
que la inspiración provoca entre una idea dada y su correspondiente (escrita,
por ejemplo). Al igual que en la realidad física, el cortocircuito se produce cuando
dos «polos» de la máquina están unidos por un conductor de nula resistencia o
de resistencia demasiado escasa. En poesía y en pintura, el surrealismo ha
hecho lo imposible en orden a multiplicar estos cortocircuitos. El
surrealismo se ocupa y se ocupará constantemente, ante todo, de reproducir
artificialmente este momento ideal en que el hombre, presa de una emoción
particular, queda súbitamente a la merced de algo «más fuerte que él» que le
lanza, pese a las protestas de su realidad física, hacia los ámbitos de lo
inmortal. Lúcido y alerta, sale, después, aterrorizado, de este mal paso. Lo más importante radica en que no
pueda zafarse de aquella emoción, en que no deje de expresarse en tanto dure
el misterioso campanilleo, ya que, efectivamente, al dejar de pertenecerse a
sí mismo el hombre comienza a pertenecernos. Estos productos de la actividad
psíquica, lo más apartados que sea posible de la voluntad de expresar un
significado, lo más ajenos posible a las ideas de responsabilidad siempre
propicias a actuar como un freno, tan independientes como quepa de cuanto no
sea la vida pasiva de la inteligencia, estos productos que son la escritura automática y los relatos de sueños
(10)
ofrecen, a un mismo tiempo, la ventaja de ser los únicos que
proporcionan elementos de apreciación de alto valor a una crítica que, en el
campo de lo artístico, se encuentra extrañamente desarbolada, permitiéndole
efectuar una nueva clasificación general de los valores líricos, y ofreciéndole una llave que puede abrir para
siempre esta caja de mil fondos llamada hombre, y le disuade de emprender la huida,
por razones de simple conservación, cuando, sumida en las tinieblas, se topa
con las puertas externamente cerradas del «más allá», de la realidad, de la
razón, del genio, y del amor. Día llegará en que la generalidad de los humanos dejará de permitirse
el lujo de adoptar una actitud altanera, cual ha hecho, ante estas pruebas
palpables de una existencia distinta de aquella que habíamos proyectado
vivir. Entonces, se verá con estupor que, pese a haber tenido nosotros la verdad tan al alcance de la mano, hayamos adoptado en general, la precaución
de procurarnos una coartada de carácter literario, en vez de adoptar la
actitud de, sin saber nadar, tirarnos de cabeza al agua, sin creernos dotados
de la virtud del Fénix penetrar en el fuego, a fin de alcanzar aquella verdad.
Repito que
la culpa no es de todos nosotros, indistintamente. Al referirnos a la falta
de rigor y de pureza que, en cierto modo, han afectado a estas
manifestaciones elementales, quisiera poner de relieve cuanto de contaminado
hay, en los actuales días, en aquello que se considera, en demasiadas obras
ya, como expresión representativa del surrealismo. Niego que, en
gran parte, se de una correspondencia entre estas fórmulas de expresión y el
surrealismo. A la ingenuidad y a la cólera de algunos hombres del futuro
corresponderá la tarea de seleccionar en el surrealismo cuanto en él quede
todavía con vida, forzosamente con vida, a fin de consagrarlo de nuevo,
merced a una formidable labor de depuración, al fin que es propio de su
naturaleza. Hasta que llegue este momento, mis amigos y yo bastante haremos
con enderezar, tal como aquí hago, mediante algún que otro empujón, la
silueta del surrealismo cargada inútilmente de flores pero siempre imponente.
La muy corta medida en que, desde el presente momento, el surrealismo
comienza a escapar a nuestro dominio no nos hace temer que terceras personas
puedan utilizarlo para atacarnos. Evidentemente, es una verdadera lástima que
Vigny haya sido un ser tan presuntuoso y tan estúpido, y que Gautier tuviera una vejez chocha, pero
esto en nada perjudica al romanticismo. Entristece recordar que
Mallarmé fue un perfecto pequeño burgués, o que hubiera gente capaz de creer
en la valía de Moréas, pero, si algún valor concedemos al simbolismo, lo
anterior no será causa de que nadie se lamente por mor del simbolismo, etc.
Del mismo modo, considero que en nada perjudica al surrealismo reconocer la
pérdida de tal o cual individualidad, incluso en el caso de que sea
brillante, y, en especial, en el caso en que dicha individualidad, por la
mismísima razón de ser brillante, pierde su integridad, indicando mediante su
comportamiento que desea volver a entrar en la ortodoxia vigente. Por ello, y
después de haberle concedido un período increíblemente prolongado para que
corrigiera lo que nosotros confiábamos era tan sólo un pasajero extravío de
sus facultades críticas, considero que
estamos obligados a informar a Desnos de que, al no esperar absolutamente
nada de él, le exoneramos de cuantas obligaciones pudo contraer, no hace
mucho, para con nosotros. Debo confesar que cumplo este deber con cierta
tristeza. Contrariamente a lo ocurrido en el caso de algunos primeros
compañeros de viaje a quienes jamás tuvimos la intención e conservar a
nuestro lado, Desnos ha ejercido en el surrealismo una función necesaria e
inolvidable, y el presente momento no puede ser más inoportuno para ponerlo
en duda. (Pero también Chirico se encuentra en parecido caso, y sin
embargo...) Libros como Deuil pour Deuil, La liberté ou l'amour,
C'est les bottes de sept lieues cette phrase: Je
me vois, y todo cuanto la
leyenda, menos bella que la realidad, concederá a Desnos en reconocimiento de
unos méritos que no derivan únicamente de la tarea de escribir libros,
militará durante mucho tiempo en favor de aquello que ahora el propio Desnos
combate. Este comportamiento de Desnos se producía hace solamente cuatro o
cinco años. Desde entonces, Desnos, víctima de aquellas mismas potencias que
durante cierto período le habían llevado a las alturas, potencias de
tinieblas, cual Desnos parece ignorar todavía, decidió, para su desgracia,
actuar sobre el plano de lo real, en donde no es más que un hombre mucho más
solitario y más pobre que cualquier otro, como les ocurre a aquellos que han visto
—digo «visto»— lo que los demás temen ver, y que, en vez de vivir lo que es
quedan condenados a vivir lo que «fue» y lo que «será». Irónicamente, Desnos
afirma en la actualidad que «carece de cultura filosófica», pero no es así,
no carece de ella, sino que quizá carece de espíritu filosófico y, en consecuencia, carece también de la capacidad para preferir su
personaje interior a tal o cual personaje exterior de la Historia. ¡Cuán
infantil es la pretensión de ser Robespierre
o Hugo! Cuantos le conocen saben que
esto es lo que impide a Desnos ser Desnos; creyó poder entregarse impunemente
a una de Ias actividades más peligrosas que hay, es decir, la actividad
periodística, y amparándose en ella poder abstenerse de tomar partido con
respecto a un corto número de brutales disyuntivas ante las que se ha hallado
el surrealismo, en el curso de su avance, cual marxismo o antimarxismo, por
ejemplo. Ahora que el método individualista adoptado por Desnos ha dado sus
resultados, ahora que la actividad antes dicha ha devorado la otra actividad
que Desnos desarrollaba, nos es cruelmente imposible no llegar a conclusiones
al respecto. En los presentes días, esta actividad de Desnos, que ha rebasado
los límites en que ya era intolerable que se desarrollara («Paris-Soir», «Le
Soir», «Le Merle»), debe ser denunciada, en primer lugar, en cuanto
factor de confusionismo. El artículo titulado Los mercenarios de la
opinión, que parece escrito a modo de
gozosa celebración de su ingreso en este destacado estercolero que es la revista
«Bifur», resulta más que elocuente en sí mismo: ¡Desnos no duda en condenarse
a sí mismo, y con qué estilo! Las costumbres de un redactor son muy
diversas. Por lo común es un empleado, relativamente puntual, tolerablemente
perezoso..., etc. En este artículo hay
homenajes a M. Merle, a Clemenceau, y también hay esta confesión, más
desoladora que cualquier otra: el periódico es un ogro que aniquila
a aquellos de quienes vive.
Después de
lo anterior, poca sorpresa pudo causarnos leer en un periódico cualquiera
esta estúpida notita: Robert Desnos, poeta
surrealista a quien Man Ray encargó
el guión de su película «Estrella de mar», hizo conmigo, el año pasado, un
viaje a Cuba. ¿Y saben ustedes que me recitó Robert Desnos, bajo las
estrellas tropicales? Versos alejandrinos, a-le-jan-dri-nos. Y estos
alejandrinos (por favor no vayan a repetirlo por ahí, con lo que hundirían
para siempre a este encantador poeta) no eran de Jean Racine, sino del propio Robert
Desnos. Verdaderamente, tengo la certeza de que los alejandrinos
en cuestión están en total armonía con la prosa publicada en «Bifur». Estos
devaneos, que al fin han dejado ya incluso de ser de dudoso gusto, comenzaron
en el día en que Desnos, rivalizando en tales ejercicios de imitación con M. Ernest Raynaud, se creyó
autorizado a fabricar con diversos elementos un poema de Rimbaud que, por lo
visto, nos hacía falta. Este poema, en el que no hay ni la sombra de una
duda, se ha publicado, por desgracia, bajo el título de Les Veilleurs, d'Arthur Rimbaud, a modo de pórtico de La liberté ou l'amour. No creo que tal
poema, al igual que otros del mismo género que le han seguido, contribuya a
la mayor gloria de Desnos. Debemos, no sólo reconocer ante los especialistas
en la materia que estos versos son malos (falsos, ripiosos y vacíos),
sino también declarar que, desde el
punto de vista surrealista, demuestran una ambición ridícula y una
inexcusable incomprensión de la actual finalidad de la poesía.
