martes, 19 de agosto de 2014



EL HOMBRE DE OCTUBRE·
1948


Camaradas del Partido
Trabajadores y amigos:
En una noche como ésta, hace ocho años, los representantes de la  IV Internacional, nos reuníamos acongojados, en un extremo de la ciudad, para expresar nuestra protesta por el asesinato de nuestro camarada y maestro León Trotsky.
Stalin, en la persona de Frank Jackson, a golpes de picota, destrozaba el cerebro y la vida de una existencia sin tregua, que durante cuarenta años de infatigable labor estuviera al frente de los oprimidos, para dirigirlos en sus luchas contra el régimen de la explotación capitalista.
A ocho años de su muerte, como en cada uno de estos trágicos 20 de agosto, nosotros, sus discípulos, nos reunimos nuevamente para expandir sus ideas, continuar su tradición de revolucionario intachable y rendir un cálido homenaje a aquel que simbolizara no sólo las fuerzas potenciales de una clase, sino que era anticipación del hombre del porvenir.
Esta concentración es el desmentid más rotundo a las afirmaciones de que entre Stalin y Trotsky existía un pleito personal. En el más austral de los países del Nuevo Mundo, un grupo de hombre que no tuvimos la suerte ni la oportunidad de conocerlo, nos movemos en su nombre y continuamos la lucha  en nombre de sus ideas.
Sin magnetismo personal, la magia de su palabra, todo aquello que es directamente transmisible entre un dirigente y la masa, no ha llegado a nosotros, nada más que por la palabra impresa. Esto mismo da a nuestra adhesión a su causa la solidez de lo inconmovible, ya que ella se apoya en la fuerza de las ideas, las más altas y las más justas. Ideas que encuentran su justeza en la expresión material de los intereses de las masas y no en vacuas y vacías abstracciones, con las cuales otras tendencias del movimiento obrero sustituyen la lucha real de los oprimidos.
En esta hora, en que cientos de revolucionarios en el mudo entero levantan su palabra de homenaje al gran desaparecido, nosotros enviamos hasta ellos nuestra palabra fraternal y les decimos que, como ellos, seguimos firmes, conciente y apasionadamente, la lucha por la construcción de la Dirección Revolucionaria, premisa necesaria de la Revolución Proletaria Mundial.
 La figura de Trotsky plantea, en esta época de incertidumbre y pesimismo, con fuerza avasalladora, los problemas del hombre mismo, del pensamiento y de la acción; del medio histórico y social, de sus leyes internas y del papel que, dentro de estas determinantes, cabe a la voluntad del hombre.
El fatalismo histórico, cubierta deleznable de la sumisión al orden dominante, a las ideas de las clases dominantes, se ha transformado en el único programa de todas las tendencias del pensamiento moderno. Bajo los más diversos disfraces, ella campea, como oriflama, de todos los ideólogos impotentes, acobardados frente a una realidad que los oprime y que se niegan o renuncian a transformar. Viejas verdades, enterradas por la historia o por el pensamiento, son presentadas nuevamente a los oprimidos, como panaceas de salvación. Espiritualismo sin espíritu, programas sin realidad ni perspectivas se han convertido en los descubrimientos más recientes, para adormecer la conciencia vigilante de las masas, que luchan y trabajan por su emancipación.
Frente a todas estas malignas emanaciones, nosotros reivindicamos, apoyados por la experiencia teórica e histórica, el programa del marxismo revolucionario, el programa de Trotsky que no es, en último análisis, sino el marxismo de la época de la decadencia del capitalismo y de la degeneración del primer estado obrero y que, por eso mismo, se levanta como la única bandera posible del presente histórico.
La vida de Trotsky es la más profunda y dinámica novela de la historia moderna. El pensamiento y la acción, la aventura infinita, el combate a cara descubierta, el triunfo, le derrota, la opresión de las fuerzas materiales sobre el  hombre, todo ello ,en sus más altas cualidades, se encuentra en esta vida admirable. Si las fuerzas de la reacción le convirtieron el mundo en un “planeta sin visado”, él ha reivindicado el mundo entero para su desarrollo. Y ha triunfado plenamente. Sus discípulos, y con ellos sus ideas, habitan los cuatro puntos cardinales y caminan lenta y seguramente a encontrarse en la victoria final.
No es nuestra intención dejarnos tentar y arrastrarlos a ustedes al conocimiento o relación de las peripecias sin cuento de esta vida admirable. Al fin de cuentas, ellas sólo son comprensibles, empalmadas, como tensa voluntad revolucionaria, en el clima social y político de la era presente, dentro de la contradicción fundamental de nuestra época, que se resume en la antinomia: proletariado o burguesía, capitalismo o socialismo.

TROTSKY Y LA REALIDAD RUSA

Todos los grandes creadores y, entre ellos, los auténticos revolucionarios, han sido siempre los grandes continuadores de la tradición histórica, aunque muchas veces, para continuarla, debieran primero destruirla. Todos, sin excepción, han encontrado su fuerza más profunda en las necesidades reales de la sociedad, en sus fuerzas potenciales, en sus clases llamadas por el desarrollo de la humanidad a levantarla a un nuevo estadio.
Así, como ellos, Trotsky es sólo comprensible como el producto –el más selecto- de esta expresión de la necesidad histórica. Quede a otro la admiración beata de su vida, desprendida del vínculo  carnal de sus ideas. La fuerza y la grandeza de Trotsky no radica en que él hubieses creado, originalmente, una nueva doctrina o una interpretación de la historia o de la sociedad.  No lo pretendió nunca. Tomo su posición de marxista, de discípulo de Marx y Engels, de Lenin su compañero más cercano. Entroncado a la realidad rusa a la cual, junto a Lenin, da una salida grandiosa, los acontecimientos lo lanzan, por su propia dinámica, a la realidad mundial, al conflicto de la lucha de clases internacional. Aquí nada es extraño, por cuanto las contradicciones, que dormitaban en el seno de la sociedad rusa y que explotaron en Octubre de 1917debelaron bruscamente ser el dilema de la sociedad moderna entera.
Trotsky no es una figura solitaria o aislada, nacida sorpresivamente en clima ruso. Su genealogía empieza en Marx y, en suelo ruso, sigue y continua a Chernichovsky, a Plejanov y a Lenin para, cuando la muerte del último, continuar solo esta transmisión del pensamiento, que se entronca a cien años de historia del proletariado y de lucha por el socialismo.

TRAYECTORIA DE UN REVOLUCIONARIO

A los dieciocho años de edad se incorpora al movimiento social-democrático ruso.
Años antes, Plejanov había formado la Emancipación del Trabajo, partido revolucionario que levantaba en Rusia las ideas de Marx, su interpretación del mundo y de la sociedad: el materialismo dialéctico.
Los azares de su acción lo llevan pronto a Siberia, después de haberse destacado como una de las promesas del movimiento revolucionario. Se fuga de Siberia y pasa al occidente y a Londres, donde toma relación, por vez primera, con la redacción de la “Iskra”. Conoce a Lenin, que ya iniciaba su pugna con los viejos redactores y que llevaría, no mucho más lejos, a la aparición del bolchevismo como una tendencia del pensamiento marxista.
La Revolución de 1905 lo encuentra de nuevo en Rusia y salta a la Presidencia del Soviet de Petrogrado. El dirige y anima la actividad de la primera Comuna Rusa.  Escribe sus manifiestos, habla en nombre de los obreros insurrectos. El ensayo general de 1905 llevaba inscrita en su frente la huella de la derrota; las fuerzas progresivas, la potencia del proletariado, n habían aún madurado suficientemente para estabilizar a los trabajadores en el poder.
A 1905 sigue la más espantosa represión política y policial. Los verdugos toman su desquite. Los revolucionarios el camino de la cárcel, de Siberia o la emigración. El coloso ruso ha triunfado, una vez más, sobre las fuerzas de la revolución pero, de hecho, se trata sólo de un respiro. Sus grietas profundas, la inestabilidad de sus instituciones es patente ante todo el mundo, que mira despavorido el derrumbe del más potente bastión de la reacción europea.
Tal como hoy, después de la derrota, viene la desbandada, la deserción en masa de los revolucionarios del día anterior. El pesimismo y la desmoralización cunden. Los ideólogos atemorizados queman sus ídolos, declaran el fracaso de los métodos y de la doctrina y buscan nuevos caminos. Los años de la reacción debían, como ocurrió, aventarlos de la escena de la historia.
En estas condiciones, sólo los marxistas sacan las consecuencias de la derrota y progresan por el camino de la historia y de la teoría. A la acción de la calle sigue la acción del gabinete, del estudio, del balance crítico, de a polémica y de la preparación del porvenir. A la crítica de las armas siguen las armas de la crítica.

PREPARANDO EL PORVENIR

Las divergencias en el seno de la social-democracia rusa se agudizan y saltan al plano de la discusión internacional. A la divergencia sigue la escisión. Capitaneado, orientado por Lenin, el bolchevismo se estructura definitivamente. Sobre la experiencia de 1905, se alinean los campos en la forma en que los encontraría el renacimiento que sigue a 1912 y que se expresa en la Revolución de 1917. Claramente delineado, el bolchevismo se deslinda de todas las corrientes pequeño-burguesas y se estructura como el Partido de la Revolución Proletaria.
El punto nodal de las divergencias se centra en el futuro carácter de la Revolución Rusa. En esta polémica teórica de tan fundamental importancia, Trotsky hace uno de sus aportes más originales y profundos a la teoría de la revolución proletaria.
Para el pensamiento socialista no cabía ninguna duda, antes de 1905, que en los países capitalistas avanzados, cuyas burguesías habían realizado la revolución burguesa, se planteaba, con toda claridad al proletariado de esos países la tarea de llevar adelante la revolución socialista e instaurar la dictadura del proletariado. Este era el destino probable, tanto para la revolución en Francia, Inglaterra, Alemania y Estados Unidos. Pero al lado de estos grandes países capitalistas, que habían entrado, por otra parte, a la fase del imperialismo, existían (y existen) numerosos países –en realidad la mayoría de la población de la tierra- atrasados, que no habían realizado su revolución burguesa. Que, si bien, habían entrado por la vía del desarrollo capitalista, la burguesía n había conquistado el poder y el capitalismo se desenvolvía por las calles del absolutismo y de las trabas feudales. Este era, típicamente, el caso de Rusia, donde la revolución demo-burguesa, no se había realizado. La burguesía no había conquistado el poder. A pesar de este hecho, el proletariado se había desarrollado y existía un poderoso movimiento socialista, asentado sobre los postulados del marxismo. Lógico era que, para ello, se planteara con gran agudeza el problema del futuro carácter de la revolución a realizarse. Sin duda, esto constituía la mayor interrogante y fijaba la línea de conducta del Partido. En consideración al hecho que sobre esto no existían antecedentes dados por la historia misma de Rusia, el problema se planteaba, de una parte, sobre la base de las experiencias de las revoluciones burguesas, del papel del proletariado en esas revoluciones y de los objetivos que, a esa fecha, se planteaban los grandes partidos socialistas europeos.
Por otra parte, había que considerar los problemas históricos que Rusia tenía planteados. Respecto al carácter de la revolución, no existían divergencias en el seno de la social-democracia; todas las tendencias concluían que la futura revolución sería burguesa y democrática. Sus problemas centrales. Derrocamiento del zarismo, República, Revolución Agraria, etc. Las más serias divergencias surgieron cuando, de este enunciado general, se pasaba a las fuerzas motrices de la revolución, al papel del proletariado, al carácter del futuro poder.
Se diseñaron tres tendencias. Los mencheviques sostenía: siendo esta una revolución burguesa, el poder debe corresponderle a la burguesía, quien hará la revolución apoyada por el proletariado. Producida la conquista del poder, el proletariado debe replegarse, como posición parlamentaria, hasta cuando la sociedad rusa evolucione por el camino capitalista y abra así, en el futuro, los objetivos socialistas, propios del proletariado.
A esta fórmula, Lenin y el bolchevismo oponían su propia fórmula de Dictadura Democrática Revolucionaria de los Obreros y Campesinos. Lenin, partiendo de la concepción burguesa de la revolución afirmaba que, como  lo demostraba la experiencia histórica, ésta, la burguesía, era incapaz de llevar a término su propia revolución y que, en el mejor de los casos, lo haría de un modo estrecho y mezquino, intentando al primer día de triunfo, limitar al proletariado y sus conquistas y esforzándose en mantener en pie todo aquellos del régimen absolutista que hiciera más seguro su poder, particularmente frente al propio proletariado. Hacía presente que uno de los problemas más importantes, que enfrentaba la futura revolución rusa, era el problema agrario el cual, para su solución exigía la alianza entre obreros y campesinos y que esta alianza debía tomar la forma de Dictadura Democrática Revolucionaria de los Obreros y Campesinos, como única garantía de llevar la revolución hasta sus últimas consecuencias, asegurando en ella un papel preponderante a los obreros y campesinos.
Para comprender cabalmente esta fórmula, debemos recordar que en Rusia predominaban los campesinos. Por otra parte, no estaba descartado que ellos jugaran un papel independiente y que formaran su propio partido de clase el que, sin seguir ni al proletariado ni a la burguesía, desarrollara una política independiente, lo que podría eventualmente, darle en su alianza con el proletariado una figuración preponderante. Por esto al decir de Trotsky, la fórmula de Lenin tomaba un carácter algebraico. Sin plantear la revolución socialista, exigía esta alianza, para llevar a su término la revolución. Exigiendo, al mismo tiempo la total independencia del partido proletario, tanto de la burguesía como de los campesinos. No se salía de los fines burgueses de la revolución, pero exigía, sí, su ensanchamiento por parte del proletariado, para acelerar el tránsito a sus fines propios.
Junto  a estos puntos de vista, Trotsky presentaba su criterio de la Revolución Permanente. Al igual que la social-democracia –él era un social-demócrata-  partía de la premisa burguesa del carácter de la revolución. Ella no podría ser llevada a su término por la burguesía y los campesinos no podrían jugar un papel independiente. La revolución sólo podría triunfar instaurando la dictadura del proletariado, el cual, en el mismo instante en que tomara el poder, se vería obligado e impulsado a tomar medidas de carácter socialista, no deteniéndose en la etapa burguesa exclusivamente. De este modo, la revolución adquiriría un carácter ininterrumpido, es decir, permanente. La etapa burguesa engendraría, inevitablemente, la etapa socialista y la única garantía que esta etapa burguesa se realizara era por medio de la conquista del poder por los proletarios, apoyados por los campesinos. Demás está decir, que él valoraba justamente la importancia del problema agrario y de los campesinos. Por tanto, se oponía a la fórmula de Lenin, con su carácter algebraico.
La Revolución de 1905 sometió a su prueba de fuego a todas estas fórmulas y les dio su contenido viviente. Como un resultado de las derrotas sufridas en la guerra ruso-japonesa, de las penurias de las masas, de la incapacidad del zarismo de solucionar los angustiosos problemas de las masas, éstas se insurreccionaron. Desde los rimero momentos, los obreros, en forma espontánea, organizaron Soviets. En ellos, los obreros jugaron el rol principal y, prácticamente, se estableció la dictadura del proletariado. La burguesía asustada retrocedió. Derrotada la revolución , la burguesía se separó aún más del pueblo y buscó la conciliación con el zarismo.
Los años de la reacción trajeron, para los bolcheviques, el trabajo clandestino; su separación con los mencheviques se hizo más marcada y se constituyeron definitivamente como partido independiente de ellos. La Revolución de 1905 permitió el claro diseñamiento de las tendencias y su constitución definitiva. La fórmula de los Soviets entró definitivamente al programa de los bolcheviques y, al igual que aquellos, la teoría de la Revolución Permanente encontraría su potente confirmación en los acontecimientos de 1917.


DE 1905 A 1917

El aplastamiento de la Revolución de 1905 lanza a Trotsky, una vez más, a la emigración. Pasa por los diversos países de Europa en  donde, sucesivamente, es expulsado. Llega a Nueva York, ligándose al movimiento socialista, escribe en “Nuevo Mundo”. Ahí lo sorprende la Revolución de Febrero de 1917. Después de conocer las bondades de la democracia inglesa -en un campo de concentración de Canadá- llega en mayo a Petrogrado, la capital revolucionaria, para iniciar de inmediato la lucha por la Tercera Revolución y por el poder de los obreros y campesinos.
Lenin, líder indiscutido del Partido Bolchevique, su teórico y dirigente máximo, llega a Petrogrado el 3 de abril de 1917 y, desde su primera palabra, impulsa a los obreros a la conquista del poder, iniciando una enérgica lucha contra los conciliadores de su propio partido -a los cuales no era ajeno Stalin- que contenían la revolución en su etapa puramente burguesa.
Trotsky se une formalmente al Partido Bolchevique; junto a Lenin da el combate contra los viejos bolcheviques que se oponen a la revolución. Ungido por segunda vez Presidente del Soviet de Petrogrado, forma el Comité Militar Revolucionario que sería el centro director de a Insurrección de Octubre.
El 7 de Noviembre de 1917 (25 de Octubre en el viejo calendario) los bolcheviques conquistan el poder en representación de todos los explotados de Rusia, abren ante los ojos asombrados de la burguesía y el regocijo de los miserables de la tierra una perspectiva sin límites. El 7 de Noviembre de 1917 se inicia la época de la Revolución Proletaria. Después del ladrido a los cielos de 1870, los obreros y los campesinos destruyen la máquina burguesa del Estado y construyen en la extensa estepa ruso el primer Estado Obrero de la historia, el Gobierno de los Obreros y Campesinos.
La dictadura del proletariado sale de su cascarón teórico, anunciado ya hace cien años y entra definitivamente en el mundo material y corpóreo, adquiere su envoltura histórica y carnal como primera etapa del mundo socialista.
Para el proletariado universal y para el ruso, en particular, se unen indisolublemente los nombres de Lenin y Trotsky como los forjadores de este amanecer. Ellos no sólo enseñan al proletariado como conquistar el poder y conservarlo sino, al decir de Rosa Luxemburgo, salvan el honor del socialismo internacional. Hoy, cuando la leyenda burocrática ha falseado los hechos y los nombres, las palabras de esta gran revolucionaria cobran un particular significado.
La conquista del poder por los bolcheviques plantea, de inmediato, la resolución de los problemas particulares de la sociedad rusa. Ellos sólo pueden ser resueltos ligados profundamente con el curso de la revolución internacional. Hay, sin embargo, uno que no admite espera: el problema de la guerra. Después de las deliberaciones de Brest-Litovsk, en que Trotsky representa el primer estado obrero, ellos, los bolcheviques deben pactar la infame Paz de Brest impuesta por las bayonetas prusianas.
La revolución alemana no llega y los bolcheviques aislados deben enfrentar los problemas interiores; en primer lugar, la contra-revolución y la guerra civil en catorce frentes, alentada por los imperialistas del mundo entero.
Rusia está empobrecida y devastada, sin ejércitos, sin alimentos; toda falta menos el heroísmo de los proletarios, con ellos es necesario forjar el arma que defienda a la naciente revolución en peligro. Para ello hace falta una voluntad de acero, capaz de transformar a los harapientos en  destacamentos de combate, sin más coraza que la pasión revolucionaria. Esta voluntad existe: se llama León Trotsky.
Organiza el Ejército Rojo. Galvaniza a las tropas y alienta a los combatientes a lo largo de toda Rusia. Junto a Lenin enseñó a conquistar el poder y ahora enseña, como estratega militar, a defenderlo. Tres años de guerra civil forjan el ejército proletario y llevan una vez más a la victoria. Pese a todas las falsificaciones e nombre de Trotsky no podrá ser desprendido de la glorias del Ejército Rojo.
A la guerra civil sucede la Nueva Política Económica y los problemas de la economía interior y, con ella, la revolución inicia una curva que no se detiene aún hoy. Las nuevas clases desposeídas inician su agrupamiento sobre una nueva base. Los  nuevos sectores capitalistas, oxigenados por la NEP, levantan su cabeza. En el seno del Partido se produce un desplazamiento que amenaza a la revolución, el burocratismo cunde. Los viejos tercios revolucionarios se habían liquidado con la guerra civil, el proletariado se encontraba agotado y la esperada revolución de occidente  se retrasaba. Sobre esta levadura y esta realidad social, los nuevos bolcheviques inician su avance, los que reconocieron a Octubre después del día 25.

TERMIDOR

El retroceso de la revolución encuentra su máxima expresión en la figura de Stalin. La muerte de Lenin da a este proceso un impulso inesperado. Amenazada la revolución, Trotsky nuevamente toma su lugar en la lucha por su defensa. Forma y programa la Oposición de Izquierda y, después de una larga y agotadora lucha, ella es aplastada por el signo del Termidor. Una vez más, Trotsky toma el camino de la cárcel y el destierro. Durante estos años, enriquecería el pensamiento marxista con e análisis del primer Estado Obrero y las causas de su degeneración y dotaría al movimiento proletario internacional de un correcto diagnóstico, que lecha permitido defender a la Unión Soviética sin cesar en su lucha contra el stalinismo, que derivaría cada vez más hacia el nacional socialismo, levantado cont5a la concepción de la Revolución Mundial su falsa teoría del Socialismo en un Solo País.
No podemos, en esta oportunidad, sino presentar toda esta etapa, rica en experiencias, nada más que como una visión fugitiva. Hay aquí, sí, algunos aspectos que debemos hacer resaltar en toda su intensidad, ya que ellos informan toda la lucha presente y, al mismo tiempo, nos presentan a Trotsky en una nueva perspectiva, dando uno de los aportes más sustantivos en toda su larga tarea de pensador revolucionario.
Desde 1928, fecha del destierro de la URSS, hasta 1940, fecha de su muerte, el gran revolucionario campea en el plano internacional de la lucha de clases y se convierte en el orientador indiscutido del pensamiento revolucionario. La degeneración de la URSS y la subsecuente degeneración de la Internacional Comunista y la pérdida de las posiciones materiales del proletariado, elevan a primera plano, como imperiosa necesidad, salvar los principios, las ideas, el programa de la revolución, rebajado y escarnecido por la camarilla staliniana que se entroniza en el movimiento obrero. Años fecundos de pensamiento y acción.  Como aguja magnética, el pensamiento de hombre de Octubre sigue los acontecimientos, su curso, su trayectoria. Prevé y anticipa, aconseja y prepara el porvenir. Por sus escritos se deslizan todos los acontecimientos importantes de los últimos años, dejando a los revolucionarios y a todos los trabajadores enseñanzas decisivas. China, Inglaterra, Francia, España pasan por sus páginas como documentos vivos que prueban, hasta la saciedad, la traición del stalinismo a los principios del bolchevismo, a las ideas de Lenin y Marx y que arrastra al proletariado internacional a las más crueles derrotas.
Toda una cadena de trágicos errores llevan al proletariado de derrota en derrota; derrotas que sólo pueden fortalecer al imperialismo mundial. En esta carrera sin fin, Alemania, la más avanzada de las potencias capitalistas, entra a una etapa decisiva: el proletariado y la burguesía corren a enfrentarse en un combate que envuelve no sólo el destino de los obreros alemanes sino la suerte de todo el proletariado europeo y que tiene para la existencia de la propia URSS, un alcance incalculable. En esta hora decisiva, el stalinismo mundial  y el Partido Comunista Alemán capitulan sin combate ante Hitler. La dictadura parda se extiende sobre Europa. Las organizaciones son barridas, la contra-revolución burguesa se fortalece y se preparan, inevitablemente, las bases materiales de la Segunda Guerra imperialista y de la agresión a la Unión Soviética, no sin antes que Stalin, para salvarse, pactara con el mismo Hitler.

FORMACION DE LA CUARTA INTERNACIONAL

Hasta la subida de Hitler, la Oposición de Izquierda Internacional se había mantenido, a pesar de las decisiones de Stalin, como una tendencia que aspiraba a regenerar la Internacional Comunista y que, aunque de hecho lo estuviera, no se consideraba excluida de la Internacional. La capitulación alemana cambia substancialmente este panorama. Ya no es posible engañarse, la Internacional Comunista no puede regenerarse, ella debe ser destruida. Es necesario crear un nuevo Partido, una nueva Internacional, que libre al movimiento obrero de la sífilis del stalinismo.
El viejo Partido Bolchevique ha muerto asesinado por Stalin, que representa las fuerzas hostiles a la revolución proletaria; que expresa, no la degeneración interior de la doctrina revolucionaria, sino su ruptura violenta por la capas parasitarias entronizadas en el poder en la Rusia Soviética y que expanden su poderío al seno de la Internacional Comunista y del movimiento internacional todo.
Surge así la Cuarta Internacional, no fundada por el capricho de un hombre, sino como el resultado inevitable de la grandes derrotas del proletariado internacional. Derrotas debidas no a la falta de madurez de las condiciones objetivas, sino por la quiebra de la dirección, por su traición abierta, por su traslado al campo de la contra-revolución mundial.
Durante catorce años la actividad teórica de Trotsky y de la Oposición de Izquierda Internacional habían preparado el camino. No pudiendo intervenir, por su aislamiento, en la suerte de los acontecimientos, ella defendía la continuidad de las ideas, la defensa de los principios. Trotsky debía decir: el Programa hace al Partido. Si él es justo, si expresa realmente los intereses históricos de los oprimidos, encontrará el camino de la comprensión, de la simpatía y adhesión de los trabajadores.
Sobre la experiencia de las más crueles derrotas, la Oposición había forjado  su programa y podía así, al fundar la IV Internacional, continuar toda la tradición del proletariado, de sus triunfos y derrotas. Recogiendo el programa del Manifiesto, en cuyo centenario nos reunimos, la IV Internacional retoma, enriqueciendo la tradición viva del proletariado internacional. Fundada en 1938, la IV Internacional ha sabido vivir contra la corriente, crecer y fortalecerse. Mientras todas las tendencia del pensamiento obrero han naufragado sin excepción y se han convertido en sostenes del mundo burgués, el trotskysmo se expande internacionalmente. Ante la Segunda Guerra Imperialista, ella fue la única organización internacional que supo mantener en alto la bandera del internacionalismo proletario y practicarlo en la carne de sus mártires, segados por la furia del imperialismo y por la GPU stalinista.
Decía el Manifiesto Comunista que la Rusia de los zares y los Estados Unidos eran los dos contrafuertes de la reacción europea. Hoy, cuando nos amenaza una Tercera Guerra imperialista, en otro plano y en condiciones diferentes, nuevamente Rusia y Estados Unidos se presentan como los contrafuertes de la reacción. Pero, sobre la oleada revolucionaria, los trabajadores buscan su camino y ella no podrá menos que llevarlos hasta la IV Internacional. Trotsky fue asesinado en los umbrales de la Segunda Guerra imperialista, sus ideas viven, su mensaje no ha caído en tierra estéril. Este mismo años en tierras de Europa se ha celebrado el II Congreso de la IV Internacional, que ha reunido delegados de todos los continentes. Este es el mejor homenaje que podemos rendirle a nuestro gran camarada desaparecido y es también la fuente de nuestro optimismo de que un día, no lejano, los trabajadores del mundo entero marcharán tras la bandera sin mácula de la IV Internacional.



AGOSTO 1948


· El 20 de agosto de 1948 se realizó una concentración pública en homenaje a León Trotsky. Hoy reproducimos el discurso pronunciado en esa oportunidad por F. Silva. Lo hacemos porque el paso del tiempo y de las experiencias no ha empañado su vigencia sino que, por el contrario, la iluminan con mayor fulgor ante los contingentes obreros y, en especial, ante las nuevas levaduras revolucionarias. (Esta introducción es la que se agregó en el año 1979, al cumplirse 40 años del asesinato de L. Trotsky, ocasión en que se reeditó el texto titulado “El hombre de octubre”, escrito en 1948. Nosotros no contamos con el original de tal año, sino sólo con la publicación que se hace en 1979, que es la que se transcribirá en esta ocasión).

domingo, 3 de agosto de 2014




Documentos e imágenes:
el surrealismo


André Breton: Segundo manifiesto del surrealismo (1930)


ANALES MÉDICO-PSICOLÓGICOS
BOLETÍN
DE
ENAJENACIÓN MENTAL
Y DE
MEDICINA LEGAL DE LOS ENAJENADOS
Crónica
LEGÍTIMA DEFENSA

En el último número de los Anales Médico-psicológicos, el doctor A. Rodiet hablaba, en el curso de un interesante comentario, de los riesgos profesionales de los médicos de los establecimientos de reclusión. Citaba los recientes atentados de que han sido objeto muchos de nuestros colegas, y buscaba medios con los que protegernos eficazmente del peligro que comporta la relación permanente del psiquiatra con el enajenado y sus familiares.
Sin embargo, tanto el enajenado como sus familiares constituyen un peligro que calificaría de «endógeno», ligado a nuestra misión, de la que es necesario corolario. Nos limitamos, simplemente, a aceptarlo. Distinto es el peligro que podríamos denominar «exógeno», y que merece nuestra atención de un modo muy especial. Este peligro debería motivar, por nuestra parte, reacciones más enérgicas.
He aquí un ejemplo especialmente significativo: uno de nuestros enfermos, con manías de reivindicación y persecutorias, especialmente peligroso, me recomendó, con suave ironía, la lectura de un libro que circulaba libremente entre otros enajenados. Este libro, publicado hace poco por la «Nouvelle Revue Française», estaba avalado por su origen así como por su apariencia correcta e inofensiva. Se trataba de Nadia, de André Breton. En él florecía el surrealismo con su voluntaria incoherencia, y sus capítulos quedaban hábilmente inconexos, con ese arte sutil consistente en tomar el pelo al lector. Entre unos dibujos de raro simbolismo, se veía la fotografía del profesor Claude. Y, en efecto, había un capítulo enteramente consagrado a nosotros. Los pobres psiquíatras eran en él copiosamente injuriados, y allí figuraba un párrafo (subrayado con lápiz azul por el enfermo que tan amablemente nos había ofrecido el libro) que llamó especialmente nuestra atención, ya que en él constaban las siguientes frases: «Sé que si estuviera loco, y llevara ya varios días internado, aprovecharía un instante de remisión del delirio para asesinar fríamente a cualquiera, preferentemente el médico, que se pusiera a mi alcance. Por lo menos, me reportaría la ventaja de ser recluido, cual los furiosos, en un compartimento aislado en el que estaría solo. Quizá así me dejaran en paz.»
Difícilmente encontraremos un más claro ejemplo de incitación al asesinato. Pero esta incitación únicamente suscitará el desdén nacido de nuestra soberbia, o, a lo sumo, turbará de un modo muy ligero nuestra tranquila indiferencia.
En casos cual el anterior, recurrir a Ias superiores autoridades nos parecerá la manifestación de una turbulencia tan improcedente que ni siquiera nos atrevemos a pensar en ello. Y, sin embargo, los hechos de esta naturaleza se multiplican a diario.
A mi parecer, lo anterior se debe, en gran parte, a nuestra inhibición. Nuestro silencio puede poner en entredicho nuestra buena fe, y da pábulo a todo género de atrevimientos.
¿Por qué razón nuestras asociaciones, nuestras hermandades, no reaccionan ante incidentes de este género, trátese de un hecho colectivo o de un acto individual? ¿Por qué no remitir un escrito de protesta al editor que publica una obra como Nadia, y por qué no demandar judicialmente al autor que ha rebasado los límites del respeto que se nos debe?
Creo que sería conveniente estudiar Ia posibilidad de formar, en el marco de nuestra hermandad, por ejemplo, una comisión (que sería nuestro único medio de defensa) especialmente dedicada a estos asuntos.
AI terminar su comentario, el doctor Rodiet concluía: «El médico de los establecimientos de internamiento tiene justos títulos para reivindicar el derecho a ser protegido sin restricción alguna por la sociedad de cuya defensa se encarga...»
Pero parece que esta sociedad no siempre recuerda sus deberes de reciprocidad. A nosotros incumbe recordárselos.
Paul Abély





SOCIEDAD MEDICO-PSICOLÓGICA

La comunicación de M. Abély sobre las tendencias de los autores que se denominan surrealistas y sobre los ataques que dirigen a los médicos alienistas, dio lugar a la siguiente discusión:

Discusión
Dr. de Clérambault: Quisiera que el profesor Janet nos dijera qué vínculo considera existe entre el estado mental de los sujetos en cuestión y las características de sus obras.
M. P. Janet: En el manifiesto de los surrealistas hay una introducción filosófica que es interesante. Los surrealistas sostienen que la realidad es fea por definición; la belleza únicamente existe en aquello que no es real. Si la belleza existe en el mundo, ello se debe a que el hombre la ha incorporado al mismo. Para producir lo bello es preciso apartarse lo más posible de la realidad.
Las obras de los surrealistas son, ante todo, confesiones de seres obsesos y dubitativos.
Dr. de Clérambault: Los artistas excesivistas que lanzan modas impertinentes, a veces con la ayuda de manifiestos que condenan todas las tradiciones, me parecen, desde un punto de vista técnico, sea cual fuere la denominación que se atribuyan (y sea cual fuere el arte y la época de que se trate), dignos de recibir, todos ellos, la calificación de «procedistas». El procedismo consiste en evitarse el trabajo de pensar y, muy en especial, de observar, y en relegar a un procedimiento o fórmula determinados la tarea de un producir un efecto que, en sí mismo, es único, esquemático y convencional; de este modo la producción es rápida, con apariencias de un estilo determinado, y se hurta a las críticas que las comparaciones con la vida facilitarían. Esta degradación del trabajo se puede advertir con especial facilidad en las artes plásticas, pero también cabe demostrar su presencia en el dominio de las letras.
Ese tipo de orgullosa pereza que engendra o favorece la aparición del procedismo no es privativa de nuestra época. Los conceptistas, gongorianos y eufuistas en el siglo XVI, y los preciosistas del XVII, eran todos procedistas. Vadius y Trissotin también eran procedistas, aunque procedistas mucho más moderados y laboriosos que los de nuestros días, debiéndose ello quizá a que escribían para un público más escogido y erudito que el actual.
En el terreno de las artes plásticas, parece que el procedismo no adquirió cierta importancia sino hasta el pasado siglo.
M. P. Janet: En apoyo de la opinión expresada por M. de Clérambault recuerdo ahora ciertos procedimientos empleados por los surrealistas. Por ejemplo, cogen al azar cinco palabras entre las que antes han metido en un sombrero, y componen series de asociaciones con estas cinco palabras. En la introducción al Surrealismo se compone íntegramente un relato con las dos palabras siguientes: pavo y sombrero de copa.
M. de Clérambault: Al efectuar su exposición, M. Abély se ha referido a una campaña de difamación. Pues bien, éste es un punto que merece comentario.
La difamación constituye una parte esencial de los riesgos profesionales del alienista; de vez en cuando somos víctimas de la difamación, en el ejercicio de nuestras funciones de carácter administrativo o de nuestra misión de peritos a quienes se llama en consulta; lo justo sería que la misma autoridad que requiere nuestros servicios asumiera la responsabilidad de protegernos.
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Es necesario que los especialistas queden protegidos de todos los riesgos profesionales, sean de Ia naturaleza que sean, mediante disposiciones taxativas que provean una ayuda inmediata y permanente. Los riesgos no son solamente de orden material, sino también moral. La protección contra estos riesgos consistiría en ayudas, subsidios, apoyo jurídico y judicial, indemnizaciones y, por fin, pensiones que en ocasiones serían permanentes y totales. En la fase de urgencia, los gastos de asistencia podrían ser sufragados por una Caja de Asistencia Mutua; pero en última instancia, estos gastos deben ser satisfechos por aquella autoridad a cuyo servicio se haya sufrido los perjuicios.
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La sesión se levantó a las 18 horas.
Uno de los secretarios, Guiraud





Pese a las particulares actitudes de cada uno de aquellos que se han proclamado, o se proclaman, surrealistas, será preciso convenir que el surrealismo pretendía ante todo provocar, en lo intelectual y lo moral, una crisis de conciencia del tipo más general y más grave posible, y que el logro o el no logro de tal resultado es lo único que puede determinar su éxito o su fracaso histórico.
Desde el punto de vista intelectual se trataba, y se trata todavía, de atacar por todos los medios, y procurar se reconozca a todo precio, el engañoso carácter de las viejas antinomias hipócritamente destinadas a impedir cualquier insólita inquietud humana, dándole al hombre una pobre idea de los medios de que dispone, y haciéndole desesperar de la posibilidad de escapar, en una medida aceptable, a la coacción universal. El espantapájaros de la muerte, los cafés concierto del más allá, el naufragio de la más sólida razón en el sueño, el aplastante telón del porvenir, las torres de Babel, los espejos de inconsistencia, el infranqueable muro de dinero con sesos contra él aplastados, estas imágenes harto impresionantes de la catástrofe humana quizá tan sólo sean imágenes. Todo induce a creer que en el espíritu humano existe un cierto punto desde el que la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, el pasado y el futuro, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo, dejan de ser vistos como contradicciones. De nada servirá intentar hallar en la actividad surrealista un móvil que no sea el de la esperanza de hallar este punto. Visto lo anterior, se advierte cuán absurdo es dar al surrealismo un sentido únicamente destructor o constructor; el punto al que nos hemos referido es, a fortiori, aquel en que deja de ser posible enfrentar entre a la destrucción y la construcción. También resulta evidente que el surrealismo no está interesado en aquello que ocurre a sus alrededores, so pretexto de arte o antiarte, filosofía o antifilosofía, en una palabra de aquello que no tenga la finalidad de aniquilar al ser, convirtiéndolo en un brillante, ciego e interior, que no sea el alma del hielo ni tampoco la del fuego. ¿Qué pueden esperar de la experiencia surrealista aquellos que aún se preocupan del lugar que ocuparán en el mundo? En este lugar mental en el que tan sólo por los propios medios cabe emprender Ia tarea de intentar un peligroso pero, no lo olvidemos, supremo autorreconocimiento, sería ocioso conceder la menor importancia al sonido de los pasos de quienes entran o de quienes salen, ya que tales pasos se dan, por definición, en una zona en la que el surrealismo es sordo. El surrealismo no puede quedar a merced del humor de los hombres de tal o cual clase; si el surrealismo declara que por sus propios medios puede liberar al pensamiento de una servidumbre más dura, devolverlo al camino de la comprensión total, darle su pureza original, ello basta para que se le juzgue solamente por lo que ha hecho, y por lo que le queda por hacer, a fin de cumplir sus promesas.