Por
otra parte, Desnos y algunos otros se encuentran en trance de dar tan activo
empleo a esta incomprensión que ello me dispensa de extenderme sobre el tema.
Como única prueba decisiva me limitaré a recordar que estos poetas han tenido
la incalificable idea de dar a una tabernilla de Montparnasse, habitual escenario de sus tristes hazañas
nocturnas, a modo de divisa, el único nombre que a través de los siglos nos
ha llegado como un desafío a cuanto de estúpido, rastrero y descorazonador
hay en la Tierra:
Maldoror.
Parece que
los surrealistas tropiezan con dificultades. Esos señores Aragon y Breton
se han convertido en unos seres insoportables, con aires de altos
mandatarios. Incluso se ha dicho que parecen un par de militares de la escala
del garbanzo. Bueno, ya pueden ustedes imaginar lo que esto supone. Y hay
muchos que no lo soportan. Parece que unos cuantos, de común acuerdo, han
tomado la decisión de dar el nombre de
Maldoror a un cabaret de Montparnasse. Y
dicen que, para un surrealista, Maldoror es lo mismo que Jesucristo para un
cristiano, y que ver dicho nombre a
la entrada de un lugar de baile, a modo de nombre comercial, seguramente
escandalizará a los señores Breton y
Aragon. («Candide», 9 de enero de 1930.) El autor de las precedentes líneas,
quien acudió al lugar en cuestión, nos ha informado, sin malicia y con el
descuidado estilo propio del caso, de las observaciones que allí pudo hacer: En
aquel momento llegó un surrealista, lo cual significó un cliente más. ¡Y qué
cliente! Se trataba de M. Robert Desnos,
quien decepcionó un poco al pedir tan sólo un zumo de limón. Ante el general
estupor, M. Desnos explicó con ronca
voz: «No puedo tomar más que eso. Llevo dos días sin quitarme la borrachera
de encima».
¡Qué vergüenza!
Me sería
demasiado fácil aprovecharme del hecho de que, en la actualidad, se suele
creer que no es posible atacarme sin atacar al mismo tiempo a Lautréamont, es
decir, al inatacable.
Con el
permiso de Desnos y sus amigos citaré, con toda serenidad, las frases
esenciales de mi contestación a una encuesta ya antigua llevada a cabo por el
Disque Vert, frases en las que nada tengo que cambiar, y que los
arriba mencionados no podrán negar merecían en aquel entonces toda su
aprobación:
Por mucho que
busquemos hallaremos a muy poca gente que, en nuestros días, se guíe por el
inolvidable resplandor de Maldoror y las Poesías herméticas, aquel resplandor que
verdaderamente se produjo y existe, sin necesidad de que sea conocido. La
opinión de los demás me importa muy poco. Lautréamont
fue un hombre, un poeta, incluso un profeta. ¡Nada más y nada menos!
El pretendido imperativo poético que se invoca no podrá apartar al espíritu
de aquella intimación, la
más dramática que jamás haya ocurrido, ni tampoco conseguirá convertir cuanto
queda y quedará de negación de
sociabilidad, cuanto hay de limitación humana, en valioso factor de
entendimiento, en elemento de progreso. La literatura y la filosofía
contemporánea luchan inútilmente para prescindir de una revelación que las
condena. El mundo entero, sin saberlo, sufrirá las consecuencias de lo
anterior y, precisamente por esto,
los más clarividentes, los más puros, de
entre nosotros han asumido la obligación de morir en la brecha. La libertad, señor mío...
Una
negación tan grosera cual es la de unir la palabra Maldoror a la existencia de un inmundo bar basta para que, a
partir de ahora, me abstenga de hacer el menor comentario sobre lo que Desnos
escriba. Mantengámonos alejados, poéticamente, de estas orgías de
redondillas. (11) He
aquí a donde conduce el inmoderado uso del don de la palabra, cuando su
destino es enmascarar una radical ausencia de pensamiento; reanuda la
estúpida tradición del poeta «en las nubes», precisamente en el momento en
que esta tradición ha quedado interrumpida y, piensen lo que piensen unos
cuantos retrógrados rimadores ripiosos, totalmente interrumpida, la reanuda
en el momento en que ha cedido a los esfuerzos conjuntos de esos hombres a
quienes nosotros damos preferencia debido a que verdaderamente han querido
decir algo, de Borel, del Nerval de Aurélia, de Baudelaire, de Lautréamont, del Rimbaud de 1874-75, del primer
Huysmont, del Apollinaire de los poemas-conversaciones v de «cualquierías», y en este momento es penoso ver que
uno de aquellos a quien
creíamos de Ios nuestros pretende hacernos, con carácter
puramente externo, la jugada del Buque ebrio, o pretende dormirnos con el ruido de las Estrofas.
Cierto es que la problemática poética
ha dejado de plantearse, en el curso de los últimos años, desde un punto de
vista esencialmente formal, y ciertamente antes nos interesa juzgar el valor
subversivo de obras tales como las de Aragon, Crevel, Éluard y Péret,
teniendo en cuenta sus valores propios, y cuanto, según estos valores, lo
imposible cede ante lo posible, lo permitido roba a lo prohibido, que no
saber por qué razón tal o cual escritor juzga conveniente, en esta ocasión o
en la de más allá, someterse a la norma. Lo cual es una razón menos para que
nos vengan a hablar todavía de la cesura. ¿Por qué no hay entre nosotros un
grupo de partidarios de una particular técnica de «verso libre», y por qué no
vamos a desenterrar el cadáver de Robert de Souza? Desnos quiere reír, pero
nosotros no estamos dispuestos a tranquilizar al mundo, tan fácilmente como
eso.
Cada nuevo día nos trae una
nueva decepción, en lo referente a la confianza y la esperanza depositadas, salvo
raras excepciones, con excesiva generosidad en los seres humanos, nueva
decepción que es preciso tener el valor de confesar aunque sólo sea como
medida de higiene mental, a fin de anotarla en la cuenta horriblemente
deudora de la vida. Duchamp no tenía libertad para abandonar la partida en
que estaba empeñado en los tiempos inmediatos a la guerra, para sustituirla
por una partida de ajedrez o de fracasos interminable que nos da,
quizá, una curiosa idea de una inteligencia renuente a servir, pero
que también parece —omnipresencia de este execrable Harrar— afligida de
escepticismo, en la medida en que se niega a dar razones. Menos aconsejable
es todavía que toleremos que M. Ribemont-Dessaignes siga adelante con su Empereur
de Chine, serie de odiosas novelitas
policíacas que incluso firma con su nombre, Dessaignes, en las más bajas
publicaciones cinematográficas. Por fin, también me inquieta pensar que quizá
Picabia esté propicio a renunciar a una actitud de provocación y rabia casi
puras, que a veces nos ha resultado difícil conciliar con la nuestra pero
que, al menos en poesía y pintura, siempre nos ha parecido admirablemente
bien fundada. Ahora Picabia dice: Dediquémonos al trabajo y a conseguir el
oficio sublime y aristocrático que jamás ha obstaculizado la inspiración
poética, y que es lo único que permite a una obra permanecer joven al paso de
los siglos... Es necesario prestar atención, unirnos, no dedicarnos a
hacernos mutuamente la zancadilla, y «favorecer, entre los concienzudos, la
eclosión del ideal», etc. Incluso por piedad hacia «Bifur», en donde
estas líneas fueron publicadas, hubiera debido Picabia abstenerse de
escribirlas. ¿Es el Picabia a quien nosotros conocimos el hombre que habla
así?