Antes de proceder a la verificación de estas cuentas, es preciso saber qué clase de virtudes morales cultiva el surrealismo, puesto que hunde sus raíces en la vida y, no por mero azar, en la vida de los presentes tiempos, vida a la que dotó de elementos como el cielo, el sonido de un reloj, el frío, un malestar, es decir, vida de la que hablo de un modo vulgar. Nadie, salvo aquellos que hayan franqueado la última etapa del ascetismo, tiene derecho a no pensar en estas cosas, o no aceptar un nivel cualquiera de esta escala degradada. Precisamente de la efervescencia desesperanzadora de aquellas representaciones vacías de significado nace y se nutre el deseo de superar la insuficiente, la absurda, distinción entre lo bello y lo feo, lo verdadero y lo falso, el bien y el mal. Y como sea que del grado de resistencia que esta idea superior encuentre depende el avance más o menos seguro del espíritu hacia un mundo que, al fin, resulte habitable, es comprensible que el surrealismo no tema adoptar el dogma de la rebelión absoluta, de la insumisión total, del sabotaje en toda regla, y que tenga sus esperanzas puestas únicamente en la violencia. El acto surrealista más puro consiste en bajar a la calle, revólver en mano, y disparar al azar, mientras a uno le dejen, contra la multitud. Quien no haya tenido, por lo menos una vez, el deseo de acabar de esta manera con el despreciable sistema de envilecimiento y cretinización imperante, merece un sitio entre la multitud, merece tener el vientre a tiro de revólver. (1) La legitimidad de un acto tal no es incompatible, a mi juicio, con la fe en este resplandor que el surrealismo busca en el fondo de nuestro ser. Y mi única finalidad al decir lo anterior ha sido la de incorporar la desesperación humana, sin la cual nada puede abonar aquella fe. Es imposible adoptar dicha fe, sin sentir tal desesperación, es imposible afirmar la primera y negar la segunda. Quien finja tal fe sin verdaderamente experimentar esta desesperación, no tardará en adquirir, a la vista de Ios avisados, el perfil del enemigo. Parece que de día en día es menos necesario buscar antecedentes a esta disposición de espíritu que nosotros denominamos surrealista, y a la que contemplan ustedes en el acto de explicarse a sí misma; en cuanto a mí concierne, no voy a oponerme a que los cronistas, judiciales o de cualquier otra especie, consideren que dicha actitud es específicamente moderna. En los presentes momentos, tengo más confianza en mi pensamiento que en todas aquellas significaciones que se pretenda atribuir a una obra acabada, a una vida extinguida. En definitiva, nada hay más estéril que aquel perpetuo interrogatorio de los muertos. ¿Se convirtió Rimbaud en el momento de su muerte, cabe hallar en el testamento de Lenin los elementos básicos para condenar la actual política de la III Internacional, fue aquella anormalidad física inaceptada y personalísima la gran causa del pesimismo de Alphonse Rabbe, se comportó Sade como un contrarrevolucionario en plena Convención? Basta con plantear estas interrogantes para percibir la fragilidad del testimonio de los que ya no existen. Abundan en exceso los desaprensivos interesados en que tenga éxito esta empresa de sofaldamiento espiritual, para que yo les siga en el empeño. En materia de rebelión, ninguno de nosotros necesita antepasados. Quiero dejar bien sentado que, desde mí punto de vista, es necesario desconfiar del culto a los hombres, por grandes que sean. Con la sola excepción de Lautréamont, creo que todos han dejado tras sí rastros equívocos. De nada sirve volver a discutir el caso de Rimbaud; Rimbaud se equivocó, y quiso que también nosotros nos engañáramos con respecto a él. Ante nosotros, Rimbaud es culpable de haber permitido, de no haber impedido tajantemente, ciertas interpretaciones que deshonran su pensamiento, al estilo de las de Claudel. Lo mismo cabe decir de Baudelaire («Oh Satán...») y de aquella «norma eterna» de su vida: «Rogar todas las mañanas a Dios, fuente de toda fuerza y de toda justicia, a mi padre, a Mariette y a Poe, intercesores míos.» Sí, ya sé, hay que respetar el derecho a contradecirse... Pero ¿a Dios y a Poe? ¿Poe a quien las actuales publicaciones de carácter policiaco consideran, con toda razón, como el padre de la investigación policíaca científica (de la investigación desde la del estilo de Sherlock Holmes hasta la de Paul Valéry)? ¿No es acaso vergonzoso presentar en un escorzo intelectualmente atractivo el tipo del policía, siempre el tipo del policía, y regalar al mundo un método policiaco? Sin detenernos, escupamos a Edgar A. Poe. (2) Si en méritos del surrealismo rechazamos sin vacilar la idea de que sólo cabe apoyarse en las cosas que «son», y si declaramos que a lo largo de un camino que «es», camino que podemos indicar, y en cuyo seguimiento podemos prestar ayuda, se llega a aquello que se pretendía «no era», si nosotros no encontramos palabras bastantes para denigrar la bajeza del pensamiento occidental, si nosotros no tememos entrar en conflicto con la lógica, si nosotros somos incapaces de jurar que un acto realizado en sueños tiene menos sentido que un acto efectuado en estado de vigilia, si nosotros consideramos incluso posible dar fin al tiempo, esa farsa siniestra, ese tren que se sale constantemente de sus raíles, esa loca pulsación, este inextricable nudo de bestias reventantes y reventadas, ¿cómo puede pretenderse que demos muestras de amor, e incluso que seamos tolerantes, con respecto a un sistema de conservación social, sea el que sea? Esto es el único extravío delirante que no podemos aceptar. Todo está aún por hacer, todos los medios son buenos para aniquilar las ideas de familia, patria y religión. En este aspecto la postura surrealista es harto conocida, pero también es preciso se sepa que no admite compromisos transaccionales. Cuantos se han impuesto la misión de defender el surrealismo no han dejado ni un instante de propugnar esta negación, de prescindir de todo otro criterio de valoración. Saben gozar plenamente de la desolación, tan bien orquestada, con que el público burgués, siempre innoblemente dispuesto a perdonarles ciertos errores «juveniles», acoge el deseo permanente de burlarse salvajemente de la bandera francesa, de vomitar de asco ante todos los sacerdotes, y de apuntar hacia todas las monsergas de los «deberes fundamentales» el arma del cinismo sexual, de tan largo alcance. Combatimos contra la indiferencia poética, la limitación del arte, la investigación erudita y la especulación pura, bajo todas sus formas, y no queremos tener nada en común con los que pretenden debilitar el espíritu, sean de poca o de mucha importancia. Todas las cobardías, las abdicaciones, Ias traiciones que quepa imaginar no bastarán para impedirnos que terminemos con semejantes bagatelas. Sin embargo, es notable advertir que los individuos que un día nos impusieron la obligación de tener que prescindir de ellos, una vez solos se quedaron indefensos y tuvieron que recurrir inmediatamente a los más miserables expedientes para congraciarse con los defensores del orden, todos ellos grandes partidarios de conseguir que todos los hombres tengan la misma altura, mediante el procedimiento de cortar la cabeza de los más altos. La fidelidad inquebrantable a las obligaciones que el surrealismo impone exige un desinterés, un desprecio del riesgo y una voluntad de negarse a la componenda que, a la larga, muy pocos son los hombres capaces de ello. El surrealismo vivirá incluso cuando no quede ni uno solo de aquellos que fueron los primeros en percatarse de las oportunidades de expresión y de hallazgo de verdad que les ofrecía. Es demasiado tarde ya para que la semilla no germine infinitamente en el campo humano, pese al miedo y a las restantes variedades de hierbas de insensatez que aspiran a dominarlo todo. Por esta misma razón, resolví, tal como es de ver en el prefacio a la reedición del Manifiesto del Surrealismo (1929), abandonar silenciosamente a su triste suerte a ciertos individuos que, a mi juicio, se habían ya hecho justicia, por sí mismos, de modo suficiente. Este es el caso de los señores Artaud, Carrive, Delteil, Gérard, Limbour, Masson, Soupault y Vitrac, nombrados en el Manifiesto (1924), y, posteriormente, de algunos más. El primero de los mencionados señores cometió la imprudencia de quejarse y, ahora, me parece oportuno volverme a ocupar de su caso.
En el «Intransigeant» del 10 de septiembre de 1929, M. Artaud escribió: «En la información publicada por el 'Intran' de 24 de agosto último, acerca del Manifiesto del Surrealismo, hay una frase harto reveladora: 'M. Breton no se ha creído obligado a efectuar correcciones —especialmente en lo referente a nombres— en la reedición de su obra, y esto le honra, ya que las rectificaciones se hacen solas'. Que M. Breton se ampare en el concepto del honor para juzgar a cierto número de personas a quienes las rectificaciones mencionadas afectan, es resultado de una moral sectaria que hasta el presente tan sólo había contagiado a una minoría, en el mundo de las letras. Sin embargo, más valdrá dejar que los surrealistas se entretengan con sus jueguecitos. Por otra parte, no debemos olvidar que todos los que se inmiscuyeron en el asunto de El Sueño, hace ahora un año, debieran abstenerse de hablar de honor».
No tengo el menor inconveniente en discutir con el firmante de esta carta el sentido exacto que doy a la palabra «honor». Que un actor, ansioso de lucro y populachería, emprenda Ia tarea de poner en escena, con mucho lujo, una obra del nebuloso Strindberg, a la que el propio actor no concede la menor importancia, no merece, a mi juicio, reproche alguno, en el caso de que este actor no se proclamara de vez en cuando hombre de pensamiento, de cólera y de sangre, si no fuese el mismo que, en esa y aquella página de «Révolution Surréaliste», no se hubiera mostrado un ser apasionado, totalmente apasionado, si no fuese el mismo que únicamente tenía sus esperanzas puestas en «ese grito del espíritu recobrado, del espíritu plenamente decidido a luchar desesperadamente para liberarse de sus cadenas». ¡Vaya! Y ahora resulta que esto no era más que un papel como cualquier otro. Montó El Sueño de Strindberg porque oyó decir que la Embajada de Suecia le compensaría (M. Artaud sabe que puedo demostrarlo), y poco le importaba que esto determinara el valor moral de su empeño. Siempre recordaré a M. Artaud flanqueado por dos polizontes, ante la puerta del teatro Alfred Jarry, mientras lanzaba veinte sabuesos más en persecución de aquellos a quienes, el día anterior, todavía consideraba como sus únicos amigos, no sin antes haber negociado en la correspondiente comisaría la orden de arrestarlos. Y, naturalmente, es M. Artaud quien dice que más me valiera no hablar de honor.
A través de la acogida que mereció nuestro artículo crítico titulado El Surrealismo en 1929, publicado en el número especial de «Variétés», Aragon y yo tuvimos la oportunidad de constatar que la escasa pena que nos produce la apreciación, día tras día, del grado de calificación moral de las personas, que la facilidad con que el surrealismo se enorgullece en agradecer, desde el primer compromiso a éste o aquél, es menor que nunca del gusto de ciertos golfos de la Prensa para quienes la dignidad humana es, a lo sumo, motivo de burla. ¿Tanto se espera de esas gentes que forman el pequeño mundo al que, hasta el momento, menos importancia hemos dado, salvo algunas excepciones de carácter casi romántico, suicida o de otra especie? ¿Hasta cuándo seguiremos adoptando la actitud de asco y disgusto? Un policía, unos cuantos vividores, dos o tres alcahuetes de la literatura, muchos desequilibrados, un cretino, a quienes bien pueden unirse, sin que quepa formular objeción alguna, un reducido número de seres sensatos, duros y probos, que calificaremos de energúmenos..., ¿no son éstos los tipos adecuados para formar un equipo divertido, inofensivo, fiel reflejo de la realidad de la vida, un equipo de destajistas, a tanto la línea? MIERDA.