Una
vez dicho lo anterior, sentimos ahora deseos de hacer justicia a un hombre de
quien hemos estado largos años separados, a hacer justicia a la expresión de
su pensamiento, que siempre nos ha interesado, y que, a juzgar por lo que
todavía podemos leer de él, vive dominado por unas preocupaciones que no nos
son extrañas y que, en las actuales circunstancias, bien cabe pensar que
nuestras desavenencias con él no estaban basadas en las graves causas que
creímos. Sin duda alguna, es muy posible que Tzara, quien, a principios de
1922, época de la liquidación del dadaísmo en cuanto movimiento, había
dejado de estar de acuerdo con nosotros en lo referente a los medios
prácticos de proseguir la actividad común, haya sido víctima de las excesivas
prevenciones que, por este mismo hecho, tuvimos contra él —también él tenía
demasiadas prevenciones contra nosotros—, y que, en ocasión de la
excesivamente famosa representación de Coeur à barbe, bastara para que
nuestra ruptura tomara el cariz ya sabido que Tzara tuviera un gesto
infortunado cuyo sentido nosotros interpretamos erróneamente, según
declaraciones del propio Tzara, de las
que me he enterado hace poco. (Es necesario reconocer que el primer
objetivo de los espectáculos del dadaísmo fue el de producir la mayor
confusión posible, que la intención de los organizadores consistía en elevar
al colmo el equívoco entre el escenario y el patio de butacas. El caso es
que, aquella noche, no todos nos encontrábamos en el mismo bando.) Por mi
parte, estoy plenamente dispuesto a aceptar la versión antes dicha y, en
consecuencia, no veo ninguna razón para no insistir, ante todos los que
intervinieron, en que mejor es olvidar aquellos incidentes. Considero que,
desde el momento en que ocurrieron, la actitud intelectual de Tzara ha sido
siempre honrada, por lo que sería muestra de estrechez de alma no reconocerlo públicamente. Mis amigos y yo
quisiéramos demostrar, mediante este acercamiento a Tzara, que aquello que en
toda circunstancia guía nuestra conducta no es en modo alguno el sectario
deseo de hacer prevalecer a todo precio un punto de vista que ni siquiera a
Tzara pedimos comparta íntegramente, sino antes bien la voluntad de reconocer
los méritos —lo que nosotros consideramos méritos— a quien los tiene. Creemos en la eficacia de
la poesía de Tzara, lo cual equivale a decir que la consideramos como la
única verdaderamente situada, en el ámbito externo al surrealismo. Cuando
digo que es eficaz quiero decir que tiene validez en los más vastos ámbitos y
que, en la actualidad, se encamina hacia la liberación de la Humanidad. Cuando
digo que está situada, pongo de manifiesto que la coloco en oposición
a todas aquellas poesías que podrían ser de ayer o de anteayer; en la
vanguardia de todo lo que Lautréamont no convirtió en algo totalmente
imposible está la poesía de Tzara. Al aparecer hace poco De nos oiseaux
me complace hacer notar que,
afortunadamente, el silencio de la prensa no podrá detener tan pronto como
eso su maléfica difusión.
Sin ánimo de pedir a Tzara que modifique su actitud,
nosotros quisiéramos sencillamente inducirle a dar a su actividad un carácter
más manifiesto que el que ha tenido, forzosamente, en el curso de estos
últimos años. Sabiéndole deseoso de unir, cual en el pasado, sus esfuerzos a
los nuestros, recordémosle que, según propia confesión, escribía «para hallar
hombres, y nada más». En este aspecto, y no debe Tzara olvidarlo, nosotros
éramos igual que él. No queremos creer que, después de habernos encontrado en
este camino, nos hayamos separado.
Busco a mi alrededor alguien
con quien intercambiar un signo de inteligencia, si es que ello no resulta
absolutamente imposible, y a nadie encuentro. ¿Será en este momento oportuno
hacer notar a Daumal, quien en Le
Grand Jeu inicia una interesante
investigación sobre el diablo, que nada podría impedirnos aprobar gran parte
de las declaraciones que firma sólo o en compañía de Lecomte, si no estuviéramos todavía bajo la impresión bastante
desastrosa de su debilidad en ciertas circunstancias dadas? (12)
Por otra parte, es lamentable
que Daumal haya soslayado hasta el
momento concretar su posición personal y, en méritos de la parcial
responsabilidad que le atañe, la de Le Grand Jeu, con respecto al surrealismo. Es difícil comprender que
lo mismo que de repente reporta a Rimbaud la concesión de excesivos honores no
sirva para la pura y simple deificación de Lautréamont.
Sí, estamos de acuerdo, La incesante contemplación de una Evidencia
negra, rostro absoluto es aquello a lo que estamos condenados. Si así es,
¿qué mezquinas finalidades pueden justificar que uno y otro grupo se
enfrenten entre sí? ¿A santo de qué, como no sea en busca de vana distinción,
fingir que nunca se ha oído hablar de Lautréamont?
Pero los grandes anti-soles negros, pozos de verdad en la trama
esencial, en el velo gris del cielo curvo, van y vienen y se aspiran entre
sí, y los hombres les dan el nombre de Ausencias (Daumal, Feux à volonté, Le Grand Jeu, primavera de
1929). Quien así habla, y ha tenido el valor de confesar que ha dejado de ser
dueño de sí mismo, únicamente puede, tal como no ha de tardar en comprender,
renunciar a mantenerse alejado de nosotros.
Alquimia del verbo. Estas palabras que en la actualidad se repiten un poco al azar han de
ser interpretadas al pie de la
letra. Si bien es cierto que el capítulo que encabezamos
en Une Saison en enfer,
no justifica quizá la
ambición en ellas contenida, no es menos cierto
que dicho capítulo puede considerarse con toda autenticidad como la
condensación de la difícil actividad que en nuestros días tan sólo el surrealismo intenta desarrollar. Sería un tanto ingenuo, desde el punto de vista literario,
que pretendiéramos que no debemos tanto como eso a dicho ilustre texto. ¿Acaso el siglo XIV tiene menor grandeza, en cuanto se refiere a la esperanza (y, dejémoslo
claramente sentado, desesperación) humana, debido a que un hombre con el genio de
Flamel recibió de una potencia
misteriosa el manuscrito, ya existente, del libro de Abraham
Judío o debido a que los secretos de Hermes no se habían perdido totalmente? No creo que
sea así, y estimo que las
investigaciones de Flamel, con todo lo que
nos ofrecen de aparentes logros
concretos, en nada desmerecen
por el hecho de haber recibido la ayuda y el
empuje antes dichos. De igual modo, en nuestra época, parece que haya hombres que, por vías sobrenaturales, consigan entrar en posesión de una obra singular, realizada gracias a la colaboración de Rimbaud, de Lautréamont y de algunos
otros, y que una voz les haya dicho,
cual el ángel dijo a Lautréamont: Contempla
bien este libro, no comprenderás
ni una
palabra, ni tú ni muchos otros, pero llegará el día en que, en él, verás algo que nadie podrá ver.
(13) No
está en la mano de aquéllos extasiarse con la contemplación a que acabo de
referirme. Aquí tan sólo pretendo
que se observen las notables analogías que, en cuanto a finalidad, presentan
las investigaciones surrealistas con las investigaciones de los alquimistas;
la piedra filosofal no es más que aquello que ha de permitir que la
imaginación del hombre se vengue aplastantemente de todo, y henos aquí de
nuevo, tras siglos de domesticación del espíritu y de loca resignación,
empeñados en el intento de liberar definitivamente a esa imaginación,
mediante el largo, inmenso y razonado extravío de todos los sentidos, y todo lo demás. Quizá nosotros nos
hallemos todavía en el estadio de decorar modestamente los muros de nuestro
habitáculo con figuras que, inicialmente, nos parecen bellas, imitando una
vez más a Flamel, antes de que encontrara su primer agente, su «materia», su
«horno». Y así vemos que Flamel gustaba de mostrarnos a un Rey con una gran navaja, que ordenaba
a los soldados matar en su presencia a una multitud de niños, cuyas madres
lloraban a los pies de los despiadados gendarmes,
y la sangre de los susodichos niños era recogida después por otros
soldados, quienes la metían en un gran recipiente, al que el Sol y la Luna acudían a bañarse, y
después había un joven con alas en los talones, con una vara caducea en la
mano, con la que golpeaba una lechuga que le cubría la cabeza. Y entonces
venía corriendo y volando con las alas abiertas un hombre muy viejo, el cual tenía un reloj pegado a
la cabeza. ¿No es esto un cuadro surrealista por antonomasia? ¿Y quién
sabe si más adelante, en méritos de convicciones nuevas o no, nos hallaremos
ante la necesidad de servirnos de objetos totalmente nuevos o considerados ya
fuera de uso para siempre jamás? No creo que no nos quede más remedio que
volver a tragar corazones de topo o a escuchar, como si se tratase del latir
del propio corazón, el latido del agua que bebe en una caldera. Mejor dicho,
no lo sé, me limito a esperar. Solamente sé que el hombre no ha llegado aún
al término de sus sufrimientos, y espero el retorno a aquel furor del
que, con razón o sin ella, Agripa distinguía cuatro especies. En el
surrealismo, tan sólo de este furor debemos ocuparnos. Y que se sepa bien que
el surrealismo no consiste tan sólo en una simple reagrupación de las
palabras o en una caprichosa redistribución de
las imágenes visuales, sino en la recreación de un estado que no tiene nada
que envidiar al de la enajenación mental, y los autores modernos que he
citado se han expresado con suficiente claridad a este respecto. Poco nos
importa que Rimbaud creyera oportuno pedir disculpas por lo que él denominó
sus «sofismas»: que tal «hubiese pasado», dicho sea con sus propias palabras,
carece de todo interés para nosotros. Desde nuestro punto de vista, esto tan
sólo representa una cobardía de escaso alcance, y muy común, que en nada
predetermina la suerte que puedan correr ciertas ideas. Actualmente,
se reconoce la belleza; no se puede
perdonar a Rimbaud el haber pretendido hacernos creer que de nuevo había
escapado cuando, en realidad, reingresaba en prisión. Alquimia del
verbo; también en este caso cabe lamentar que la palabra verbo
sea empleada en sentido un tanto
restringido, aunque, por otra parte, Rimbaud parece reconocer que, en esta alquimia, «las veleidades de la poesía» ocupan un lugar demasiado importante. El
verbo es mucho más que eso; para los cabalistas, por ejemplo, es nada menos que
la imagen conforme a la cual el alma ha sido creada; como se sabe, el verbo
ha sido elevado hasta el punto de convertirlo en el primer ejemplar de la
causa de las causas; por ello, el verbo se encuentra tanto en lo que tenemos
como en lo que escribimos como en lo que amamos.