La confianza del surrealismo no puede estar bien fundada o mal fundada, por la sencilla razón de que no está fundada. No está fundada en el mundo sensible ni sensiblemente fuera de este mundo, ni en la perennidad de las asociaciones mentales que hacen derivar nuestra existencia de una exigencia natural o de un capricho superior, ni en el interés que puede tener el «espíritu» en hacerse con nuestra volandera clientela ni mucho menos, y no es preciso insistir, en los variables recursos de aquellos que, al principio, pusieron su fe en el surrealismo. No será el hombre cuya rebeldía se canaliza y se agota el que podrá impedir que esta rebeldía siga tronando, ni tampoco será un grupo de hombres, tan crecido como se quiera —y la Historia no ha sido hecha por los que avanzan de rodillas—, lo que sea capaz de evitar que esta rebelión se imponga, en los grandes momentos tenebrosos, a la siempre renaciente bestia del «más valdría». En estos tiempos, todavía hay en el mundo, en las escuelas, en los propios talleres (3), en la calle, en los seminarios y en los cuarteles, seres jóvenes, puros, que se niegan a doblegarse. Únicamente a éstos me dirijo, y teniéndoles en cuenta tan sólo a ellos intentaré defender al surrealismo de la acusación de no ser más que un vulgar pasatiempo intelectual. Que se esfuercen, evitando interferencias exteriores, en enterarse de lo que nosotros, los surrealistas, hemos intentado, que nos ayuden, que nos interpreten, uno a uno, si así fuere necesario. Resulta casi inútil que neguemos haber querido formar un círculo cerrado, ya que la propagación de este rumor únicamente puede beneficiar a aquellos cuya alianza más o menos breve con nosotros fue denunciada, por nosotros, en virtud de vicio redhibitorio. Son los individuos como M. Artaud, tal como hemos visto, y tal como se le pudo ver, abofeteado en el pasillo de un hotel por Pierre Unik, en cuya ocasión pidió auxilio... ¡a su madre! Son gente como M. Carrive, incapaz de enfocar los problemas políticos o sexuales, como no sea desde el punto de vista del terrorismo gascón, quien a fin de cuentas no es más que un débil apologista del Garine de M. Malraux. Son como M. Delteil, de quien basta leer su innoble artículo sobre el amor, en el número 2 de «Révolution Surréaliste» (dirigida por Naville), y, después de ser expulsado del surrealismo, sus Les Poilus, Jeanne d'Arc..., en fin, es inútil insistir. Individuos como M. Gérard, único en su género, que fue rechazado por auténtica imbecilidad congénita, y cuya evolución ha sido distinta de la de los precedentes, ya que ahora hace trabajitos en «La Lutte de Classes» y «La Vérité», aunque en realidad no se trata de nada grave. Gente como M. Limbour, quien también ha desaparecido casi totalmente, entregado al escepticismo y a la coquetería literaria del peor gusto. Gente como M. Masson, cuyas convicciones surrealistas, pese a pregonarlas tanto, no pudieron resistir la lectura de un libro titulado El surrealismo y la pintura, cuyo autor, por otra parte un tanto olvidadizo de las jerarquías, no supo o no quiso hacerle comprender a Picasso, a quien M. Masson considera un crápula, ni a Max Ernst, a quien M. Masson acusa de no pintar tan bien como él; esta explicación me la dio él mismo. Son gente como M. Soupault, y con él llegamos a la infamia total; más valdrá que no nos ocupemos de lo que M. Soupault firma, y que hablemos de lo que no firma, de esos rumores que hace circular, mientras niega su paternidad con nerviosismo de rata dedicada a dar vueltas al ratódromo, mediante las periódicos dedicados al chantaje, tales como «Aux Ecoutes». «M. André Breton, jefe del grupo surrealista, ha desaparecido de la guarida de la banda, en la calle Jacques-Callot (se refiere a la antigua Galerie Surréaliste). Un amigo surrealista nos informa que juntamente con M. André Breton han desaparecido unos cuantos libros de contabilidad de la extraña sociedad del Barrio Latino, dedicada a propugnar la supresión de todo lo existente. Sin embargo, nos hemos enterado de que el exilio de M. Breton queda dulcificado por la deliciosa compañía de una rubia surrealista.» René Crevel y Tristan Tzara también saben a quién se deben ciertas pasmosas revelaciones acerca de su vida, y ciertas imputaciones calumniosas. Por mi parte, confieso que me produce cierto placer el que M. Artaud pretenda hacerme pasar por un ser deshonesto, y que M. Soupault tenga la caradura de llamarme ladrón. Finalmente, son gente como M. Vitrac, auténtico porcallón ideológico —dejemos que él y esa otra cucaracha llamada el abbé Bremond se queden con su «poesía pura»—, pobre diablo cuya ingenuidad a toda prueba le ha inducido a confesar que su ideal, en cuanto hombre de teatro, ideal que es también, cual cabía esperar, el de M. Artaud, consiste en organizar espectáculos que puedan rivalizar, en belleza, con las batidas de la policía (declaración del teatro Alfred Jarry, publicada por la «Nouvelle Revue Française»). (4) Como pueden ver, todo resulta muy divertido. Por otra parte hay otros, más todavía, que no han sido nombrados, ya por cuanto sus actividades públicas tienen aún menor importancia que las de los anteriores, ya debido a que hayan ejercido su desvergüenza en ámbitos más reducidos, ya porque hayan intentado ampararse en el sentido del humor, que han asumido la tarea de demostrarnos que son muy pocos los hombres, entre todos los que voluntariamente se presentan, que estén a la altura de los propósitos surrealistas, y también de convencernos de que aquello que, ante su primera debilidad, les condena y les precipita a su perdición, sin posibilidad de retornar al buen camino, aquello que condena a muchos y a muy pocos perdona, labora en pro de dichos propósitos.
Demasiado sería pedirme que me abstuviera, durante más tiempo, de efectuar este comentario. En la medida de los medios con que cuento, considero que no estoy autorizado a dejar en paz a los granujas, los impostores, los arrivistas, los falsos testigos y los delatores. El tiempo perdido, en espera de poderles confundir, puede todavía recuperarse, y puede recuperarse de modo que redunde en su perjuicio. Yo creo que realizar una tajante discriminación es la única actitud perfectamente digna del fin que perseguimos, y creo que supondría cierta ceguera mística el infraestimar el disolvente alcance de la permanencia de estos traidores entre nosotros, del mismo modo que sería indicio de la más lamentable confusión de carácter positivista el suponer que estos traidores, que tan sólo lo son a sus primeras intentonas, puedan permanecer indiferentes ante dicha sanción. (5) Que el diablo ampare, una vez más, la ideología surrealista, así como toda otra ideología que tienda a asumir una forma concreta, a someter todo lo bueno que quepa imaginar a un orden de hecho, de la misma manera que la idea del amor tiende a crear un ser, que la idea de la revolución tiende a hacer llegar el día de esta revolución, sin lo cual estas ideas perderían todo su sentido —recordemos que la ideología del surrealismo tiende simplemente a la total recuperación de nuestra fuerza psíquica por un medio que consiste en el vertiginoso descenso al interior de nosotros mismos, en la sistemática iluminación de zonas ocultas, y en el oscurecimiento progresivo de otras zonas, en el perpetuo pasear en plena zona prohibida, y que su actividad no corre grave riesgo de detenerse mientras el hombre sepa distinguir a un animal de una llama o de una piedra—, el diablo ampare, decía, a la ideología surrealista a fin de que nunca falten escollos en su camino. Es absolutamente necesario que nos comportemos como si verdaderamente estuviéramos en «el mundo», para arriesgarnos inmediatamente a formular ciertas reservas. Que no se enojen, pues, aquellos que se desesperan al vernos abandonar de repente las alturas en las que nos sitúan, si aquí emprendo la tarea de hablar de la actitud política, «artística», polémica, que, a fines de 1929, quizá sea la nuestra, y de poner de relieve, en el ámbito exterior a ella, ciertos comportamientos individuales, elegidos entre los más típicos y más particulares de nuestros días.
Ignoro si es oportuno contestar aquí a las pueriles objeciones de aquellos que, fija su atención en las posibles conquistas del surrealismo en aquel ámbito poético en el que se proyectó en sus comienzos, se inquietan al ver que toma partido en la lucha social, y afirman que eso le llevará a la ruina. Esto no es más que una indiscutible muestra de su pereza, o indirecta expresión de su deseo de limitarnos. Creemos nosotros que Hegel dejó sentado de una vez para siempre que en la esfera de la moralidad, en tanto en cuanto se distingue de la esfera social, no hay más que una convicción formal, y si mencionamos la verdadera convicción lo hacemos para que conste la distinción y para evitar la confusión en que se podría incurrir al considerar la convicción a que nos referimos, es decir, la convicción formal, como si fuese la convicción verdadera, ya que ésta sólo se produce en la vida social (Filosofía del Derecho). El proceso sobre la suficiencia de esta convicción formal ya se ha celebrado, por lo que pretender a todo precio que nos sometamos a ella muy poco honor hace a la inteligencia y a la buena fe de nuestros contemporáneos. A partir de Hegel, no hay sistema ideológico que pueda evitar su total derrumbamiento, después de haber fracasado en el intento de llenar el vacío que dejaría tras sí, vacío en la misma inteligencia, el principio de una voluntad que únicamente actuara por propia cuenta, y que estuviera entregada por entero a proyectarse sobre sí misma. Tras recordar que la lealtad, en el sentido hegeliano de la palabra, únicamente puede ser función de la penetrabilidad de la vida subjetiva por la vida «sustancia», y que, sean cuales fueren sus divergencias, esta idea no ha sido objeto de contradicciones fundamentales por parte de mentalidades tan distintas cuales la de Feuerbach, quien acabó negando la conciencia en cuanto facultad particular, de Marx, totalmente entregado a la necesidad de modificar totalmente las condiciones externas de la vida social, de Hartmann, quien de una teoría ultrapesimista del subconsciente derivaba una afirmación nueva y optimista de nuestra voluntad de vivir, de Freud, que insistía más y más sobre la solicitación propia del super-yo, creo que nadie se sorprenderá al ver que el surrealismo, sin dejar de avanzar, se dedica a algo más que a la resolución de un problema psicológico, por interesante que éste sea. En nombre del imperioso reconocimiento de esta necesidad, considero que no podemos evitar plantearnos con toda crudeza la cuestión del régimen social bajo el que vivimos, quiero decir con esto la cuestión de la aceptación o la no aceptación de este régimen. En nombre de este mismo reconocimiento, creo que estoy más que titulado para acusar, aunque sea incidentalmente, a los desertores del surrealismo para quienes lo antes dicho es demasiado arduo o demasiado elevado. Hagan lo que hagan, por agudo que sea el grito de falsa alegría con que celebraron su huida, fuere cual fuere la lamentable decepción que nos produjeron —y con ellos todos los que dicen que tanto da un régimen como otro, ya que a fin de cuentas el hombre siempre será derrotado—, no conseguirán que olvide que no serán ellos, sino yo, al menos eso confío, quien algún día gozará de esta suprema «ironía» que se proyecta sobre todo, y también sobre los regímenes, y que no podrán alcanzar, no sólo porque no está a su alcance, sino también porque exige, como condición previa, la totalidad del acto voluntario consistente en recorrer el ciclo de la hipocresía, del probabilismo, de la voluntad que quiere el bien, y de la convicción (Hegel, Fenomenología del espíritu).

En el caso de que el surrealismo se dedicara especialmente a instruir proceso a las nociones de realidad e irrealidad, de razón y de sinrazón, de reflexión e impulso, de sapiencia y de ignorancia «fatal», de utilidad e inutilidad, etc., presentaría con el materialismo histórico por lo menos una analogía en cuanto a la tendencia que nace del «colosal abortamiento» del sistema hegeliano. Me parece imposible la asignación de límites, por ejemplo, los impuestos por el sistema económico, al ejercicio de un modo de pensar definitivamente sometido a la negación. ¿Cómo cabe negar que el método dialéctico se pueda aplicar eficazmente a la resolución de problemas sociales? Toda la ambición del surrealismo estriba en proporcionar al método dialéctico posibilidades de aplicación que en modo alguno se dan en el campo de lo consciente más inmediato. Verdaderamente no comprendo por qué razón, aunque ello desagrade a ciertos revolucionarios de limitados horizontes, debemos abstenernos de propugnar la revolución, de aplicarnos a los problemas del amor, del sueño, de la locura, del arte y de la religión (6), siempre y cuando los enfoquemos desde el mismo punto de vista que aquellos —y también nosotros— los enfocan. Tampoco tengo ningún inconveniente en afirmar que, antes del surrealismo, nada se hizo, con carácter sistemático, en el sentido antes dicho, y que, tal como nos ha sido dado, el método dialéctico, en su forma hegeliana, también para nosotros resulta inaplicable. También para nosotros era preciso acabar con el idealismo propiamente dicho, la creación de la palabra «surrealismo» lo demuestra con suficiente claridad, y, sirviéndonos del ejemplo de Engels, también teníamos que liberarnos de la necesidad de ceñirnos al infantil razonamiento «La rosa es una rosa; la rosa no es una rosa; y, sin embargo, la rosa es una rosa», sino que, y perdóneseme este paréntesis, teníamos que situar a «la rosa» en una dinámica fecunda de contradicciones de más alcance, en la que la rosa fuese sucesivamente aquella rosa que proviene del jardín, la que cumple una función singular en un sueño, la que no se puede separar de «un ramo óptico», la que puede cambiar totalmente sus propiedades al pasar a la escritura automática, aquella que tan sólo conserva de la rosa cuanto el pintor ha querido que conservara en un cuadro surrealista, y, por fin, aquella rosa, totalmente distinta a sí misma, que regresa al jardín. Está eso muy lejos del punto de vista idealista, cualquiera que sea, y nosotros ni siquiera lo pondríamos de relieve si algún día dejáramos de ser el objetivo de los ataques de un materialismo primario, ataques que parten, a un mismo tiempo, de aquellos que, por bajo conservadurismo, no sienten el menor deseo de poner en claro las relaciones entre el pensamiento y la materia, y de aquellos que, por un sectarismo revolucionario mal entendido, confunden, con desprecio de la realidad, este materialismo con aquel otro del que Engels lo distingue esencialmente, y que definió, de manera principalísima, como una intuición del mundo, destinada a ser experimentada y convertirse en realidad; en el curso del desarrollo de la filosofía, el idealismo llegó a ser insostenible y fue negado por el materialismo moderno, y este último, que es la negación de la negación, no consiste en la simple restauración del antiguo materialismo, ya que a los fundamentos perennes de éste añade la totalidad del pensamiento de la filosofía y de las ciencias naturales, según su evolución a lo largo de dos mil años, y añade también los productos de esta misma larga historia. También nosotros pretendemos situarnos en un punto de partida tal que permita superar la filosofía. A mi juicio, éste es el destino de todos aquellos para quienes la realidad no solamente tiene una importancia teórica, sino que el hecho de proyectarse apasionadamente sobre esta realidad es también una cuestión de vida o muerte, tal como dijo Feuerbach; nuestra actitud consiste en dar totalmente, sin reservas, tal como la damos, nuestra adhesión al principio del materialismo histórico, la de los otros consiste en arrojar al rostro del embobado mundo intelectual la idea de que «el hombre no es más que lo que come», y que una futura revolución tendrá más posibilidades de triunfar si el pueblo está mejor alimentado, y come guisantes en vez de comer patatas.

Nuestra adhesión al principio del materialismo histórico... Verdaderamente no se puede jugar con estas palabras. Si dependiera únicamente de nosotros —con eso quiero decir si el comunismo no nos tratara tan sólo como bichos raros destinados a cumplir en sus filas la función de badulaques y provocadores—, nos mostraríamos plenamente capaces de cumplir, desde el punto de vista revolucionario, con nuestro deber. Desgraciadamente, en este aspecto imperan unas opiniones muy especiales con respecto a nosotros; por ejemplo, en cuanto a mí concierne puedo decir que, hace dos años, no pude, tal como hubiera querido, cruzar libre y anónimamente el umbral de la sede del partido comunista francés, en la que tantos individuos poco recomendables, policías y demás, parecen tener permiso para moverse como don Pedro por su casa. En el curso de tres entrevistas que duraron varias horas me vi obligado a defender al surrealismo de la pueril acusación de ser esencialmente un movimiento político de orientación claramente anticomunista y contrarrevolucionaria. Huelga decir que no tenía derecho a esperar que quienes me juzgaban hicieran un análisis fundamental de mis ideas. Aproximadamente en esta época, Michel Marty vociferaba, refiriéndose a uno de los nuestros: «Si es marxista, no tiene ninguna necesidad de ser surrealista.» Ciertamente, en estos casos, no fuimos nosotros quienes alegamos nuestro surrealismo; este calificativo nos había precedido, a nuestro pesar, tal como a los seguidores de Einstein les hubiera precedido el de relativistas, o a los de Freud el de psicoanalistas. ¿Cómo no inquietarse ante el nivel ideológico de un partido que había nacido, tan bien armado, de dos de las más sólidas mentes del siglo XIX? Desgraciadamente, los motivos de inquietud son más que abundantes; lo poco que he podido deducir de mi experiencia personal coincide plenamente con las experiencias ajenas. Me pidieron que presentara a la célula «del gas» un informe sobre la situación dominante en Italia, y especificaron que únicamente podía basarme en realidades estadísticas (producción de acero, etc.), y que debía evitar ante todo las cuestiones ideológicas. No pude hacerlo.