Estoy convencido
de que el surrealismo se encuentra todavía en el período de los preparativos, y me apresuro a añadir que posiblemente este
período durará tanto como yo dure
(tanto como yo en la débil medida en que todavía no estoy en disposición de admitir que un tal Paul Lucas haya coincidido con Flamel en
Brousse a principios del siglo XVII,
que el mismo Flamel, acompañado de su mujer
y su hijo, haya sido visto en la ópera, en 1761, y que hiciera una breve
aparición en París, en el mes de mayo de 1819 —época en la que, según se
dice, alquiló una tienda en el número 22 de la calle de Cléry, en París). Lo
cierto es que, hablando en términos muy generales, los preparativos a que me
he referido son de carácter «artístico». Preveo que llegará el momento
en que terminarán y, entonces, las ideas
trastornadoras que el surrealismo lleva en sí aparecerán, acompañando su
aparición un estruendo de inmenso desgarramiento, y comenzarán a
desarrollarse libremente. Todo dependerá de la moderna disposición de ciertas
voluntades por venir, de las que cabe esperarlo todo; al imponer su fuerza en
el mismo sentido que las nuestras, serán más implacables que éstas. De todos
modos, nosotros quedaremos satisfechos de haber contribuido a haber dejado
claramente establecida la inanidad escandalosa del pensamiento todavía
existente en el momento de nuestra aparición, y de haber sostenido —solamente
sostenido— que era necesario que lo pensado sucumbiera al fin al empuje de lo pensable.
Cabe
preguntarse a quién pretendía Rimbaud desanimar al amenazar con el embrutecimiento
y la locura a cuantos pretendieran seguir sus pasos. Lautréamont comienza
dando el siguiente aviso al lector: a menos que no lea con una
lógica rigurosa y una tensión mental que iguale o supere a su desconfianza,
las mortales emanaciones de este libro —«Cantos de Maldoror»— penetrarán su alma cual el agua
penetra el azúcar. Pero tiene buen
cuidado de añadir que únicamente unos pocos podrán saborear
sin peligro este amargo fruto. Este
problema de la maldición, que hasta hace poco tan sólo se prestaba a comentarios irónicos o superficiales, tiene ahora más actualidad que en cualquier otro instante.
El surrealismo únicamente saldrá perjudicado si pretende alejar de sí esta maldición. Es de suma
importancia reiterar y mantener, en nuestro caso, el «Maranatha» que los alquimistas ponían a modo de prevención en la portada de sus
obras, a fin de alejar de ellas a los profanos. Y me parece de la mayor urgencia hacer comprender esto a
algunos de nuestros amigos que parecen estar excesivamente interesados en la
venta y difusión de sus cuadros, por ejemplo. No hace mucho, Nougé escribió:
mucho me gustaría que aquellos de entre nosotros cuyo nombre
comienza a destacar un poco, lo ocultaran.
Sin saber exactamente en quién pensaba
Nougé, considero que no es ningún exceso pedir a todos, a unos y a otros, que
dejen de actuar y exhibirse con tanta satisfacción en escenarios de tres al
cuarto. Debemos ante todo huir de la aprobación del público. Si queremos evitar la
confusión, es indispensable impedir que el público entre. Y añado que es necesario mantenerle, mediante un
sistema de provocación y reto, exasperado ante la puerta.
EXIJO LA OCULTACION PROFUNDA Y VERDADERA
DEL SURREALISMO (14)
En esta materia, proclamo el derecho a la severidad
absoluta. No hagamos
concesiones ni perdonemos a la gente. Conservemos en la mano
nuestra terrible mercancía.
¡Abajo quienes den el
pan maldito a los pájaros!
En el
«Tercer Libro de la Magia»
leemos: Todo aquel que, deseoso de alcanzar el supremo dominio
del alma, emprende el camino hacia los Oráculos con ánimo de interrogarles,
deberá, si es que quiere llegar a su destino, desnudar su espíritu de todo lo
vulgar, purificarlo de toda enfermedad, de toda debilidad, malicia o
parecidos defectos, así como de toda condición contraria a razón que lo
consume como la herrumbre consume al hierro. Y el «Cuarto Libro» precisa enérgicamente que la esperada revelación también exige que el sujeto se mantenga en un lugar
puro y claro, con blancas colgaduras por doquier, y que tan sólo en la medida de la dignificación
a que haya llegado se atreva a
arrostrar los malos Espíritus, cual arrostra los buenos... Insiste en el
hecho de que el libro de los
malos Espíritus está hecho con un papel muy puro al que jamás se ha dado otro uso, que comúnmente se denomina pergamino virgen.
Que
nosotros sepamos, los magos nunca olvidaron conservar en estado de cegadora
limpieza sus ropas y su alma, y me es difícil imaginar que, esperando lo que
esperamos de ciertas prácticas de alquimia mental, estemos nosotros
dispuestos a mostrarnos, en el punto antes dicho, menos exigentes que los
magos. Esto es lo que más ásperamente se nos reprocha y lo que, menos que
cualquier otra cosa, está dispuesto a perdonarnos M. Bataille, quien actualmente dirige, en la revista
«Documents» una encantadora campaña contra lo que él denomina la sórdida sed de todas las integraciones. M. Bataille solamente me
interesa en cuanto se muestra orgulloso de oponer a la dura disciplina
espiritual a la que nosotros consideramos conveniente someterlo todo —y no
nos molesta que se atribuya a Hegel la responsabilidad de tal actitud—otra
disciplina que ni siquiera llega a parecer más laxa, ya que tiende a ser la
disciplina no-espiritual (y ahí es donde Hegel reaparece). M. Bataille
asegura que de todo cuanto hay en el mundo
tan sólo quiere prestar atención a lo más vil, a lo más desesperanzador, a lo
más corrompido, e invita al hombre, para evitar que llegue a ser útil a cualquier finalidad
determinada «a correr absurdamente con él —súbitamente oscurecida la mirada,
y con los ojos preñados de inconfesables lágrimas— en dirección a
provincianas mansiones encantadas, más repugnantes que las moscas, más
viciosas y más rancias que los salones de peluquería». He hecho constar aquí dichos propósitos debido a
que, a mi parecer, no solamente animan a M. Bataille, sino también a aquellos ex surrealistas que han
querido liberarse de toda atadura, a fin de aventurarse un poco en todos los
ámbitos. Quizá M. Bataille sea capaz
de reagruparlos, lo cual, si lo lograse, sería, para mí, muy interesante.
Dispuestos a tomar la salida en la carrera que, como hemos visto, organiza M.
Bataille, están los señores Desnos,
Leiris, Limbour, Masson y Vitrac. Uno no Llega a explicarse cómo es que M.
Ribemont-Dessaignes, por ejemplo, no se encuentre todavía entre los
anteriores. Creo que es extremadamente significativo ver que de nuevo se
reúnen todos aquellos a quienes una tara u otra apartó de su primera
actividad definida, ya que parece muy probable que tan sólo tengan en común
su resentimiento. Por otra parte, me divierte pensar que no se pueda salir
del surrealismo sin ir a caer en M. Bataille, por cuanto esto demuestra que
la rebelión ante el rigor tan sólo se traduce en una nueva sumisión al rigor.
Como es
evidente, M. Bataille nos permite,
con su actitud, asistir a un ofensivo retorno del antiguo materialismo
antidialéctico que intenta, en esta ocasión, abrirse camino gratuitamente
merced a Freud. M. Bataille dice: Materialismo, interpretación directa, excluyendo todo
idealismo, de los fenómenos primarios, materialismo que, a fin de que no
quepa considerarlo como idealismo caduco, deberá fundarse de modo inmediato
en los fenómenos económicos y sociales. Como
sea que no habla de materialismo histórico (por otra parte, ¿cómo podría hablar de él?), no
nos queda más remedio que observar que, desde el punto de vista filosófico,
la expresión es vaga, y que, desde el punto de vista poético, la novedad es
nula.