Sin embargo, reconozco que si en el partido comunista me tomaron por un intelectual del tipo más indeseable que quepa imaginar, ello se debía únicamente a un error de interpretación. Mis simpatías están con la masa formada por aquellos que realizarán la revolución social, y lo están de un modo tan exclusivo que no puedo sentir rencor a causa de los pasajeros efectos de aquella desdichada interpretación. Lo que no acepto es que, en virtud de determinadas posibilidades de maniobrar, ciertos intelectuales a los que conozco, cuyas motivaciones morales son más que dudosas, tras haber intentado sin éxito el cultivo de la poesía y de la filosofía, se pongan la casaca de la agitación revolucionaria, que gracias a la confusión imperante en los ámbitos revolucionarios consigan suscitar ciertas esperanzas, y, para mayor comodidad, se apresuren a renegar truculentamente de aquello que, cual el surrealismo, les ha permitido alumbrar sus pensamientos más lúcidos, pero que, al mismo tiempo, les obliga a rendir cuentas y a justificar humanamente su postura. El espíritu no es como una veleta, o, por lo menos, no es tan sólo como una veleta. No basta con decidir de repente entregarse a una determinada actividad, ya que esta entrega nada significa si uno no es capaz de expresar objetivamente cómo llegó a tal decisión, y en qué punto exacto era necesario que estuviera para llegar a ella. No quiero ni siquiera oír hablar de esas conversiones revolucionarias de tipo religioso, de esas conversiones de algunos individuos que se limitan a comunicárnoslas, y añaden, con satisfacción, que no se explican las causas. En estos casos no puede haber ruptura, ni solución de continuidad en el pensamiento. Claro que siempre cabe recordar los viejos caminos sinuosos de la gracia... Bueno, es broma. Pero resulta natural que sienta una gran desconfianza, en estos casos. La verdad es que conozco a un hombre determinado, y con eso quiero decir que sé de dónde procede e incluso, un poco, a dónde va, y de pronto se pretende que este sistema de referencias quede invalidado, y que este hombre haya llegado a un lugar totalmente distinto de aquel hacia el que avanzaba. Y si esto pudiera llegar a ocurrir, ¿acaso no hubiera sido necesario que este hombre al que considerábamos en el amable estado de crisálida, a fin de volar con sus propias alas hubiera tenido que salir del capullo de su pensamiento? Repito que no creo en estas conversiones. Considero absolutamente necesario, no sólo desde el punto de vista moral sino también desde el punto de vista práctico, que cada uno de esos que se apartan del surrealismo ponga en tela de juicio, ideológicamente hablando, al surrealismo, y nos señale, desde su punto de vista, los aspectos más dudosos. Pero no, jamás ha ocurrido tal. La verdad es que, al parecer, la causa de estos bruscos cambios de actitud se halla casi siempre en sentimientos de muy poca altura, y creo que debemos buscar el secreto de estas causas, como el de la gran inconstancia de la mayoría de Ios hombres, antes bien en una progresiva pérdida de conciencia que en el súbito florecer del razonamiento, que es tan diferente de lo anterior como el escepticismo lo es de la fe. Con gran satisfacción de aquellos a quienes desagrada regular las propias ideas, tal como se regulan en el surrealismo, resulta que dicha regulación no se efectúa en los medios políticos, por lo que quedan en libertad, desde que ingresan en ellos, de convertir en realidad su ambición, esta ambición que existía ya antes —y esto es lo grave— de que descubrieran su pretendida vocación revolucionaria. Hay que oírles en el acto de predicar a los viejos militantes; hay que verles quemar, con más facilidad que si de sus propios papeles se tratara, las etapas del pensamiento crítico, que es más riguroso en estos terrenos que en cualquier otro; hay que ver cómo éste toma por testigo a uno de esos pequeños bustos de Lenin que se venden a tres francos ochenta, y el de más allá golpea con el dorso de la mano el vientre de Trotsky... Lo que no tolero es que esas gentes con quienes estuvimos en relación, y cuya mala fe, arrivismo y finalidades contrarrevolucionarias, por haberlas nosotros experimentado en propio perjuicio, hemos denunciado en toda ocasión desde hace tres años, que los individuos como Morhange, Politzer y Lefèvre, encuentren el medio de ganarse la confianza de los dirigentes del partido comunista, hasta el punto de poder publicar, por lo menos con su aparente aprobación, dos números de una cierta «Revue de Psychologie Concrète», y siete números de la «Revue Marxiste», tras lo cual tuvieron a bien ilustrarnos de una vez para siempre acerca de su bajeza, cuando el segundo de los nombrados decidió, al cabo de un año de colaboración y complicidad con el primero, y teniendo en cuenta que la psicología concreta no gozaba de popularidad, denunciar a aquél ante el Partido, acusándole de haber disipado en Montecarlo, en el curso de un día, la suma de doscientos mil francos que le había sido confiada a fin de que la empleara en propaganda revolucionaria, y el denunciado, únicamente ofendido por el proceder de su amigo, vino inesperadamente a hacerme partícipe de su indignación, reconociendo sin empacho que los hechos de que se le acusaba eran ciertos. En Francia, actualmente, está permitido, con la connivencia de M. Rappoport, abusar del nombre de Marx, sin que nadie formule objeciones. Ante esto, me pregunto a dónde ha ido a parar la moral revolucionaria.
Cabe concebir que la facilidad con que estos señores engañan, y engañan de modo tan total, a quienes les acogen, ayer en el seno del partido comunista, mañana en la oposición a dicho partido, haya tentado y siga tentando a algunos intelectuales poco escrupulosos, que también fueron aceptados por el surrealismo, quienes, luego, se convierten en sus más feroces enemigos. (7) Algunos de ellos son del tipo de M. Baron, autor de poemas muy hábilmente plagiados de Apollinaire, aunque en ellos se muestre más propenso que éste a los placeres desordenados, y quien, debido a su absoluta carencia de ideas generales, no era más, en el inmenso bosque del surrealismo, que una insignificante puesta de sol reflejada en una charca de aguas pútridas, y las gentes de este tipo aportan al mundo «revolucionario» el tributo de una exaltación de colegio de segunda enseñanza y una ignorancia crasa, todo ello salpicado con imágenes propias del catorce de julio. (Hace algunos meses, y en un estilo delicioso, M. Baron me comunicó su conversión al leninismo integral. Conservo su carta, cuyas ridículas afirmaciones alternan con los más horrendos lugares comunes copiados de la «Humanité», y con conmovedoras declaraciones de su amistad hacia mí. Esta carta está a disposición de todos los aficionados al género. Y no volveré a hablar de ella, a menos que me obliguen.) Hay otros que pertenecen a la especie de M. Naville, con respecto a quien estamos dispuestos a esperar que su insaciable sed de notoriedad acabe por devorarle —en menos de cuatro días, M. Naville ha sido director de «L'Oeuf dur», director de «La Révolution Surréaliste», ha ejercido sus dotes de mando en «L'Estudiant d'avant-garde», ha sido director de «Clarté» y de la «Lutte de Classes», le ha faltado poco para ser el director del «Camarade», y en la actualidad es la primerísima estrella de «La Verité»—, hay otros que tan sólo buscan, sea en la causa que sea, unas mínimas directrices protectoras, tal como aquellas que dan a los infortunados las señoras dedicadas a las buenas obras, quienes en dos palabras les dicen qué es lo que deben hacer. Ante la sola presencia de M. Naville, el partido comunista francés, el partido comunista ruso, la mayoría de Ios hombres de la oposición en todos los países, y los primeros entre éstos aquellos para con quien M. Naville estaba, quizá, en deuda, como Boris Souvarine, Marcel Fourrier, todos los del surrealismo y yo, tomamos aspecto de mendigos. M. Baron, autor de Andadura poética es a esta andadura lo que M. Naville es a la andadura revolucionaria. Sin duda. M. Naville se ha dicho que pertenecer durante tres meses al partido comunista es exactamente lo que le hace falta, ya que lo que más le interesa es hacer valer el hecho de haber abandonado el partido. M. Naville, o por lo menos el padre de M. Naville, es muy rico. (Para aquellos de mis lectores que no son enemigos de los detalles pintorescos diré que la oficina de dirección de «La Lutte de Classes» se encuentra en el número 15 de la calle de Grenelle, en una propiedad de la familia de M. Naville, propiedad que no es otra que el antiguo palacete de los duques La Rochefoucauld.) Estas consideraciones me parecen ahora de importancia mayor que la que anteriormente les atribuía. Y, en efecto, es conveniente señalar que M. Morhange, en el momento en que decide fundar la «Revue Marxiste», recibe, a estos efectos, de manos de M. Friedmann un préstamo por valor de cinco millones. Poco después, su mala suerte en la ruleta le obliga a devolver una importante parte de dicha suma, pero no por ello deja de ser cierto que gracias a esta exorbitante ayuda financiera ha podido usurpar el puesto que ya sabemos, y hacerse perdonar su flagrante incompetencia. Del mismo modo, gracias a suscribir cierta cantidad de acciones fundacionales de la empresa «Les Revues», de la que era subsidiaria la «Revue Marxiste», M. Baron, quien acababa de heredar, pudo creer que ante él se abrían horizontes más vastos que aquellos a los que estaba acostumbrado. Asimismo, cuando, hace pocos meses, M. Naville nos comunicó su intención de publicar «Le Camarade,», periódico que, a su decir, debía subvenir a la necesidad de dar renovado vigor a la crítica de la oposición, pero que, en realidad, debía ante todo proveerle de una excusa para apartarse, a la chita callando, cual nos tienen acostumbrados, del excesivamente perspicaz Fourrier, tuve curiosidad de enterarme, por sus propios labios, de quién sufragaría los gastos de esta publicación, publicación de la que M. Naville iba a ser, tal como ya he dicho, el director, el único director, sépase bien. ¿Acaso eran esos misteriosos «amigos», a quienes se dedican muy amenos comentarios en la última página de los diarios, y a los que se pretende interesar en el precio del papel? Pues no, nada de eso. Se trataba pura y simplemente de M. Pierre Naville y su hermano, quienes aportarían quince mil francos de los veinte mil que se necesitaban. El resto sería entregado por unos llamados «camaradas» de Souvarine, de quienes M. Naville confesó no saber siquiera el nombre. Como puede verse, para hacer prevalecer el propio punto de vista en Ios ámbitos en que, a este respecto, más estricto criterio debiera imperar, mayor importancia tiene el hecho de ser hijo de un banquero que la validez de dichos puntos de vista. M. Naville, quien practica con habilidad, en vistas a conseguir los resultados ya clásicos, el arte de dividir a la gente, no retrocederá ante medio alguno, y ello es evidente, con tal de llegar a regir la opinión revolucionaria. Pero, como sea que en aquel bosque alegórico, en el que no hace mucho veía a M. Baron en el acto de desplegar gracias de renacuajo, han amanecido ya varios días aciagos para dicha serpiente boa de tan desagradable cara, cabe predecir, con la satisfacción propia del caso, que domadores dotados de la fuerza de un Trotsky, e incluso de un Souvarine, acabarán por hacer entrar en razón a tan eminente reptil. Por el momento, únicamente sabemos que ha regresado de Constantinopla, en compañía del insignificante volátil Francis Gérard. Los viajes, que tanto forman a la juventud, no deforman la bolsa de M. Naville, padre. También es del mayor interés ir a indisponer a Trotsky con sus únicos amigos. Y ahora quiero formular una última pregunta, de carácter puramente platónico, a M. Naville: ¿QUIÉN paga los gastos de «La Verité», órgano de la oposición comunista, en el que el nombre de usted adquiere de día en día más y más importancia, y consta siempre en primera página? Muchas gracias.

Si he juzgado oportuno tratar tan extensamente los anteriores temas, ello se debe a que quería poner de relieve que, contrariamente a lo que pretenden hacer creer, todos nuestros antiguos colaboradores que proclaman haberse apartado del surrealismo por propia voluntad han sido, sin una sola excepción, expulsados por nosotros, y, en modo alguno resulta ocioso difundir las razones de su expulsión. En primer lugar, se debió al deseo de demostrar que, si bien el surrealismo se considera indisolublemente unido, en méritos de las afinidades a que me he referido, al desarrollo del pensamiento marxista, y únicamente a éste, también es cierto que se inhibe, y sin duda seguirá inhibiéndose durante mucho tiempo, de elegir entre las dos grandes corrientes que, en los presentes momentos, enfrentan entre sí a aquellos hombres que tienen distintas concepciones tácticas, pese a que, no por ello, se han mostrado menos entregados a la revolución. En el momento en que Trotsky, en carta del 25 de septiembre de 1929, reconoce que, en el seno de la Internacional, es patente el hecho de la inclinación de la dirección oficial hacia la izquierda, y en la que prácticamente apoya con toda su autoridad la solicitud de reintegración de Racovsky, Cassior y Okoudjava, susceptible de comportar la suya propia, no vamos nosotros a adoptar una postura más irreductible que la del firmante de dicha carta. No será precisamente en el momento en que el solo hecho de considerar el más penoso conflicto interno que quepa imaginar induce a hombres cual los arriba mencionados a dar un nuevo paso en la senda de la reconciliación, no sin hacer pública reserva de, por lo menos, sus más definitivas convicciones, cuando nosotros intentemos, ni mucho menos, revolver la espada en la herida de la represión, tal como ha hecho M. Panaït Istrati, por lo que M. Naville le ha felicitado, dándole al mismo tiempo un bondadoso tirón de orejas: Istrati, más te hubiera valido no publicar un fragmento de tu libro en un órgano tal como la «Nouvelle Revue Française» (8), etc. En este asunto, nuestra intervención solamente tiene la finalidad de poner en guardia a las mentalidades serias ante un reducido número de individuos que sabemos, por propia experiencia, son memos, farsantes o intrigantes y, en todo caso, seres malintencionados, desde el punto de vista revolucionario. Por el momento, esto es cuanto hemos podido hacer, en tal materia. Somos los primeros en lamentar que lo hecho sea tan poco.

Para que, en el ámbito al que me acabo de referir, quepa la posibilidad de que ocurran esos abusos de confianza, esas defecciones y traiciones de todo orden, parece necesario que este ámbito sea un recinto habitado por seres despreciables, en el que no quepa contar con la actividad desinteresada y simultánea de un puñado de hombres. Si la tarea revolucionaria, en sí misma, con la disciplina que su realización presupone, no es de tal naturaleza que separe, desde un principio, a los buenos de los malos, a los falsos de los sinceros, si, por su mal, no tiene más remedio que esperar a que una serie de acontecimientos exteriores cumplan la función de desenmascarar a unos y de proyectar un reflejo de inmortalidad en los rostros desnudos de los otros, ¿cómo puede pretenderse que las cosas no se desarrollen más miserablemente todavía con respecto a aquellas tareas que no son la anteriormente dicha, en sentido estricto, y, concretamente en la tarea surrealista, en la medida en que ésta no se confunda únicamente con la primeramente mencionada? Es plenamente normal que el surrealismo se manifieste en medio, y quizá al precio, de una ininterrumpida serie de fracasos, de zigzags y de defecciones que exigen, en todo momento, poner en duda sus bases primarias, es decir volver a los principios iniciales de su actividad, e interrogar al mañana aleatorio que es causa de que los corazones «se enamoren» ahora de él, y se aparten después de él. Debo reconocer que no todo se ha intentado a los efectos de llevar a buen término nuestro empeño, aunque sólo fuese por el medio de sacar provecho de los recursos que hemos definido como propios de nuestra postura, y por el medio de utilizar intensamente los modos de investigación que fueron preconizados en los orígenes del movimiento de que tratamos. Quiero volver a recordar y a insistir en que el problema de la acción social es únicamente una de las formas de un problema más general que el surrealismo se ha impuesto el deber de poner de relieve, y que no es otro que el de la expresión humana en todas sus formas. Quien dice expresión dice, en primer lugar, idioma. No hay pues que sorprenderse de que el surrealismo se sitúe ante todo, y casi únicamente, en el terreno del idioma, y tampoco hay que sorprenderse de que el surrealismo, después de efectuar tal o cual incursión en otros campos, regrese al del idioma cual si buscara gozar del placer de comportarse en él igual que si se hallara en un país ya conquistado. Y, efectivamente, nada puede ya obstar a que una gran parte de este país sea tierra conquistada por el surrealismo. Las hordas de palabras literalmente desencadenadas a Ias que el dadaísmo y el surrealismo han dado libertad, abriéndoles todas las puertas, no son de aquellas que se retiran fácilmente. Sin prisas, con seguridad, estas hordas penetrarán en los pueblecitos de Ia idiocia literaria que todavía se enseña en la actualidad, y, confundiendo sin dificultades las altas con las bajas esferas, derribarán sin perder la compostura gran cantidad de torreones defensivos. Con la falsa idea de que nuestros esfuerzos tan sólo han servido para hacer tambalear, seriamente, a la poesía, la población no está lo suficientemente alarmada, y se limita a construir, aquí y allá, diques de contención carentes de importancia. Fingen no darse cuenta de que el mecanismo lógico de la frase se muestra, en sí mismo, de día en día más impotente para producir en el hombre aquella sacudida emotiva que es la que verdaderamente da valor a su vida. Contrariamente, los productos de esta actividad espontánea, o más espontánea, directa, o más directa, cual los que le ofrece con creciente abundancia el surrealismo bajo la forma de libros, cuadros y películas cinematográficas que el hombre contempló inicialmente con estupor, son ahora buscados por este mismo hombre, quien se rodea de ellos, y se entrega, más o menos tímidamente a ellos, con el deseo de alterar totalmente su modo de sentir. Ya lo sé: este hombre todavía no es hombre del todo, y es necesario dejarle tiempo para que llegue a serlo. Pero fijaos en cuánta admirable y perversa capacidad de insinuación han demostrado tener ciertas obras, pocas, muy modernas, obras de las que Io menos que cabe decir es que están dominadas por un espíritu especialmente insalubre: Baudelaire y Rimbaud (pese a las reservas que he hecho a su respecto), Huysmans y Lautréamont. Y al mencionar a éstos, me he limitado al campo de la poesía. No tememos someternos a la ley de esta insalubridad. Nadie podrá decir que no hemos hecho cuanto hemos podido a fin de aniquilar esta estúpida ilusión de felicidad y de común acuerdo, cuya denuncia será la gloria del siglo XIX. Bien cierto es que ni por un instante hemos dejado de amar estos rayos de sol poblados de miasmas. Pero, en el momento en que los poderes públicos de Francia se disponen a celebrar grotescamente con diversas conmemoraciones el centenario del romanticismo, nosotros declaramos que, históricamente, de este romanticismo en nuestros días tan sólo queda la cola, pero se trata de una cola extremadamente prensil, y la esencia de lo que queda de este romanticismo, en 1930, consiste en la negación de aquellos poderes y de aquellas conmemoraciones; asimismo declaramos que, para el romanticismo, tener cien años de existencia equivale a la juventud, que los días del romanticismo erróneamente calificados de heroicos, tan sólo merecen, honestamente, la calificación de días de vagidos de un ser que ahora comienza a dar a conocer sus deseos a través de nosotros, y que si se reconoce que todo pensamiento anterior a él representaba, en el sentido «clásico», el bien, ahora este romanticismo desea, sin lugar a la menor duda, el mal en su totalidad.