Lo que ya
no resulta tan vago es el uso que M. Bataille estima oportuno dar a un reducido número de ideas
que se le han ocurrido y que, habida cuenta de su naturaleza, plantean el
problema de determinar si tienen su origen en la medicina o en el exorcismo,
debido a que, en lo que se refiere a la aparición de la mosca en la
nariz del orador (Georges Bataille,
Figure Humaine, «Documents», n.° 4), argumento supremo contra el «yo»,
conocíamos ya la estúpida antífona de Pascal; hace mucho tiempo que
Lautréamont clarificó este punto: El espíritu del más grande de los
hombres (subrayemos tres veces las
palabras el más grande de los hombres) no es tan influenciable que esté sujeto a quedar
perturbado por el menor ruido de la vida a su alrededor. No es necesario el
silencio del cañón a fin de impedir el pensamiento. No es necesario el ruido
de una veleta, de una polea. Ahora la mosca no puede razonar debidamente. Un
hombre zumba en sus oídos. El hombre
que piensa puede situarse tanto en la cumbre de una montaña como en la nariz
de una mosca. Y si hablamos tan extensamente de Ias moscas ello se debe a que
a M. Bataille le gustan. A nosotros,
no. A nosotros nos gusta la caperuza, la caperuza de los antiguos evocadores,
la caperuza de lino puro en cuya parte frontal había una lámina de oro, y
sobre la que las moscas no se posaban debido a que todos habían hecho
abluciones para evitar su presencia. Lo malo de M. Bataille es que razona; sí, M. Bataille razona como alguien que tuviera una
mosca en la nariz, lo cual antes le
asemeja a los muertos que a los vivos, pero razona. Con la ayuda del pequeño mecanismo que lleva
dentro de la cabeza y que todavía no está totalmente desbarajustado, M. Bataille
pretende que los demás compartan sus
obsesiones, y, precisamente por esto, no puede hacernos creer, diga lo que
diga, que se opone como un
bruto a todo sistema. En M. Bataille
se da la paradoja, lo cual, desde su punto
de vista, no deja de ser molesto, de que su fobia hacia las ideas toma una forma ideológica desde el mismo instante
en que pretende comunicarla al prójimo. A eso los médicos lo llamarían estado
de déficit consciente, con forma generalizadora. M. Bataille no duda en afirmar que el horror no
comporta satisfacción patológica alguna, y cumple únicamente la función del
estiércol en el crecimiento de los vegetales, estiércol de olor sofocante,
sin duda, pero saludable para la planta. Bajo su apariencia infinitamente trivial, esta idea, en sí misma, es
deshonesta o patológica. (Haría falta demostrar que Lubie, Berkeley,
Hegel, Rabbe, Baudelaire, Rimbaud,
Marx y Lenin vivieron como auténticos cerdos.) Es de advertir que M. Bataille
hace un uso delirante de los adjetivos
manchado, senil, rancio, sórdido, salaz, decrépito, y que éstos, lejos de
servirle para describir algo insoportable, le sirven para expresar su
delectación con el mayor lirismo. Cuando Ia escoba innombrable de la que habla Jarry cae en el plato de M. Bataille,
éste se declara encantado. (15)
M. Bataille, que durante las
horas de trabajo maneja con prudentes manos de bibliotecario (como se sabe, ejerce esta profesión en la Biblioteca Nacional)
viejos, y a veces bellos, manuscritos, al llegar la noche se harta con las
inmundicias que le gustaría contuvieran aquéllos, y para demostrar la
veracidad de lo dicho bastará con que nos refiramos a aquel Apocalipsis de
San Severo, al que dedicó un artículo en el número 2 de «Documents»,
artículo que es un perfecto ejemplo de falso testimonio. Quien desee
comprobarlo sólo tiene que contemplar, por ejemplo, el grabado del Diluvio reproducido en dicho número, y
pensar si objetivamente cabe decir que un aura de juventud y sorpresa
rodea a la cabra que aparece en la parte inferior de la página y al cuervo
que hunde el pico en la vianda (aquí M. Bataille se exalta) de una
cabeza humana. Dar apariencia humana a elementos arquitectónicos, cual M.
Bataille hace constantemente a lo largo de este estudio, así como en otras
obras suyas es únicamente, y una vez más, un clásico síntoma de psicoastenia.
En verdad, lo único que le ocurre a M. Bataille es que está muy cansado, y
cuando se entrega a la tarea de constatar, lo cual para él resulta
conmovedor, que el interior de una rosa no es, ni mucho menos, armónico
con su belleza externa, ya que si arrancamos todos los pétalos de la corola
no queda más que un sórdido pelluzgón, tan sólo consigue hacerme
sonreír, al traerme a la memoria aquel cuento de Alphonse Allais en el que un sultán ha agotado tan
totalmente todos los motivos de diversión que su gran visir, desesperado al
ver a su amo a punto de morir de aburrimiento, ordenó a una muchacha muy
bella que bailara ante el sultán, cubierta, al principio, con varios velos.
Era la bailarina tan bella que el sultán expresó el deseo de que cada vez que
se detuviera en su danza la despojaran de uno de sus velos. Cuando quedó
desnuda, el sultán hizo ademán de que la desnudaran más aún. Y, a toda prisa,
la desollaron viva. No es menos cierto que la rosa, privada de sus pétalos,
sigue siendo la misma rosa, y, por otra parte, en la historia precedente la
bayadera siguió bailando.
Si, pese a lo dicho, se arguye
«el gesto anonadante del marqués de Sade, quien, mientras estaba recluido en
la casa de locos, se hacía traer las más bellas rosas para arrancarles los
pétalos y arrojarlos a la inmundicia de la letrina», contestaré que, a fin de
que este acto de protesta pierda su extraordinario alcance, bastará que lo
lleve a cabo, no un hombre que ha pasado veintisiete años de su vida en la
cárcel a causa de sus ideas, sino un hombre con «asiento» en una
biblioteca. En realidad, todo induce a creer que Sade, cuya voluntad de
liberación moral y social, contrariamente a lo que ocurre en el caso de M.
Bataille, está fuera de toda duda, a fin de obligar al espíritu humano a
romper sus cadenas quiso atacar a un ídolo
poético, a ese valor convenido que, nos guste o no, convierte a
una flor, en la medida en que cada cual puede atribuírselo, en brillante
portadora de los sentimientos más nobles o más viles. Además, es conveniente
reservarnos la calificación de dicha historia ya que, no sólo quizá sea pura
leyenda, sino que también en nada puede menoscabar la perfecta integridad del
pensamiento y la vida de Sade, y su heroico deseo de crear un orden que no
dependiera, por así decirlo, de todo lo ocurrido con anterioridad a
sus tiempos.
Ahora, el surrealismo está
dispuesto, más que en cualquier otro instante, a no renunciar a dicha
integridad, está dispuesto a no declararse satisfecho con aquello que le
entregan unos y otros, entre dos pequeñas traiciones que consideran
justificadas con el oscuro y odioso pretexto de que es necesario vivir. No
tenemos ningún destino que dar a estas limosnas de «talento». Creemos que lo
que exigimos es de tal naturaleza que comporta un consentimiento y una
negación total, algo que no consiste en palabras, ni en alimentarse de
esperanzas vanas. ¿Queréis, sí o no, arriesgarlo todo para alcanzar la única
alegría de percibir a lo lejos, en el fondo del crisol a cuyo interior
estamos dispuestos a arrojar nuestras escasas comodidades, cuanta buena
reputación nos quede, así como nuestras dudas, junto con la hermosa pedrería
«sensible», la idea radical de impotencia, y la insignificancia de nuestros
pretendidos deberes, percibir allí la luz que dejará de ser vacilante?
Afirmamos
que la operación surrealista solamente podrá llevarse a buen término si se
efectúa en unas condiciones de asepsia moral de las que todavía hay muy pocos
hombres que quieran oír hablar. Sin la concurrencia de estas condiciones es
imposible detener el desarrollo de este cáncer del espíritu que radica en el
hecho de pensar, con harto dolor, que ciertas cosas «son», en tanto que
otras, que muy bien podrían ser, «no son». Hemos concluido que unas y otras
deben confundirse o, concretamente, interceptarse, en el último límite. No se
trata de contentarnos con esta afirmación, ya que, contrariamente, se trata
de no poder sino tender desesperadamente a este último
límite.
El hombre, que sin razón queda
intimidado ante el espectáculo de ciertos monstruosos fracasos históricos,
goza aún de libertad para creer en su libertad. El hombre es dueño de
sí mismo, no obstante el paso de viejos nubarrones y el embate de fuerzas
ciegas. ¿Acaso no tiene el hombre el sentido de la breve belleza oculta y de
la accesible y duradera belleza ocultable? El poeta dijo haber encontrado la
llave del amor, pero el hombre también la tiene. Que la busque
porque ahí está. Tan sólo de él depende
elevarse más allá del
pasajero sentimiento de vivir
peligrosamente y de morir. Que se sirva, despreciando todas las
prohibiciones, de la vengadora arma de la idea, contra la
bestialidad de todos los seres y todas las cosas, y que, un día, vencido —pero
solamente vencido si el mundo
es mundo— reciba la descarga de los
tristes fusiles como si de un fuego de salvación se tratara.
NOTAS
(1) Me
consta que estas dos últimas frases colmarán de satisfacción a unos cuantos
chupatintas que hace ya tiempo intentan pillarme en contradicción. ¿Así es
que digo que «el acto surrealista más puro»...? ¿Entonces...? Y mientras
unos, con excesivo interés, aprovechan la ocasión para preguntarme «a qué
espero», otros aullando me acusan de anarquía y pretenden hacer creer que me
han sorprendido en flagrante delito de indisciplina revolucionaria. Nada más
fácil que rebatir las débiles conclusiones de esa gente. Sí, es cierto,
quiero saber si un ser está dotado de violencia antes de preguntarme si, en
este ser, la violencia tiene sentido o no lo tiene. Creo en el valor
absoluto de todo aquello que se hace,
espontáneamente o no, encaminado hacia el fin de Ia inaceptación, y no serán las
razones de eficacia general, razones que inspiraron la larga paciencia prerrevolucionaria, y ante las que me inclino, las que me impedirán oír el grito que puede arrancarnos en
cualquier instante la horrible desproporción entre lo que se ha ganado y lo que se ha perdido, entre lo que se ha gozado y lo que se ha sufrido. Evidentemente,
no tengo la menor intención de recomendar preferentemente la ejecución de este acto, que he calificado como el más puro, por el hecho de que sea el más puro, y
atacarme por estas palabras equivale a lo mismo que preguntar, como hacen los burgueses, a todo inconformista por qué no se suicida y a
todo revolucionario por qué no se va a vivir a la Unión Soviética. ¡Que lo hagan
otros! La prisa que algunos tienen de verme desaparecer y la natural afición que tengo a la agitación
bastan para disuadirme de dejar libre, tan gratuitamente, el «escenario».