Sea cual fuere la evolución del surrealismo en el terreno político, por urgente que sea el imperativo de confiar únicamente, en orden a la liberación del hombre, condición primordial del espíritu, en la revolución del proletariado, puedo afirmar que no hemos tenido razón alguna, digna de consideración, para poner en tela de juicio los medios de expresión que nos son propios y cuyo uso, según hemos podido comprobar, sirve satisfactoriamente a nuestros propósitos. Y si alguien ha tenido a bien condenar tal o cual imagen específicamente surrealista que yo haya podido emplear al azar en un prefacio, no por ello queda zanjado el problema de las imágenes. «Esta familia es una camada de perros» (Rimbaud). Si, basándose en una frase cual ésta, aislada de su contexto, hay gente que se dedica a escribir largas parrafadas apasionadas, lo único que lograrán será formar un nutrido grupo de ignorantes. Jamás se conseguirá implantar procedimientos neo-naturalistas a expensas de los nuestros, es decir, jamás se conseguirá aniquilar todo aquello que, a partir del naturalismo, constituye las más importantes conquistas del espíritu. Recordaré ahora las respuestas que di, en septiembre de 1928, a Ias dos siguientes preguntas que me formularon: 1.ª ¿Cree que la producción artística y literaria es un fenómeno puramente individual? ¿No cree que dicha producción pudiera, o debiera, ser reflejo de las grandes corrientes que determinan la evolución económica y social de la humanidad? 2.ª ¿Cree usted en la existencia de una literatura y de un arte que expresen las aspiraciones de la clase obrera? ¿Quiénes son, a su juicio, sus principales representantes?
1. Sin duda alguna, la producción artística y literaria, como todo fenómeno intelectual, no merecerá tal nombre como no sea que se proponga únicamente el problema de la soberanía del pensamiento. Es decir, resulta imposible contestar negativa o afirmativamente a su primera pregunta, y la única actitud filosófica que cabe observar en este caso consiste en imponer la contradicción (existente) entre el carácter del pensamiento humano que consideramos absoluto, por una parte, y la realidad de este pensamiento humano en una multitud de seres humanos individuales, con pensamiento limitado, por otra; esta contradicción no puede resolverse sino en el progreso infinito, en la serie, por lo menos prácticamente infinita, de las sucesivas generaciones humanas. En este sentido, el pensamiento humano posee la soberanía y no la posee; y su capacidad de conocer es tan ilimitada como limitada. Soberano e ilimitado por naturaleza y vocación, en potencia, y, en cuanto a su última finalidad en la Historia, pero carente de soberanía y limitado en cada una de sus realizaciones y en cualquiera de sus estados (Engels, La moral y el derecho. Verdades eternas). Este pensamiento, en el terreno en que usted me pide lo considere, en cuanto expresión particular determinada, no puede sino oscilar entre la conciencia de su perfecta autonomía y la conciencia de su estrecha dependencia. En nuestro tiempo, la producción artística y literaria me parece totalmente sacrificada a las exigencias del desenlace de este drama, consecuencia de un siglo de filosofía y de poesía verdaderamente desgarradoras (Hegel, Feuerbach, Marx, Lautréamont, Rimbaud, Jarry, Freud, Chaplin, Trotsky). En estas circunstancias, decir que aquella producción puede, o debe, ser el reflejo de las grandes corrientes que determinan la evolución económica y social de la humanidad sería emitir un juicio muy vulgar, implicando el reconocimiento puramente circunstancial del pensamiento y prescindiendo de su naturaleza esencial, naturaleza que es, a un mismo tiempo, incondicionada y condicionada, utópica y realista, con su fin contenido en ella misma y con la sola ambición de estar al servicio de algo, etc.
2. No creo en la posibilidad de la existencia actual de una literatura o de un arte que exprese las aspiraciones de la clase obrera. Si no creo en ello la causa radica en que en el período prerrevolucionario el escritor o el artista, de formación necesariamente burguesa, es por definición incapaz de expresarlas. No negaré que pueda formarse cierta idea de estas aspiraciones, y que, en circunstancias morales que muy rara vez se darán, pueda concebir la relatividad de toda causa, en función de la causa proletaria. Creo que se trata de una cuestión de sensibilidad y de honradez. Sin embargo, y pese a lo anterior, no podrá zafarse de muy graves dudas, inherentes a los medios de expresión que le son propios, que le obligan a considerar, por y ante sí, desde un ángulo muy especial la obra que se propone realizar. Para que esta obra sea viable es preciso que esté situada en cierto lugar con respecto a ciertas otras obras ya existentes, y, al mismo tiempo, debe abrir un nuevo camino. Guardando las debidas distancias, diremos que sería igualmente vano alzar la voz contra, por ejemplo, la afirmación de un determinismo poético cuyas leyes no son impromulgables ni mucho menos, que alzarla contra la afirmación del materialismo dialéctico. En cuanto a mí hace referencia, sigo convencido de que los dos órdenes de evolución son rigurosamente parecidos, y que también tienen la nota común de no perdonar jamás. Las vagas teorías sobre la cultura proletaria, concebidas por analogía y por antítesis con la cultura burguesa, son el resultado de comparaciones entre el proletariado y la burguesía, en las que el espíritu crítico ninguna intervención tiene... Cierto es que llegará el momento, en el desarrollo de la nueva sociedad, en que Ia economía, la cultura y el arte gozarán de suma libertad de movimientos, es decir, de progreso. Pero a este respecto, tan sólo podemos entregarnos a la formulación de fantásticas conjeturas. En una sociedad que esté liberada de la esclavizante preocupación por conseguir el pan de cada día, en que las lavanderías comunales lavarán eficazmente las prendas de buena tela de todos los ciudadanos, en que Ios niños —todos Ios niños— estarán bien alimentados, gozarán de buenos cuidados médicos, estarán alegres, y absorberán los elementos de las ciencias y de las artes como si del aire y la luz del sol se tratara, en la que dejará de haber «bocas inútiles», en la que el egoísmo liberado del hombre —formidable potencia— se encaminará únicamente al conocimiento, transformación y mejora del universo, en esta sociedad el dinamismo de la cultura será incomparablemente superior a cuanto se haya conocido en el pasado. Pero solamente llegaremos a esto a través de una larga y penosa transición que apenas hemos iniciado (Trotsky, Revolución y cultura, «Clarté», primero de noviembre de 1923). Estas admirables frases creo dan Ia justa respuesta, de una vez para siempre, a las pretensiones de unos cuantos impostores y señoritos adinerados que se las dan, hoy, en Francia, bajo la dictadura de Poincaré, de artistas y escritores proletarios, amparándose en el pretexto de que en su producción no hay más que fealdad y miseria, a las pretensiones de aquellos que no conciben nada que se encuentre en una esfera un poco más elevada que el inmundo reportaje, que el monumento funerario y los someros relatos de presidiarios, que no saben más que agitar ante nuestros ojos el espectro de Zola, de Zola cuya obra intentan saquear y no logran llevarse absolutamente nada, que abusando sin la menor vergüenza de cuanto vive, sufre, gime y espera, se oponen a toda investigación seria, intentan evitar todo género de descubrimientos, y que, so pretexto de dar lo que bien saben nadie puede recibir, es decir, la comprensión general e in mediata de cuanto es creación, denigran del peor modo al espíritu, y se comportan como los más certeros contrarrevolucionarios.

Un poco más arriba comencé a decir que es muy lamentable que no se hayan efectuado esfuerzos más constantes y sistemáticos, corno no ha dejado de hacer constantemente el surrealismo, mediante la escritura automática, por ejemplo, y los relatos de sueños. Pese a la insistencia con que hemos insertado textos de esta naturaleza en Ias publicaciones surrealistas y pese al preponderante lugar que ocupan en ciertas obras, debemos confesar que no siempre son recibidos con el interés que merecen, o que causan la impresión de ser «manifestaciones de osadía». La aparición de una indiscutible artesanía rutinaria en dichos textos también ha sido evidentemente perjudicial para la transformación que teníamos esperanzas de provocar mediante ellos. La culpa radica en la grandísima negligencia de la mayoría de los autores de dichos textos, quienes quedaron satisfechos con sólo dejar correr la pluma sobre el papel, sin prestar la menor atención a lo que ocurría en aquellos instantes en su interior —pese a que este desdoblamiento era mucho más fácil e interesante que el que se da en la escritura de reflexión—, o que se contentaron con reunir, de modo más o menos arbitrario, unos elementos oníricos destinados, antes bien a producir efectos pintorescos, que a proporcionar una útil percepción de su funcionamiento. Esta confusión tiende a privarnos de todos los beneficios que podríamos derivar de las operaciones del tipo antes dicho. Para el surrealismo tienen el gran valor de ser susceptibles de darnos entrada a un ancho campo de la lógica, de una lógica particular, campo que es precisamente aquel en que, hasta el presente momento, la facultad lógica, ejercitada siempre por y en el consciente, no ha actuado. Más aún. Este campo lógico no sólo sigue inexplorado, sino que seguimos sin resignarnos a descubrir el origen de esta voz que tan sólo cada uno de nosotros puede oír, y que nos habla muy especialmente de algo siempre distinto a aquello en que creemos estar pensando, y que, a veces, adquiere gran gravedad en el momento en que más frívolos nos sentimos, y, otras veces, nos cuenta chistes en instantes de desdicha. Por otra parte, esta voz no obedece simplemente al deseo de contradicción... Ahora, mientras estoy sentado ante mi mesa de trabajo, esta voz me habla de un hombre que sale de un pozo, sin decirme, naturalmente, quién es ese hombre; si yo insisto, la voz me cuenta con mucha precisión cómo es este hombre, y no, definitivamente, debo decir que no le conozco. El tiempo de darme cuenta de lo anterior ha bastado para que el hombre en cuestión desapareciera. Escucho, estoy muy lejos del Segundo Manifiesto del Surrealismo... No es necesario que más ejemplos, es la voz, la voz, quien me habla... Porque los ejemplos beben... Perdón, tampoco yo lo comprendo. Lo importante serla llegar a saber hasta qué punto esta voz está autorizada a repetirme, por ejemplo: no es necesario que más ejemplos. (Y, después de los Cantos de Maldoror sabemos cuán maravillosamente independientes pueden ser las intervenciones críticas de esta voz.) Cuando la voz me contesta que los ejemplos beben (?), ¿significa esto que la potencia que la hace hablar se oculta? ¿Y, caso de que se oculte, por qué razón se oculta? ¿Iba la voz a explicarse en el preciso instante en que me he apresurado a sorprenderla, sin llegar a cogerla? Estos problemas no sólo interesan al surrealismo. Al expresarnos, no hacemos más que servirnos de una posibilidad de conciliación muy oscura entre lo que sabíamos que teníamos que decir y lo que no sabíamos que teníamos que decir, sobre el mismo tema, pero que, sin embargo, decimos. El pensamiento más riguroso no puede prescindir de esta ayuda que, sin embargo, es indeseable desde el punto de vista del rigor. En el seno de toda frase que expresa una idea, esta idea queda siempre torpedeada por la misma frase que la expresa, incluso cuando no haya sido objeto de juguetonas familiaridades deformadoras de su sentido. El dadaísmo quiso ante todo llamar la atención sobre dicho torpedeo. Como se sabe, el surrealismo se ha ocupado, por medio de la escritura automática, de proteger de tal torpedeo todos los buques, sean los que sean, incluso si se trata de un buque fantasma. (Esta imagen, de la que algunos han creído oportuno servirse para atacarme, me parece adecuada, pese a haberla utilizado muchas veces, y por eso vuelvo a emplearla.)
Decía que a nosotros corresponde intentar percibir más y más claramente cuanto se trama, en relación al hombre, en las profundidades de su espíritu, aun cuando esto mismo que buscamos se oponga a nuestros esfuerzos, en méritos de su propia naturaleza. En esta materia, estamos muy lejos de pretender aislar los distintos elementos del conjunto y nada puede atraernos menos que el dedicarnos al estudio científico de los «complejos». También es cierto que el surrealismo, que en el aspecto social ha adoptado deliberadamente, tal como hemos visto, las fórmulas marxistas, no tiene la menor inclinación a prescindir de la crítica freudiana de las ideas, sino que, al contrario, la considera como la primera y única fundada en la verdad. Y si el surrealismo no puede asistir indiferente al debate que enfrenta a los más calificados representantes de las diversas tendencias psicoanalíticas —del mismo modo que se ha visto en el caso de seguir apasionadamente, día a día, la lucha que se desarrolla en los altos círculos de la Internacional—, también es cierto que no puede intervenir en una controversia que, en su opinión, hace ya tiempo que tan sólo puede desarrollarse útilmente entre profesionales. No es éste el terreno en que el surrealismo considera oportuno utilizar los resultados de sus experiencias personales. Pero, como sea que aquéllos englobados en el surrealismo, en virtud de su propia manera de ser, han de prestar muy especial atención a los presupuestos freudianos, en los que tiene su base la mayor parte de las inquietudes que les agitan en cuanto hombres —deseo de crear, de destruir artísticamente—, y al decir esto me refiero a la definición del fenómeno de la «sublimación» (9), el surrealismo exige a quienes lo integran que aporten al cumplimiento de su misión una conciencia nueva, que se comporten de tal modo que suplan, mediante una auto-observación que en su caso tiene un valor excepcional, cuantas deficiencias presente la operación de penetrar los estados de ánimo denominados «artísticos», efectuada por individuos que no son artistas, sino, casi siempre, médicos. Además, el surrealismo exige que, a lo largo de un camino de dirección inversa a la de éste al que acabamos de referirnos, aquellos que poseen, en el sentido freudiano, la «preciosa facultad» de que hemos hablado, se dediquen a estudiar el mecanismo, complejo como el que más, de la inspiración, y que, a partir del día en que dejemos de considerar a ésta como si de algo sagrado se tratara, procuren únicamente, basándose en la confianza que han puesto en su extraordinaria virtud, someter la inspiración a su voluntad, lo cual no ha habido todavía quien haya osado siquiera concebirlo. De nada serviría estudiar este tema añadiéndole sutiles consideraciones, ya que todos sabemos lo que es la inspiración. No hay modo de incurrir en error; la inspiración ha sido lo que ha estado siempre al servicio de las supremas necesidades de expresión, en todo tiempo y en todo lugar. Comúnmente se dice que hay o que no hay inspiración; cuando no hay inspiración, Ias sugerencias carentes de interés de la habilidad humana, la inteligencia discursiva y el talento desarrollado mediante el trabajo no bastan para suplir a aquélla. Reconocemos fácilmente la presencia de la inspiración en esta posesión total del espíritu que, de tarde en tarde, impide que ante todos los problemas que se nos plantean nos convirtamos en juguete de una solución racional antes que de otra solución racional, la reconocemos en esta especie de cortocircuito que la inspiración provoca entre una idea dada y su correspondiente (escrita, por ejemplo). Al igual que en la realidad física, el cortocircuito se produce cuando dos «polos» de la máquina están unidos por un conductor de nula resistencia o de resistencia demasiado escasa. En poesía y en pintura, el surrealismo ha hecho lo imposible en orden a multiplicar estos cortocircuitos. El surrealismo se ocupa y se ocupará constantemente, ante todo, de reproducir artificialmente este momento ideal en que el hombre, presa de una emoción particular, queda súbitamente a la merced de algo «más fuerte que él» que le lanza, pese a las protestas de su realidad física, hacia los ámbitos de lo inmortal. Lúcido y alerta, sale, después, aterrorizado, de este mal paso. Lo más importante radica en que no pueda zafarse de aquella emoción, en que no deje de expresarse en tanto dure el misterioso campanilleo, ya que, efectivamente, al dejar de pertenecerse a sí mismo el hombre comienza a pertenecernos. Estos productos de la actividad psíquica, lo más apartados que sea posible de la voluntad de expresar un significado, lo más ajenos posible a las ideas de responsabilidad siempre propicias a actuar como un freno, tan independientes como quepa de cuanto no sea la vida pasiva de la inteligencia, estos productos que son la escritura automática y los relatos de sueños (10) ofrecen, a un mismo tiempo, la ventaja de ser los únicos que proporcionan elementos de apreciación de alto valor a una crítica que, en el campo de lo artístico, se encuentra extrañamente desarbolada, permitiéndole efectuar una nueva clasificación general de los valores líricos, y ofreciéndole una llave que puede abrir para siempre esta caja de mil fondos llamada hombre, y le disuade de emprender la huida, por razones de simple conservación, cuando, sumida en las tinieblas, se topa con las puertas externamente cerradas del «más allá», de la realidad, de la razón, del genio, y del amor. Día llegará en que la generalidad de los humanos dejará de permitirse el lujo de adoptar una actitud altanera, cual ha hecho, ante estas pruebas palpables de una existencia distinta de aquella que habíamos proyectado vivir. Entonces, se verá con estupor que, pese a haber tenido nosotros la verdad tan al alcance de la mano, hayamos adoptado en general, la precaución de procurarnos una coartada de carácter literario, en vez de adoptar la actitud de, sin saber nadar, tirarnos de cabeza al agua, sin creernos dotados de la virtud del Fénix penetrar en el fuego, a fin de alcanzar aquella verdad.