(2) Al publicarse por vez primera Marie Roget, se creyó que no
había necesidad alguna de poner notas al pie de las páginas. Sin embargo, han
pasado muchos años desde que ocurrió el drama en que se basa el relato y
ahora nos ha parecido aconsejable incorporar aquellas notas, así como unas
breves explicaciones de carácter general. En los alrededores de Nueva York
fue asesinada una muchacha llamada Mary Cecilia Rogers; aun cuando su muerte despertó intenso y persistente interés, el
misterio que la rodeó no había sido aún disipado en la época en que este
relato fue escrito y publicado (noviembre de 1842). En éste, so pretexto de relatar el
destino de una humilde muchacha parisina, el autor ha reflejado
minuciosamente los hechos esenciales, así como los no esenciales, aunque si,
simplemente, paralelos del asesinato real de Mary Rogers. De este modo resulta que
todo argumento fundado en el relato literario es de aplicación a la realidad; y la
finalidad de aquél es la búsqueda de la verdad.
El misterio de Marie Roget fue escrito lejos del teatro del crimen, y sin
otros medios de investigación que las noticias de los periódicos que el autor pudo procurarse. Por ello se vio
privado de muchos datos útiles que hubiera podido obtener en el caso
de haberse encontrado en el país y
haber inspeccionado los diversos lugares en que ocurrieron los hechos. Sin
embargo, no será ocioso recordar que las declaraciones de dos personas (una
de las cuales es la Madame Deluc
del relato), efectuadas en distintas
épocas y mucho después de la publicación de esta obra, confirmaron plenamente
no sólo la conclusión general, sino también todos los principales detalles
hipotéticos en que aquella conclusión se basó. (Nota de
introducción al Misterio de Marie
Roget.)
(3) ¿Incluso?,
habrá quien pregunte. Efectivamente, a nosotros corresponde, sin que por ello
quede despuntada la lanza de curiosidad específicamente intelectual con la
que el surrealismo ataca en su propio terreno a los especialistas de la
poesía, del arte y de la psicología, que permanecen en el interior de sus
mansiones cerradas a cal y canto, a nosotros corresponde, decía, acercarnos,
cuan lentamente sea necesario, y sin violencias, a la mentalidad obrera que,
par definición, es poco propicia a seguirnos en una serie de aventuras que no
siempre hacen referencia a la consideración revolucionaria de la lucha de
clases. Somos los primeros en deplorar que el único sector interesante de la
sociedad sea sistemáticamente mantenido
alejado de aquel otro sector que se encuentra a la cabeza del resto de la
sociedad y que aquel primer sector solamente pueda dedicar su tiempo a las
ideas que deben servir directamente al logro de su emancipación, lo cual le
induce a mirar con un primer impulso de desconfianza cuantas tareas se
emprenden, de buena o de mala gana, en el ámbito externo a dicho sector, por
el solo hecho de que el problema social no sea, en absoluto, el único que se
plantea. No debemos, pues, sorprendernos de que el surrealismo procure no
caer en la tentación de apartar, por poco que sea, de sus propias
reflexiones, cuya eficacia tanta admiración nos causa, a la juventud que trabaja, en tanto que la otra juventud, más o menos cínica, se dedica a
contemplar cómo la primera trabaja. Por otra parte, ¿acaso cabe sorprenderse
de que el surrealismo intente detener, como medida inicial, en el umbral de
la definitiva aceptación, a un reducido número de individuos únicamente
impulsados por los escrúpulos de conciencia, pero que nada puede inducirnos a
no creer —y sus magníficos antecedentes tampoco constituyen prueba
concluyente— que, al fin y a la postre, también ellos preferirán el lujo a la
miseria? Nuestra intención es seguir ofreciendo a éstos un conjunto de ideas
que nosotros consideramos revolucionarias y evitar, al mismo tiempo, que la
comunicación de estas ideas deje de ser un medio para convertirse en un fin,
ya que el fin debe ser la total destrucción de las pretensiones de una casta
a la que nosotros pertenecemos, a nuestro pesar, y que nosotros podremos
llegar a abolir, en el ámbito externo a nosotros, una vez las hayamos abolido
en nuestro interior.
(4) Su frase
histórica, pronunciada en el seno del surrealismo, es: «¡Al cuerno con la
revolución!» Sí, claro...
(5) Estas
palabras fueron proféticas. Desde que las anteriores Iíneas vieron por vez
primera la luz pública en «Revolution Surréaliste», he podido gozar de tal
concierto de imprecaciones contra mí desencadenadas que si de algo tengo que
excusarme ello es de haber tardado demasiado en dar lugar a este pandemónium.
Si alguna acusación hay que debo reconocer merezco
desde hace ya mucho tiempo, ésta es la de
mi excesiva indulgencia. Además
de mis verdaderos amigos, ha habido mentalidades clarividentes que no han dudado en formular dicha acusación. Cierto es que, a menudo, he sido propicio a actuar con gran tolerancia
ante Ios pretextos personales alegados en excusa de
determinadas actividades particulares y, más todavía, ante los pretextos
personales en justificación de una inactividad
general. Siempre y cuando unas
cuantas ideas consideradas comunes
a todos nosotros no hayan sido
puestas en tela de juicio, he
pasado por alto —y éste es el verbo
más ajustado: pasar— a uno sus
extravagancias, al otro sus manías,
al de más allá su casi total carencia de recursos. Sí, procurad corregirme este defecto.
No me ha
molestado en absoluto haber dado, yo solito, a los doce firmantes del Cadáver (éste es el título que, con excesivas
pretensiones, han dado al panfleto a mí dedicado) la ocasión de ejercer una verborrea que algunos de ellos habían dejado de tener, en tanto que otros nunca la tuvieron, verdaderamente ensordecedora. He podido constatar que el tema que en esta ocasión han elegido ha tenido la virtud, por lo menos, de provocarles una exaltación que, hasta el presente momento, estaba lejos de haber logrado hacer nacer y, al parecer, los más moribundos de
ellos han necesitado, a fin de reanimarse un poco, imaginar que estaba yo
en trance de expirar. Sin embargo, debo manifestar que, pese a sus buenas intenciones, gozo de excelente salud; con placer he podido advertir que el profundo conocimiento que de mí tienen algunos de ellos, por haberme tratado asiduamente durante años, de nada les ha servido para
aclarar sus dudas con respecto a qué tipo de insulto «mortal» podían dirigirme, y tan sólo les ha sugerido injurias estériles, del tono de las que reproduzco, a título de curiosidad, al término de
este manifiesto. A juzgar por lo que dicen estos señores, haber comprado unos cuantos
cuadros y no haber quedado esclavizado por ellos —lo cual consideran un crimen— es lo
único de lo que, con toda certeza, soy culpable... Y también de haber escrito
este manifiesto, claro.
El hecho de
que, por propia iniciativa, los periódicos, más o menos desfavorables a mí,
hayan reconocido que en este caso poco hay que reprocharme desde el punto de
vista moral, me dispensa de entrar en detalles todavía más ociosos, y me da
la medida del mal que se me puede hacer, con tal precisión que me impide
pretender, una vez más, convencer a mis enemigos del bien que me pueden hacer
al empeñarse en hacerme mal.
M. A. R. me
escribió, diciéndome: «Acabo de leer El cadáver, difícilmente hubieran
podido sus amigos rendirle un homenaje más hermoso.
»Su generosidad y su solidaridad son conmovedoras: doce
contra uno.
»Aunque
usted no me conoce, debo decirle que no contemplo con indiferencia su obra.
Por ello le ruego me permita darle testimonio de mi estimación y enviarle un
saludo.
»Cuando
quiera, si es que quiere, provocar un multitudinario testimonio de adhesión,
advertirá que éste toma proporciones inmensas y podrá conocer la existencia
de muchos seres que le siguen, entre los cuales abundan los que son distintos
a usted, pero que, cual usted, son generosos y sinceros, y se encuentran en
la misma soledad. En cuanto a mí hace referencia, debo decirle que su
actuación y su pensamiento me han interesado grandemente en el curso de estos
últimos años.»
En realidad, espero no mi día, sino nuestro día,
el día de todos nosotros, de todos aquellos que tarde o temprano nos
reconoceremos los unos a los otros en virtud del signo de no ir por ahí con
los brazos colgando, tal como hacen los demás. ¿Habéis observado que incluso
los más impacientes van así? Mi pensamiento no está en venta. Cuento treinta
y cuatro años, y creo que mi pensamiento puede, más que en cualquier otro
momento, azotar, como una carcajada, a aquellos que carecen de pensamiento,
así como a los que habiéndolo tenido se lo han vendido.
Estoy
orgulloso de que se me considere un fanático. Quienes deploren la adopción,
en el terreno intelectual, de costumbres tan bárbaras como Ias que existe
tendencia a imponer, y pretendan invocar la infecta cortesía, estarán
obligados a reconocer que soy el último hombre capaz de contentarme con
abandonar la lucha tras haber recibido unas cuantas decorativas heridas en el
rostro. La gran nostalgia de los profesores de historia de la literatura de
nada servirá a los efectos de hacerme deponer mi actitud. Se han podido
escuchar muy graves exhortaciones en los últimos cien años. Estamos lejos de
la dulce y encantadora «batalla» de Hernani.
(6) Desde no hace mucho, la cita tergiversada es uno de los medios que más frecuentemente se emplea para atacarme Como ejemplo, véase el modo en que «Monde» ha creído poder sacar partido de la
anterior frase: «So pretexto de contemplar desde el mismo punto de vista que los
revolucionarios los problemas del amor,
el sueño, la locura, el arte y la
religión, el señor Breton tiene la
audacia de escribir...» Cierto es que, cual se puede leer en el número siguiente de dicho
folleto, «La
Révolution Surréaliste nos ataca en su último
número. Como se sabe, la insensatez de esa gente carece de límite.»
(Sobre todo, después de
no haber aceptado, sin siquiera
tomarnos la molestia de contestar, vuestra oferta
de colaborar en «Monde», ¿no es eso? Claro, es natural.) De
modo parecido, un colaborador de El cadáver me reconviene agriamente so pretexto de haber yo escrito:
«Juro que jamás vestiré el uniforme francés.» Lo siento,
pero no fui yo.
(7) Por
molesta que sea esta constatación, al menos desde cierto punto de vista,
considero que el surrealismo, esa estrecha pasarela sobre el abismo, no debe
estar bordeado de barandillas. Consideramos que debemos confiar en la
sinceridad de aquellos a quienes, un día, su ángel o su demonio induce a unirse a nosotros. En este momento sería demasiado
exigirles que se comprometieran a aliarse definitivamente con nosotros, ya que esto equivaldría a prejuzgar inhumanamente la
imposibilidad del ulterior desarrollo, en ellos, de cualquier vulgar afición. ¿Cómo es posible contrastar la solidez del
pensamiento de un hombre de veinte años, que
ni siquiera imagina la posibilidad de avalarse con otra cosa que no sea la
calidad puramente artística de las pocas páginas que ofrece a nuestra
consideración y que manifiesta hacia la coacción un horror demostrativo de
que ha sido víctima de ella, pero no de que sea incapaz de hacerla padecer a
otros? Sin embargo, de ese hombre tan joven, del impulso que le mueve,
depende la infinita vivificación de una idea sin edad. Pero cuantos riesgos... Apenas tiene
uno tiempo de pensar un poco y ya llega otro hombre de veinte años.
Intelectualmente, la verdadera belleza no se distingue, a priori, de la
belleza del diablo.
(8) Con referencia a Panaït Istrati y el asunto Roussakov,
véase la N. R. F., 1 de octubre de 1929, y «La
Vérité», 11 de octubre
de 1929.
(9) Freud
dice: Cuanto más se profundiza en la patogenia
de las enfermedades nerviosas, más claramente se perciben las
relaciones que las unen a otros fenómenos de la vida psíquica de los hombres,
incluso a aquellos a los que mayor valor atribuimos. Y entonces advertimos
que la realidad, pese a nuestras pretensiones, muy poco nos satisface;
entonces, bajo la fuerza de nuestras represiones interiores, iniciamos, en
nuestro interior, una vida fantástica que, al complacer nuestros deseos,
compensa las deficiencias de la existencia verdadera. El hombre enérgico que
triunfa («que triunfa», dejo a Freud la
entera responsabilidad de esta expresión) es aquel que consigue transformar en realidades las fantasías del deseo.
Cuando esta transmutación no se logra por culpa de las circunstancias
externas o de la debilidad del individuo, éste se aparta de la realidad,
retirándose al más dichoso universo de los sueños; en los casos de
enfermedad, transforma el contenido de sus sueños en síntomas. Cuando
concurren ciertas favorables condiciones,
el sujeto puede descubrir otro medio de pasar de sus fantasías a la realidad,
en vez de apartarse definitivamente de
ésta, en virtud de una regresión al mundo de la infancia; y ello es así por
cuanto creo que si el sujeto posee el don del arte,
tan misterioso desde el punto de
vista psicológico, puede transformar sus sueños en creaciones
artísticas, en vez de transformarlos en síntomas. De esta manera escapa al
destino de la neurosis y, mediante dicho rodeo, entra en relación con la
realidad.
(10) Si me creo
en el deber de insistir tanto en declarar
el valor de estas dos operaciones,
ello no se debe a
que considere que constituyen en sí mismas, únicamente, la panacea
intelectual tan esperada, sino que, para un observador avezado, se prestan
menos que cualesquiera otras a la confusión y al error, y a que todavía son
lo más idóneo que se ha podido descubrir en orden a dar al hombre una justa
idea de sus recursos. No hay que decir que las circunstancias en que se
desarrolla la vida, actualmente, obstaculizan la práctica ininterrumpida de
un ejercicio del pensamiento, aparentemente tan gratuito como éste. Quienes
se hayan entregado a él sin reservas, por bajo que algunos hayan caído
después, no habrán en vano sido proyectados en plena maravilla interior. Después de haber
gozado de tal maravilla, la readopción de cualquier actividad premeditada del
espíritu, por mucho que complazca a la mayoría de sus contemporáneos, únicamente ofrecerá ante su
vista un triste espectáculo.
Estos
medios directísimos, que están al alcance de todos, y que insistimos en
propugnar siempre que se pretenda no ya producir obras de arte, sino iluminar
la parte no revelada, y, sin embargo, revelable de nuestro ser en la que brilla de manera intensa
toda la belleza, todo el amor, toda la virtud de que somos capaces, estos
medios inmediatos, decía, no son los únicos. En especial, parece que actualmente
cabe esperar mucho de ciertos procedimientos de falsa impresión pura que,
aplicados al arte y a Ia vida, pueden producir el efecto de fijar la
atención, no ya en lo real o en lo imaginario, sino en el reverso de lo real, y valga la expresión. Bello nos parece imaginar
novelas sin posible final, al igual que estos problemas que no tienen
solución posible; imaginar otras novelas en las que los personajes, bien
definidos merced a unas particularidades mínimas, se comportarán de manera
perfectamente previsible en vistas a un resultado imprevisible; a la inversa,
otras en que la psicología renunciará a atosigarnos, a expensas de los seres
y los acontecimientos, con el cumplimiento de sus inútiles deberes, a fin de penetrar verdaderamente, durante una fracción de segundo, en una imperceptible
grieta, y en su interior, sorprender a los gérmenes de los incidentes; otras
en Ias que la verosimilitud del escenario dejará, por vez primera, de
ocultarnos la extraña vida simbólica que los objetos, incluso los más definidos
y usuales, únicamente tienen en los sueños; e incluso aquellas otras en que
la construcción será simplicísima, pero en las que una escena de rapto será
descrita con palabras fatigadas, o una tormenta relatada con precisión, pero en alegre,
etc., etc. Todos aquellos que
estimen llegado el momento de terminar de una vez con las insensateces del
«realismo» no tendrán dificultad alguna en multiplicar los ejemplos cual los
anteriores.
(11) Ver Corps et biens, N. R. F., 1930, últimas
páginas.
(12) Ver A
suivre («Variétés», junio 1929).
(13) Hacía
ya tres semanas que había escrito este párrafo del Segundo Manifiesto del Surrealismo, cuando tuve conocimiento del artículo de Desnos titulado El misterio de Abraham Judío, que había visto la luz, dos días antes, en el número 5 de
«Documents». El día 13 de
noviembre había yo escrito: No cabe la menor duda de que Desnos
y yo, aproximadamente en la misma
época, nos sumimos en una misma preocupación, sin que por ello dejáramos de
actuar con total independencia
exterior, el uno con respecto al otro. Vale la pena dejar sentado que ninguno de los dos pudo ser advertido,
con mayor o menor oportunidad, de las intenciones del otro, y creo hallarme
en situación de poder afirmar que el nombre de Abraham Judío jamás fue
pronunciado entre nosotros. Dos de cada tres dibujos que ilustran el texto de
Desnos (a quien me veo en el caso de censurar por su
vulgar interpretación de los mismos; y, por otra parte, debo hacer constar
que estos dibujos datan del siglo XVII) coinciden precisamente con aquellos
cuya descripción por Flamel hago constar más adelante. No es ésta la primera
vez que a Desnos y a mí nos ocurre algo parecido. (Ver «Entrée des médiums» y «Les mots sans rides», en Les Pas perdus, N. R. F., editorial.) A nada he concedido jamás tanto valor como a la producción de fenómenos
medianímicos de esta naturaleza que incluso sobreviven a los vínculos de
afecto. A este respecto no estoy dispuesto a cambiar de opinión, tal como
creo haberlo dado a entender con suficiente claridad en «Nadia».
Gracias a
lo escrito por M. G: H. Rivière en «Documents» me he enterado después de que Desnos oyó hablar por
primera vez en su vida de Abraham Judío cuando le pidieron que escribiera acerca de este
personaje. Esta declaración que me obliga prácticamente a abandonar, vistas
las circunstancias, la hipótesis de una directa transmisión del pensamiento,
no basta, a mi parecer, para desvirtuar el sentido general de mi observación.