Repito que la culpa no es de todos nosotros, indistintamente. Al referirnos a la falta de rigor y de pureza que, en cierto modo, han afectado a estas manifestaciones elementales, quisiera poner de relieve cuanto de contaminado hay, en los actuales días, en aquello que se considera, en demasiadas obras ya, como expresión representativa del surrealismo. Niego que, en gran parte, se de una correspondencia entre estas fórmulas de expresión y el surrealismo. A la ingenuidad y a la cólera de algunos hombres del futuro corresponderá la tarea de seleccionar en el surrealismo cuanto en él quede todavía con vida, forzosamente con vida, a fin de consagrarlo de nuevo, merced a una formidable labor de depuración, al fin que es propio de su naturaleza. Hasta que llegue este momento, mis amigos y yo bastante haremos con enderezar, tal como aquí hago, mediante algún que otro empujón, la silueta del surrealismo cargada inútilmente de flores pero siempre imponente. La muy corta medida en que, desde el presente momento, el surrealismo comienza a escapar a nuestro dominio no nos hace temer que terceras personas puedan utilizarlo para atacarnos. Evidentemente, es una verdadera lástima que Vigny haya sido un ser tan presuntuoso y tan estúpido, y que Gautier tuviera una vejez chocha, pero esto en nada perjudica al romanticismo. Entristece recordar que Mallarmé fue un perfecto pequeño burgués, o que hubiera gente capaz de creer en la valía de Moréas, pero, si algún valor concedemos al simbolismo, lo anterior no será causa de que nadie se lamente por mor del simbolismo, etc. Del mismo modo, considero que en nada perjudica al surrealismo reconocer la pérdida de tal o cual individualidad, incluso en el caso de que sea brillante, y, en especial, en el caso en que dicha individualidad, por la mismísima razón de ser brillante, pierde su integridad, indicando mediante su comportamiento que desea volver a entrar en la ortodoxia vigente. Por ello, y después de haberle concedido un período increíblemente prolongado para que corrigiera lo que nosotros confiábamos era tan sólo un pasajero extravío de sus facultades críticas, considero que estamos obligados a informar a Desnos de que, al no esperar absolutamente nada de él, le exoneramos de cuantas obligaciones pudo contraer, no hace mucho, para con nosotros. Debo confesar que cumplo este deber con cierta tristeza. Contrariamente a lo ocurrido en el caso de algunos primeros compañeros de viaje a quienes jamás tuvimos la intención e conservar a nuestro lado, Desnos ha ejercido en el surrealismo una función necesaria e inolvidable, y el presente momento no puede ser más inoportuno para ponerlo en duda. (Pero también Chirico se encuentra en parecido caso, y sin embargo...) Libros como Deuil pour Deuil, La liberté ou l'amour, C'est les bottes de sept lieues cette phrase: Je me vois, y todo cuanto la leyenda, menos bella que la realidad, concederá a Desnos en reconocimiento de unos méritos que no derivan únicamente de la tarea de escribir libros, militará durante mucho tiempo en favor de aquello que ahora el propio Desnos combate. Este comportamiento de Desnos se producía hace solamente cuatro o cinco años. Desde entonces, Desnos, víctima de aquellas mismas potencias que durante cierto período le habían llevado a las alturas, potencias de tinieblas, cual Desnos parece ignorar todavía, decidió, para su desgracia, actuar sobre el plano de lo real, en donde no es más que un hombre mucho más solitario y más pobre que cualquier otro, como les ocurre a aquellos que han visto —digo «visto»— lo que los demás temen ver, y que, en vez de vivir lo que es quedan condenados a vivir lo que «fue» y lo que «será». Irónicamente, Desnos afirma en la actualidad que «carece de cultura filosófica», pero no es así, no carece de ella, sino que quizá carece de espíritu filosófico y, en consecuencia, carece también de la capacidad para preferir su personaje interior a tal o cual personaje exterior de la Historia. ¡Cuán infantil es la pretensión de ser Robespierre o Hugo! Cuantos le conocen saben que esto es lo que impide a Desnos ser Desnos; creyó poder entregarse impunemente a una de Ias actividades más peligrosas que hay, es decir, la actividad periodística, y amparándose en ella poder abstenerse de tomar partido con respecto a un corto número de brutales disyuntivas ante las que se ha hallado el surrealismo, en el curso de su avance, cual marxismo o antimarxismo, por ejemplo. Ahora que el método individualista adoptado por Desnos ha dado sus resultados, ahora que la actividad antes dicha ha devorado la otra actividad que Desnos desarrollaba, nos es cruelmente imposible no llegar a conclusiones al respecto. En los presentes días, esta actividad de Desnos, que ha rebasado los límites en que ya era intolerable que se desarrollara («Paris-Soir», «Le Soir», «Le Merle»), debe ser denunciada, en primer lugar, en cuanto factor de confusionismo. El artículo titulado Los mercenarios de la opinión, que parece escrito a modo de gozosa celebración de su ingreso en este destacado estercolero que es la revista «Bifur», resulta más que elocuente en sí mismo: ¡Desnos no duda en condenarse a sí mismo, y con qué estilo! Las costumbres de un redactor son muy diversas. Por lo común es un empleado, relativamente puntual, tolerablemente perezoso..., etc. En este artículo hay homenajes a M. Merle, a Clemenceau, y también hay esta confesión, más desoladora que cualquier otra: el periódico es un ogro que aniquila a aquellos de quienes vive.
Después de lo anterior, poca sorpresa pudo causarnos leer en un periódico cualquiera esta estúpida notita: Robert Desnos, poeta surrealista a quien Man Ray encargó el guión de su película «Estrella de mar», hizo conmigo, el año pasado, un viaje a Cuba. ¿Y saben ustedes que me recitó Robert Desnos, bajo las estrellas tropicales? Versos alejandrinos, a-le-jan-dri-nos. Y estos alejandrinos (por favor no vayan a repetirlo por ahí, con lo que hundirían para siempre a este encantador poeta) no eran de Jean Racine, sino del propio Robert Desnos. Verdaderamente, tengo la certeza de que los alejandrinos en cuestión están en total armonía con la prosa publicada en «Bifur». Estos devaneos, que al fin han dejado ya incluso de ser de dudoso gusto, comenzaron en el día en que Desnos, rivalizando en tales ejercicios de imitación con M. Ernest Raynaud, se creyó autorizado a fabricar con diversos elementos un poema de Rimbaud que, por lo visto, nos hacía falta. Este poema, en el que no hay ni la sombra de una duda, se ha publicado, por desgracia, bajo el título de Les Veilleurs, d'Arthur Rimbaud, a modo de pórtico de La liberté ou l'amour. No creo que tal poema, al igual que otros del mismo género que le han seguido, contribuya a la mayor gloria de Desnos. Debemos, no sólo reconocer ante los especialistas en la materia que estos versos son malos (falsos, ripiosos y vacíos), sino también declarar que, desde el punto de vista surrealista, demuestran una ambición ridícula y una inexcusable incomprensión de la actual finalidad de la poesía.
Por otra parte, Desnos y algunos otros se encuentran en trance de dar tan activo empleo a esta incomprensión que ello me dispensa de extenderme sobre el tema. Como única prueba decisiva me limitaré a recordar que estos poetas han tenido la incalificable idea de dar a una tabernilla de Montparnasse, habitual escenario de sus tristes hazañas nocturnas, a modo de divisa, el único nombre que a través de los siglos nos ha llegado como un desafío a cuanto de estúpido, rastrero y descorazonador hay en la Tierra: Maldoror.
Parece que los surrealistas tropiezan con dificultades. Esos señores Aragon y Breton se han convertido en unos seres insoportables, con aires de altos mandatarios. Incluso se ha dicho que parecen un par de militares de la escala del garbanzo. Bueno, ya pueden ustedes imaginar lo que esto supone. Y hay muchos que no lo soportan. Parece que unos cuantos, de común acuerdo, han tomado la decisión de dar el nombre de Maldoror a un cabaret de Montparnasse. Y dicen que, para un surrealista, Maldoror es lo mismo que Jesucristo para un cristiano, y que ver dicho nombre a la entrada de un lugar de baile, a modo de nombre comercial, seguramente escandalizará a los señores Breton y Aragon. («Candide», 9 de enero de 1930.) El autor de las precedentes líneas, quien acudió al lugar en cuestión, nos ha informado, sin malicia y con el descuidado estilo propio del caso, de las observaciones que allí pudo hacer: En aquel momento llegó un surrealista, lo cual significó un cliente más. ¡Y qué cliente! Se trataba de M. Robert Desnos, quien decepcionó un poco al pedir tan sólo un zumo de limón. Ante el general estupor, M. Desnos explicó con ronca voz: «No puedo tomar más que eso. Llevo dos días sin quitarme la borrachera de encima».
¡Qué vergüenza!
Me sería demasiado fácil aprovecharme del hecho de que, en la actualidad, se suele creer que no es posible atacarme sin atacar al mismo tiempo a Lautréamont, es decir, al inatacable.
Con el permiso de Desnos y sus amigos citaré, con toda serenidad, las frases esenciales de mi contestación a una encuesta ya antigua llevada a cabo por el Disque Vert, frases en las que nada tengo que cambiar, y que los arriba mencionados no podrán negar merecían en aquel entonces toda su aprobación:
Por mucho que busquemos hallaremos a muy poca gente que, en nuestros días, se guíe por el inolvidable resplandor de Maldoror y las Poesías herméticas, aquel resplandor que verdaderamente se produjo y existe, sin necesidad de que sea conocido. La opinión de los demás me importa muy poco. Lautréamont fue un hombre, un poeta, incluso un profeta. ¡Nada más y nada menos! El pretendido imperativo poético que se invoca no podrá apartar al espíritu de aquella intimación, la más dramática que jamás haya ocurrido, ni tampoco conseguirá convertir cuanto queda y quedará de negación de sociabilidad, cuanto hay de limitación humana, en valioso factor de entendimiento, en elemento de progreso. La literatura y la filosofía contemporánea luchan inútilmente para prescindir de una revelación que las condena. El mundo entero, sin saberlo, sufrirá las consecuencias de lo anterior y, precisamente por esto, los más clarividentes, los más puros, de entre nosotros han asumido la obligación de morir en la brecha. La libertad, señor mío...
Una negación tan grosera cual es la de unir la palabra Maldoror a la existencia de un inmundo bar basta para que, a partir de ahora, me abstenga de hacer el menor comentario sobre lo que Desnos escriba. Mantengámonos alejados, poéticamente, de estas orgías de redondillas. (11) He aquí a donde conduce el inmoderado uso del don de la palabra, cuando su destino es enmascarar una radical ausencia de pensamiento; reanuda la estúpida tradición del poeta «en las nubes», precisamente en el momento en que esta tradición ha quedado interrumpida y, piensen lo que piensen unos cuantos retrógrados rimadores ripiosos, totalmente interrumpida, la reanuda en el momento en que ha cedido a los esfuerzos conjuntos de esos hombres a quienes nosotros damos preferencia debido a que verdaderamente han querido decir algo, de Borel, del Nerval de Aurélia, de Baudelaire, de Lautréamont, del Rimbaud de 1874-75, del primer Huysmont, del Apollinaire de los poemas-conversaciones v de «cualquierías», y en este momento es penoso ver que uno de aquellos a quien creíamos de Ios nuestros pretende hacernos, con carácter puramente externo, la jugada del Buque ebrio, o pretende dormirnos con el ruido de las Estrofas. Cierto es que la problemática poética ha dejado de plantearse, en el curso de los últimos años, desde un punto de vista esencialmente formal, y ciertamente antes nos interesa juzgar el valor subversivo de obras tales como las de Aragon, Crevel, Éluard y Péret, teniendo en cuenta sus valores propios, y cuanto, según estos valores, lo imposible cede ante lo posible, lo permitido roba a lo prohibido, que no saber por qué razón tal o cual escritor juzga conveniente, en esta ocasión o en la de más allá, someterse a la norma. Lo cual es una razón menos para que nos vengan a hablar todavía de la cesura. ¿Por qué no hay entre nosotros un grupo de partidarios de una particular técnica de «verso libre», y por qué no vamos a desenterrar el cadáver de Robert de Souza? Desnos quiere reír, pero nosotros no estamos dispuestos a tranquilizar al mundo, tan fácilmente como eso.

Cada nuevo día nos trae una nueva decepción, en lo referente a la confianza y la esperanza depositadas, salvo raras excepciones, con excesiva generosidad en los seres humanos, nueva decepción que es preciso tener el valor de confesar aunque sólo sea como medida de higiene mental, a fin de anotarla en la cuenta horriblemente deudora de la vida. Duchamp no tenía libertad para abandonar la partida en que estaba empeñado en los tiempos inmediatos a la guerra, para sustituirla por una partida de ajedrez o de fracasos interminable que nos da, quizá, una curiosa idea de una inteligencia renuente a servir, pero que también parece —omnipresencia de este execrable Harrar— afligida de escepticismo, en la medida en que se niega a dar razones. Menos aconsejable es todavía que toleremos que M. Ribemont-Dessaignes siga adelante con su Empereur de Chine, serie de odiosas novelitas policíacas que incluso firma con su nombre, Dessaignes, en las más bajas publicaciones cinematográficas. Por fin, también me inquieta pensar que quizá Picabia esté propicio a renunciar a una actitud de provocación y rabia casi puras, que a veces nos ha resultado difícil conciliar con la nuestra pero que, al menos en poesía y pintura, siempre nos ha parecido admirablemente bien fundada. Ahora Picabia dice: Dediquémonos al trabajo y a conseguir el oficio sublime y aristocrático que jamás ha obstaculizado la inspiración poética, y que es lo único que permite a una obra permanecer joven al paso de los siglos... Es necesario prestar atención, unirnos, no dedicarnos a hacernos mutuamente la zancadilla, y «favorecer, entre los concienzudos, la eclosión del ideal», etc. Incluso por piedad hacia «Bifur», en donde estas líneas fueron publicadas, hubiera debido Picabia abstenerse de escribirlas. ¿Es el Picabia a quien nosotros conocimos el hombre que habla así?

Una vez dicho lo anterior, sentimos ahora deseos de hacer justicia a un hombre de quien hemos estado largos años separados, a hacer justicia a la expresión de su pensamiento, que siempre nos ha interesado, y que, a juzgar por lo que todavía podemos leer de él, vive dominado por unas preocupaciones que no nos son extrañas y que, en las actuales circunstancias, bien cabe pensar que nuestras desavenencias con él no estaban basadas en las graves causas que creímos. Sin duda alguna, es muy posible que Tzara, quien, a principios de 1922, época de la liquidación del dadaísmo en cuanto movimiento, había dejado de estar de acuerdo con nosotros en lo referente a los medios prácticos de proseguir la actividad común, haya sido víctima de las excesivas prevenciones que, por este mismo hecho, tuvimos contra él —también él tenía demasiadas prevenciones contra nosotros—, y que, en ocasión de la excesivamente famosa representación de Coeur à barbe, bastara para que nuestra ruptura tomara el cariz ya sabido que Tzara tuviera un gesto infortunado cuyo sentido nosotros interpretamos erróneamente, según declaraciones del propio Tzara, de las que me he enterado hace poco. (Es necesario reconocer que el primer objetivo de los espectáculos del dadaísmo fue el de producir la mayor confusión posible, que la intención de los organizadores consistía en elevar al colmo el equívoco entre el escenario y el patio de butacas. El caso es que, aquella noche, no todos nos encontrábamos en el mismo bando.) Por mi parte, estoy plenamente dispuesto a aceptar la versión antes dicha y, en consecuencia, no veo ninguna razón para no insistir, ante todos los que intervinieron, en que mejor es olvidar aquellos incidentes. Considero que, desde el momento en que ocurrieron, la actitud intelectual de Tzara ha sido siempre honrada, por lo que sería muestra de estrechez de alma no reconocerlo públicamente. Mis amigos y yo quisiéramos demostrar, mediante este acercamiento a Tzara, que aquello que en toda circunstancia guía nuestra conducta no es en modo alguno el sectario deseo de hacer prevalecer a todo precio un punto de vista que ni siquiera a Tzara pedimos comparta íntegramente, sino antes bien la voluntad de reconocer los méritos —lo que nosotros consideramos méritos— a quien los tiene. Creemos en la eficacia de la poesía de Tzara, lo cual equivale a decir que la consideramos como la única verdaderamente situada, en el ámbito externo al surrealismo. Cuando digo que es eficaz quiero decir que tiene validez en los más vastos ámbitos y que, en la actualidad, se encamina hacia la liberación de la Humanidad. Cuando digo que está situada, pongo de manifiesto que la coloco en oposición a todas aquellas poesías que podrían ser de ayer o de anteayer; en la vanguardia de todo lo que Lautréamont no convirtió en algo totalmente imposible está la poesía de Tzara. Al aparecer hace poco De nos oiseaux me complace hacer notar que, afortunadamente, el silencio de la prensa no podrá detener tan pronto como eso su maléfica difusión.
Sin ánimo de pedir a Tzara que modifique su actitud, nosotros quisiéramos sencillamente inducirle a dar a su actividad un carácter más manifiesto que el que ha tenido, forzosamente, en el curso de estos últimos años. Sabiéndole deseoso de unir, cual en el pasado, sus esfuerzos a los nuestros, recordémosle que, según propia confesión, escribía «para hallar hombres, y nada más». En este aspecto, y no debe Tzara olvidarlo, nosotros éramos igual que él. No queremos creer que, después de habernos encontrado en este camino, nos hayamos separado.
Busco a mi alrededor alguien con quien intercambiar un signo de inteligencia, si es que ello no resulta absolutamente imposible, y a nadie encuentro. ¿Será en este momento oportuno hacer notar a Daumal, quien en Le Grand Jeu inicia una interesante investigación sobre el diablo, que nada podría impedirnos aprobar gran parte de las declaraciones que firma sólo o en compañía de Lecomte, si no estuviéramos todavía bajo la impresión bastante desastrosa de su debilidad en ciertas circunstancias dadas? (12) Por otra parte, es lamentable que Daumal haya soslayado hasta el momento concretar su posición personal y, en méritos de la parcial responsabilidad que le atañe, la de Le Grand Jeu, con respecto al surrealismo. Es difícil comprender que lo mismo que de repente reporta a Rimbaud la concesión de excesivos honores no sirva para la pura y simple deificación de Lautréamont. Sí, estamos de acuerdo, La incesante contemplación de una Evidencia negra, rostro absoluto es aquello a lo que estamos condenados. Si así es, ¿qué mezquinas finalidades pueden justificar que uno y otro grupo se enfrenten entre sí? ¿A santo de qué, como no sea en busca de vana distinción, fingir que nunca se ha oído hablar de Lautréamont? Pero los grandes anti-soles negros, pozos de verdad en la trama esencial, en el velo gris del cielo curvo, van y vienen y se aspiran entre sí, y los hombres les dan el nombre de Ausencias (Daumal, Feux à volonté, Le Grand Jeu, primavera de 1929). Quien así habla, y ha tenido el valor de confesar que ha dejado de ser dueño de sí mismo, únicamente puede, tal como no ha de tardar en comprender, renunciar a mantenerse alejado de nosotros.

Alquimia del verbo. Estas palabras que en la actualidad se repiten un poco al azar han de ser interpretadas al pie de la letra. Si bien es cierto que el capítulo que encabezamos en Une Saison en enfer, no justifica quizá la ambición en ellas contenida, no es menos cierto que dicho capítulo puede considerarse con toda autenticidad como la condensación de la difícil actividad que en nuestros días tan sólo el surrealismo intenta desarrollar. Sería un tanto ingenuo, desde el punto de vista literario, que pretendiéramos que no debemos tanto como eso a dicho ilustre texto. ¿Acaso el siglo XIV tiene menor grandeza, en cuanto se refiere a la esperanza (y, dejémoslo claramente sentado, desesperación) humana, debido a que un hombre con el genio de Flamel recibió de una potencia misteriosa el manuscrito, ya existente, del libro de Abraham Judío o debido a que los secretos de Hermes no se habían perdido totalmente? No creo que sea así, y estimo que las investigaciones de Flamel, con todo lo que nos ofrecen de aparentes logros concretos, en nada desmerecen por el hecho de haber recibido la ayuda y el empuje antes dichos. De igual modo, en nuestra época, parece que haya hombres que, por vías sobrenaturales, consigan entrar en posesión de una obra singular, realizada gracias a la colaboración de Rimbaud, de Lautréamont y de algunos otros, y que una voz les haya dicho, cual el ángel dijo a Lautréamont: Contempla bien este libro, no comprenderás ni una palabra, ni tú ni muchos otros, pero llegará el día en que, en él, verás algo que nadie podrá ver. (13) No está en la mano de aquéllos extasiarse con la contemplación a que acabo de referirme. Aquí tan sólo pretendo que se observen las notables analogías que, en cuanto a finalidad, presentan las investigaciones surrealistas con las investigaciones de los alquimistas; la piedra filosofal no es más que aquello que ha de permitir que la imaginación del hombre se vengue aplastantemente de todo, y henos aquí de nuevo, tras siglos de domesticación del espíritu y de loca resignación, empeñados en el intento de liberar definitivamente a esa imaginación, mediante el largo, inmenso y razonado extravío de todos los sentidos, y todo lo demás. Quizá nosotros nos hallemos todavía en el estadio de decorar modestamente los muros de nuestro habitáculo con figuras que, inicialmente, nos parecen bellas, imitando una vez más a Flamel, antes de que encontrara su primer agente, su «materia», su «horno». Y así vemos que Flamel gustaba de mostrarnos a un Rey con una gran navaja, que ordenaba a los soldados matar en su presencia a una multitud de niños, cuyas madres lloraban a los pies de los despiadados gendarmes, y la sangre de los susodichos niños era recogida después por otros soldados, quienes la metían en un gran recipiente, al que el Sol y la Luna acudían a bañarse, y después había un joven con alas en los talones, con una vara caducea en la mano, con la que golpeaba una lechuga que le cubría la cabeza. Y entonces venía corriendo y volando con las alas abiertas un hombre muy viejo, el cual tenía un reloj pegado a la cabeza. ¿No es esto un cuadro surrealista por antonomasia? ¿Y quién sabe si más adelante, en méritos de convicciones nuevas o no, nos hallaremos ante la necesidad de servirnos de objetos totalmente nuevos o considerados ya fuera de uso para siempre jamás? No creo que no nos quede más remedio que volver a tragar corazones de topo o a escuchar, como si se tratase del latir del propio corazón, el latido del agua que bebe en una caldera. Mejor dicho, no lo sé, me limito a esperar. Solamente sé que el hombre no ha llegado aún al término de sus sufrimientos, y espero el retorno a aquel furor del que, con razón o sin ella, Agripa distinguía cuatro especies. En el surrealismo, tan sólo de este furor debemos ocuparnos. Y que se sepa bien que el surrealismo no consiste tan sólo en una simple reagrupación de las palabras o en una caprichosa redistribución de las imágenes visuales, sino en la recreación de un estado que no tiene nada que envidiar al de la enajenación mental, y los autores modernos que he citado se han expresado con suficiente claridad a este respecto. Poco nos importa que Rimbaud creyera oportuno pedir disculpas por lo que él denominó sus «sofismas»: que tal «hubiese pasado», dicho sea con sus propias palabras, carece de todo interés para nosotros. Desde nuestro punto de vista, esto tan sólo representa una cobardía de escaso alcance, y muy común, que en nada predetermina la suerte que puedan correr ciertas ideas. Actualmente, se reconoce la belleza; no se puede perdonar a Rimbaud el haber pretendido hacernos creer que de nuevo había escapado cuando, en realidad, reingresaba en prisión. Alquimia del verbo; también en este caso cabe lamentar que la palabra verbo sea empleada en sentido un tanto restringido, aunque, por otra parte, Rimbaud parece reconocer que, en esta alquimia, «las veleidades de la poesía» ocupan un lugar demasiado importante. El verbo es mucho más que eso; para los cabalistas, por ejemplo, es nada menos que la imagen conforme a la cual el alma ha sido creada; como se sabe, el verbo ha sido elevado hasta el punto de convertirlo en el primer ejemplar de la causa de las causas; por ello, el verbo se encuentra tanto en lo que tenemos como en lo que escribimos como en lo que amamos.