(14) Pero
ya imagino que se me preguntará de qué modo se puede efectuar esta
ocultación. Independientemente de los esfuerzos encaminados a aniquilar esta
parasitaria y tan «francesa» tendencia a que el surrealismo también se
convierta en canciones, considero que sería
del mayor interés que propugnáramos el conocimiento profundo de
esas ciencias, tan despreciadas en nuestros días por mucha gente, que son la astrología, entre
las antiguas, y la metafísica (especialmente en cuanto concierne a la
criptestesia), entre las modernas. Tan sólo se trata de penetrar en estas
ciencias con la mínima desconfianza posible, y para ello basta, tanto en la
una como en la otra, con tener una idea exacta y positiva del cálculo de probabilidades. Únicamente es preciso que en ningún caso
encarguemos a otra persona la tarea de efectuar este cálculo, ya que debemos hacerlo
nosotros mismos. Una vez sentado lo anterior, creo que no puede sernos
indiferente saber si, por ejemplo, ciertas personas pueden reproducir un
dibujo encerrado en un sobre opaco, sin que en el acto esté presente el autor
del dibujo, ni persona alguna que haya sido informada del contenido del
sobre. Mediante diversas experiencias, concebidas bajo la fórmula de «juegos
de sociedad», cuyo carácter sedante, cuando no recreativo, en nada disminuye
el alcance del experimento, tales como la creación de textos surrealistas,
obtenidos simultáneamente por varias personas dedicadas a escribir, en la
misma estancia, de tal a tal hora, y colaboraciones que deben conducir a la
formación de una frase o de un dibujo, en las que cada colaborador ha
contribuido con un solo elemento (sujeto, verbo o predicado— cabeza, vientre
o piernas) (a este respecto véase El cadáver exquisito, «Révolution Surréaliste», núms. 9-10, (Variétés», junio 1929), tales como previsión de los acontecimientos que la realización de tal o cual circunstancia insospechada puede determinar (Juegos surrealistas, (Variétés», junio 1929),
etc., creemos haber dado lugar a que aparezca una curiosa posibilidad del
pensamiento, posibilidad que bien podemos llamar de contribución en común. De esta manera, siempre
se establecen sorprendentes relaciones, se ponen de manifiesto notables
analogías, a menudo hace su aparición un inexplicable factor de
irrefutabilidad, y, en todo caso, estas experiencias constituyen uno de los
más extraordinarios lugares de encuentro. Pero
nosotros, por el momento, debemos limitarnos a indicar estas posibilidades.
Evidentemente, pecaríamos de vanidad si, en este terreno, pretendiéramos
servirnos únicamente de nuestros recursos. Además de tener en cuenta las
exigencias del cálculo de probabilidades,
que, en metafísica, casi siempre son desproporcionadas con los beneficios que se pueden derivar de la más elemental afirmación, y que nos obligarían, de entrada, a multiplicar por diez o por cien el número de individuos del grupo que formamos, necesitaríamos también gozar del don de desdoblamiento y de videncia que tanto escasea entre gentes que,
desgraciadamente, están todas ellas más o menos dominadas por sus conocimientos de psicología
clásica. Nada sería menos inútil que, a este respecto, «seguir» a ciertos sujetos, sacados tanto del mundo normal como del otro, haciéndolo con un espíritu que sea a la vez ajeno al espíritu
de barraca de feria y ajeno al espíritu del consultorio médico, es decir, haciéndolo con espíritu surrealista. El resultado de estas observaciones
debiera hacerse constar de una forma naturalista, prescindiendo, quede ello bien claro, de toda
poetización. Creo necesario hacer constar, una vez más, la necesidad de que nos sometamos a Ios médiums, quienes, pese a ser pocos,
verdaderamente existen, y que
subordinemos el interés —que es preciso no exagerar— de lo que nosotros hacemos al interés ofrecido por el
primer mensaje que a través de los médiums nos llegue. Gloria, dijimos
Aragon y yo, a la histeria
y a su cortejo de 'mujeres jóvenes y desnudas que se deslizaban por el techo. El problema de la mujer es Io único maravilloso e inquietante que en el mundo
existe. Y ello es así
en la mismísima medida en que a
ello nos conduce la fe que un
hombre no corrompido debe ser
capaz de poner, no solamente
en la revolución, sino también en el amor. Tanto más insisto en ello cuanto esta insistencia es lo que parece haberme valido, hasta el momento,
más odios. Sí, creo, y he
creído siempre, que la renuncia
al amor, se base o no se base en
un pretexto ideológico, es uno de los poquísimos crímenes sin posible expiación que, en
el curso de su vida,
pueda cometer un hombre dotado de un poco de inteligencia. Pero tal individuo que se dice
revolucionario pretende convencernos de la imposibilidad del amor en un
régimen burgués, y tal otro pretende deberse a una causa más absorbente
todavía que la del amor, sin embargo, la verdad es que ninguno de los dos se
atreve a enfrentarse, abiertos de par en par los ojos, con la gran luz del
amor en la que se funden, para suprema edificación del hombre, las
obsesionantes ideas de la salvación y la perdición del espíritu. Siendo
incapaces de mantenernos, en esta materia, en un estado de espera o
receptividad perfecta, me pregunto quién puede humanamente decir la última palabra.
Hace poco
escribí en la introducción a una encuesta publicada en «Révolution Surréaliste».
«Si hay una
idea que parece haber escapado hasta el presente momento a todo intento de
reducción, haber resistido a los más conspicuos pesimistas, esta idea es, a
nuestro parecer, la idea del amor, única que puede reconciliar a cualquier hombre,
momentáneamente o no, con la idea de la vida.»
A la
palabra amor, a la que Ios amargados se han
complacido en infligirle todo tipo de generalizaciones, todas las posibles
corrupciones (amor filial, amor divino, amor a la patria, etc.), restituimos
nosotros, aquí, y huelga decirlo, su estricto y amenazador sentido de
vinculación total a un ser humano, fundada en el ineludible reconocimiento de
la verdad, de nuestra verdad en «un alma y un cuerpo» que son el alma y el
cuerpo de aquel ser. En el curso de esta búsqueda de la verdad, que es la
base de toda actividad importante, resulta
preciso abandonar sin
contemplaciones el sistema de investigaciones más o menos pacienzudas, para
entregarnos, y ponernos al servicio, de una evidencia que nuestros esfuerzos
no han alumbrado y que un buen día, bajo esta o aquella apariencia, se nos
hace misteriosamente patente. Lo dicho anteriormente esperamos sirva
para disuadir de la necesidad de contestar a los especialistas del «placer»,
a los coleccionistas de aventuras, a los entusiastas de la voluptuosidad, por
mucho que pretendan disfrazar líricamente sus maniáticas aficiones, así como
a los enamorados imaginarios, a los «curanderos» del mal llamado amor-locura,
y a quienes lo desprecian.
En
realidad, siempre he tenido la esperanza de que fueran otros, y solamente
estos otros, quienes me comprendieran. Más que en cualquier otro caso, ya que
aquí se trata de las posibilidades de ocultación del surrealismo, me dirijo a aquellos que no
temen concebir el amor como un ideal lugar en el que ocultar todo género de
pensamientos, y les digo: las apariciones reales existen, pero se deben a un
espejo contenido en el espíritu, en el que la inmensa mayoría de los hombres
pueden mirarse sin ver nada. El odioso control no funciona tan bien como se cree. El ser al que tú amas vive.
El lenguaje del amor se habla simultáneamente desde varios puntos, en voz muy
alta cuando se pronuncian
ciertas palabras, y en voz muy baja cuando se pronuncian ciertas otras
palabras. Es necesario resignarse a aprenderlo poco a poco.
...... ... ... ......... ... ...... ... ...... ... ... ... ... ...
Por otra parte, cuando se piensa en aquello que se expresa astrológicamente, en el surrealismo, bajo la preponderante influencia
«uraniana», ¿cómo no desear, desde el punto de vista surrealista, que aparezca una obra crítica y de buena fe, consagrada a Urano, que contribuya a colmar, en este aspecto, la antigua y grave laguna? También debemos consignar
que nada se ha intentado todavía en este sentido. El firmamento bajo el que nació Baudelaire, que presenta la notable conjunción de Urano y
Neptuno, todavía no se ha podido interpretar, debido precisamente a aquel mismo
hecho. De la conjunción de Urano y Saturno, que ocurrió entre 1896 y
1898, y que solamente se produce cada cuarenta
y cinco años, que caracteriza el firmamento bajo el que nacimos Aragon, Éluard y yo, únicamente sabemos, gracias a Choisnard, que,
habiendo sido poco estudiado por la astrología hasta el presente momento,
muy probablemente significa, a juzgar por los
indicios, profundo amor a las ciencias, búsqueda de lo misterioso y grandes deseos de aprender. (Aclaremos que el léxico de Choisnard nos parece un tanto dudoso.) Y Choisnard añade: ¿Quién sabe si la conjunción de
Saturno con Urano llegará a engendrar una nueva escuela científica? Esta
disposición planetaria, situada en un buen lugar del horóscopo, puede muy bien
corresponder con el modo de ser de un hombre dotado de reflexión, de
sagacidad y de independencia de criterio, capaz de llegar a ser un
investigador de primer orden. Estas líneas, pertenecientes a la obra Influencia Astral, son de 1893, y Choisnard
advirtió, en 1925, que, al parecer, su predicción iba a resultar acertada.
(15) Marx,
en Diferencias entre la filosofía de la
naturaleza de Demócrito y la de Epicuro, nos dice que, en cada época
distinta, nacen filósofos-cabellera, filósofos-uña,
filósofos-dedos-de-los-pies, filósofos-excremento, etc.
[André Breton, Manifiestos
del surrealismo, trad. Andrés Bosch, Madrid: Guadarrama, 1969, pp.
153-238.]
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