Estoy convencido de que el surrealismo se encuentra todavía en el período de los preparativos, y me apresuro a añadir que posiblemente este período durará tanto como yo dure (tanto como yo en la débil medida en que todavía no estoy en disposición de admitir que un tal Paul Lucas haya coincidido con Flamel en Brousse a principios del siglo XVII, que el mismo Flamel, acompañado de su mujer y su hijo, haya sido visto en la ópera, en 1761, y que hiciera una breve aparición en París, en el mes de mayo de 1819 —época en la que, según se dice, alquiló una tienda en el número 22 de la calle de Cléry, en París). Lo cierto es que, hablando en términos muy generales, los preparativos a que me he referido son de carácter «artístico». Preveo que llegará el momento en que terminarán y, entonces, las ideas trastornadoras que el surrealismo lleva en sí aparecerán, acompañando su aparición un estruendo de inmenso desgarramiento, y comenzarán a desarrollarse libremente. Todo dependerá de la moderna disposición de ciertas voluntades por venir, de las que cabe esperarlo todo; al imponer su fuerza en el mismo sentido que las nuestras, serán más implacables que éstas. De todos modos, nosotros quedaremos satisfechos de haber contribuido a haber dejado claramente establecida la inanidad escandalosa del pensamiento todavía existente en el momento de nuestra aparición, y de haber sostenido —solamente sostenido— que era necesario que lo pensado sucumbiera al fin al empuje de lo pensable.
Cabe preguntarse a quién pretendía Rimbaud desanimar al amenazar con el embrutecimiento y la locura a cuantos pretendieran seguir sus pasos. Lautréamont comienza dando el siguiente aviso al lector: a menos que no lea con una lógica rigurosa y una tensión mental que iguale o supere a su desconfianza, las mortales emanaciones de este libro —«Cantos de Maldoror»— penetrarán su alma cual el agua penetra el azúcar. Pero tiene buen cuidado de añadir que únicamente unos pocos podrán saborear sin peligro este amargo fruto. Este problema de la maldición, que hasta hace poco tan sólo se prestaba a comentarios irónicos o superficiales, tiene ahora más actualidad que en cualquier otro instante. El surrealismo únicamente saldrá perjudicado si pretende alejar de sí esta maldición. Es de suma importancia reiterar y mantener, en nuestro caso, el «Maranatha» que los alquimistas ponían a modo de prevención en la portada de sus obras, a fin de alejar de ellas a los profanos. Y me parece de la mayor urgencia hacer comprender esto a algunos de nuestros amigos que parecen estar excesivamente interesados en la venta y difusión de sus cuadros, por ejemplo. No hace mucho, Nougé escribió: mucho me gustaría que aquellos de entre nosotros cuyo nombre comienza a destacar un poco, lo ocultaran. Sin saber exactamente en quién pensaba Nougé, considero que no es ningún exceso pedir a todos, a unos y a otros, que dejen de actuar y exhibirse con tanta satisfacción en escenarios de tres al cuarto. Debemos ante todo huir de la aprobación del público. Si queremos evitar la confusión, es indispensable impedir que el público entre. Y añado que es necesario mantenerle, mediante un sistema de provocación y reto, exasperado ante la puerta.

EXIJO LA OCULTACION PROFUNDA Y VERDADERA DEL SURREALISMO (14)
En esta materia, proclamo el derecho a la severidad absoluta. No hagamos concesiones ni perdonemos a la gente. Conservemos en la mano nuestra terrible mercancía.
¡Abajo quienes den el pan maldito a los pájaros!
En el «Tercer Libro de la Magia» leemos: Todo aquel que, deseoso de alcanzar el supremo dominio del alma, emprende el camino hacia los Oráculos con ánimo de interrogarles, deberá, si es que quiere llegar a su destino, desnudar su espíritu de todo lo vulgar, purificarlo de toda enfermedad, de toda debilidad, malicia o parecidos defectos, así como de toda condición contraria a razón que lo consume como la herrumbre consume al hierro. Y el «Cuarto Libro» precisa enérgicamente que la esperada revelación también exige que el sujeto se mantenga en un lugar puro y claro, con blancas colgaduras por doquier, y que tan sólo en la medida de la dignificación a que haya llegado se atreva a arrostrar los malos Espíritus, cual arrostra los buenos... Insiste en el hecho de que el libro de los malos Espíritus está hecho con un papel muy puro al que jamás se ha dado otro uso, que comúnmente se denomina pergamino virgen.
Que nosotros sepamos, los magos nunca olvidaron conservar en estado de cegadora limpieza sus ropas y su alma, y me es difícil imaginar que, esperando lo que esperamos de ciertas prácticas de alquimia mental, estemos nosotros dispuestos a mostrarnos, en el punto antes dicho, menos exigentes que los magos. Esto es lo que más ásperamente se nos reprocha y lo que, menos que cualquier otra cosa, está dispuesto a perdonarnos M. Bataille, quien actualmente dirige, en la revista «Documents» una encantadora campaña contra lo que él denomina la sórdida sed de todas las integraciones. M. Bataille solamente me interesa en cuanto se muestra orgulloso de oponer a la dura disciplina espiritual a la que nosotros consideramos conveniente someterlo todo —y no nos molesta que se atribuya a Hegel la responsabilidad de tal actitud—otra disciplina que ni siquiera llega a parecer más laxa, ya que tiende a ser la disciplina no-espiritual (y ahí es donde Hegel reaparece). M. Bataille asegura que de todo cuanto hay en el mundo tan sólo quiere prestar atención a lo más vil, a lo más desesperanzador, a lo más corrompido, e invita al hombre, para evitar que llegue a ser útil a cualquier finalidad determinada «a correr absurdamente con él —súbitamente oscurecida la mirada, y con los ojos preñados de inconfesables lágrimas— en dirección a provincianas mansiones encantadas, más repugnantes que las moscas, más viciosas y más rancias que los salones de peluquería». He hecho constar aquí dichos propósitos debido a que, a mi parecer, no solamente animan a M. Bataille, sino también a aquellos ex surrealistas que han querido liberarse de toda atadura, a fin de aventurarse un poco en todos los ámbitos. Quizá M. Bataille sea capaz de reagruparlos, lo cual, si lo lograse, sería, para mí, muy interesante. Dispuestos a tomar la salida en la carrera que, como hemos visto, organiza M. Bataille, están los señores Desnos, Leiris, Limbour, Masson y Vitrac. Uno no Llega a explicarse cómo es que M. Ribemont-Dessaignes, por ejemplo, no se encuentre todavía entre los anteriores. Creo que es extremadamente significativo ver que de nuevo se reúnen todos aquellos a quienes una tara u otra apartó de su primera actividad definida, ya que parece muy probable que tan sólo tengan en común su resentimiento. Por otra parte, me divierte pensar que no se pueda salir del surrealismo sin ir a caer en M. Bataille, por cuanto esto demuestra que la rebelión ante el rigor tan sólo se traduce en una nueva sumisión al rigor.
Como es evidente, M. Bataille nos permite, con su actitud, asistir a un ofensivo retorno del antiguo materialismo antidialéctico que intenta, en esta ocasión, abrirse camino gratuitamente merced a Freud. M. Bataille dice: Materialismo, interpretación directa, excluyendo todo idealismo, de los fenómenos primarios, materialismo que, a fin de que no quepa considerarlo como idealismo caduco, deberá fundarse de modo inmediato en los fenómenos económicos y sociales. Como sea que no habla de materialismo histórico (por otra parte, ¿cómo podría hablar de él?), no nos queda más remedio que observar que, desde el punto de vista filosófico, la expresión es vaga, y que, desde el punto de vista poético, la novedad es nula.
Lo que ya no resulta tan vago es el uso que M. Bataille estima oportuno dar a un reducido número de ideas que se le han ocurrido y que, habida cuenta de su naturaleza, plantean el problema de determinar si tienen su origen en la medicina o en el exorcismo, debido a que, en lo que se refiere a la aparición de la mosca en la nariz del orador (Georges Bataille, Figure Humaine, «Documents», n.° 4), argumento supremo contra el «yo», conocíamos ya la estúpida antífona de Pascal; hace mucho tiempo que Lautréamont clarificó este punto: El espíritu del más grande de los hombres (subrayemos tres veces las palabras el más grande de los hombres) no es tan influenciable que esté sujeto a quedar perturbado por el menor ruido de la vida a su alrededor. No es necesario el silencio del cañón a fin de impedir el pensamiento. No es necesario el ruido de una veleta, de una polea. Ahora la mosca no puede razonar debidamente. Un hombre zumba en sus oídos. El hombre que piensa puede situarse tanto en la cumbre de una montaña como en la nariz de una mosca. Y si hablamos tan extensamente de Ias moscas ello se debe a que a M. Bataille le gustan. A nosotros, no. A nosotros nos gusta la caperuza, la caperuza de los antiguos evocadores, la caperuza de lino puro en cuya parte frontal había una lámina de oro, y sobre la que las moscas no se posaban debido a que todos habían hecho abluciones para evitar su presencia. Lo malo de M. Bataille es que razona; sí, M. Bataille razona como alguien que tuviera una mosca en la nariz, lo cual antes le asemeja a los muertos que a los vivos, pero razona. Con la ayuda del pequeño mecanismo que lleva dentro de la cabeza y que todavía no está totalmente desbarajustado, M. Bataille pretende que los demás compartan sus obsesiones, y, precisamente por esto, no puede hacernos creer, diga lo que diga, que se opone como un bruto a todo sistema. En M. Bataille se da la paradoja, lo cual, desde su punto de vista, no deja de ser molesto, de que su fobia hacia las ideas toma una forma ideológica desde el mismo instante en que pretende comunicarla al prójimo. A eso los médicos lo llamarían estado de déficit consciente, con forma generalizadora. M. Bataille no duda en afirmar que el horror no comporta satisfacción patológica alguna, y cumple únicamente la función del estiércol en el crecimiento de los vegetales, estiércol de olor sofocante, sin duda, pero saludable para la planta. Bajo su apariencia infinitamente trivial, esta idea, en sí misma, es deshonesta o patológica. (Haría falta demostrar que Lubie, Berkeley, Hegel, Rabbe, Baudelaire, Rimbaud, Marx y Lenin vivieron como auténticos cerdos.) Es de advertir que M. Bataille hace un uso delirante de los adjetivos manchado, senil, rancio, sórdido, salaz, decrépito, y que éstos, lejos de servirle para describir algo insoportable, le sirven para expresar su delectación con el mayor lirismo. Cuando Ia escoba innombrable de la que habla Jarry cae en el plato de M. Bataille, éste se declara encantado. (15) M. Bataille, que durante las horas de trabajo maneja con prudentes manos de bibliotecario (como se sabe, ejerce esta profesión en la Biblioteca Nacional) viejos, y a veces bellos, manuscritos, al llegar la noche se harta con las inmundicias que le gustaría contuvieran aquéllos, y para demostrar la veracidad de lo dicho bastará con que nos refiramos a aquel Apocalipsis de San Severo, al que dedicó un artículo en el número 2 de «Documents», artículo que es un perfecto ejemplo de falso testimonio. Quien desee comprobarlo sólo tiene que contemplar, por ejemplo, el grabado del Diluvio reproducido en dicho número, y pensar si objetivamente cabe decir que un aura de juventud y sorpresa rodea a la cabra que aparece en la parte inferior de la página y al cuervo que hunde el pico en la vianda (aquí M. Bataille se exalta) de una cabeza humana. Dar apariencia humana a elementos arquitectónicos, cual M. Bataille hace constantemente a lo largo de este estudio, así como en otras obras suyas es únicamente, y una vez más, un clásico síntoma de psicoastenia. En verdad, lo único que le ocurre a M. Bataille es que está muy cansado, y cuando se entrega a la tarea de constatar, lo cual para él resulta conmovedor, que el interior de una rosa no es, ni mucho menos, armónico con su belleza externa, ya que si arrancamos todos los pétalos de la corola no queda más que un sórdido pelluzgón, tan sólo consigue hacerme sonreír, al traerme a la memoria aquel cuento de Alphonse Allais en el que un sultán ha agotado tan totalmente todos los motivos de diversión que su gran visir, desesperado al ver a su amo a punto de morir de aburrimiento, ordenó a una muchacha muy bella que bailara ante el sultán, cubierta, al principio, con varios velos. Era la bailarina tan bella que el sultán expresó el deseo de que cada vez que se detuviera en su danza la despojaran de uno de sus velos. Cuando quedó desnuda, el sultán hizo ademán de que la desnudaran más aún. Y, a toda prisa, la desollaron viva. No es menos cierto que la rosa, privada de sus pétalos, sigue siendo la misma rosa, y, por otra parte, en la historia precedente la bayadera siguió bailando.
Si, pese a lo dicho, se arguye «el gesto anonadante del marqués de Sade, quien, mientras estaba recluido en la casa de locos, se hacía traer las más bellas rosas para arrancarles los pétalos y arrojarlos a la inmundicia de la letrina», contestaré que, a fin de que este acto de protesta pierda su extraordinario alcance, bastará que lo lleve a cabo, no un hombre que ha pasado veintisiete años de su vida en la cárcel a causa de sus ideas, sino un hombre con «asiento» en una biblioteca. En realidad, todo induce a creer que Sade, cuya voluntad de liberación moral y social, contrariamente a lo que ocurre en el caso de M. Bataille, está fuera de toda duda, a fin de obligar al espíritu humano a romper sus cadenas quiso atacar a un ídolo poético, a ese valor convenido que, nos guste o no, convierte a una flor, en la medida en que cada cual puede atribuírselo, en brillante portadora de los sentimientos más nobles o más viles. Además, es conveniente reservarnos la calificación de dicha historia ya que, no sólo quizá sea pura leyenda, sino que también en nada puede menoscabar la perfecta integridad del pensamiento y la vida de Sade, y su heroico deseo de crear un orden que no dependiera, por así decirlo, de todo lo ocurrido con anterioridad a sus tiempos.

Ahora, el surrealismo está dispuesto, más que en cualquier otro instante, a no renunciar a dicha integridad, está dispuesto a no declararse satisfecho con aquello que le entregan unos y otros, entre dos pequeñas traiciones que consideran justificadas con el oscuro y odioso pretexto de que es necesario vivir. No tenemos ningún destino que dar a estas limosnas de «talento». Creemos que lo que exigimos es de tal naturaleza que comporta un consentimiento y una negación total, algo que no consiste en palabras, ni en alimentarse de esperanzas vanas. ¿Queréis, sí o no, arriesgarlo todo para alcanzar la única alegría de percibir a lo lejos, en el fondo del crisol a cuyo interior estamos dispuestos a arrojar nuestras escasas comodidades, cuanta buena reputación nos quede, así como nuestras dudas, junto con la hermosa pedrería «sensible», la idea radical de impotencia, y la insignificancia de nuestros pretendidos deberes, percibir allí la luz que dejará de ser vacilante?
Afirmamos que la operación surrealista solamente podrá llevarse a buen término si se efectúa en unas condiciones de asepsia moral de las que todavía hay muy pocos hombres que quieran oír hablar. Sin la concurrencia de estas condiciones es imposible detener el desarrollo de este cáncer del espíritu que radica en el hecho de pensar, con harto dolor, que ciertas cosas «son», en tanto que otras, que muy bien podrían ser, «no son». Hemos concluido que unas y otras deben confundirse o, concretamente, interceptarse, en el último límite. No se trata de contentarnos con esta afirmación, ya que, contrariamente, se trata de no poder sino tender desesperadamente a este último límite.
El hombre, que sin razón queda intimidado ante el espectáculo de ciertos monstruosos fracasos históricos, goza aún de libertad para creer en su libertad. El hombre es dueño de sí mismo, no obstante el paso de viejos nubarrones y el embate de fuerzas ciegas. ¿Acaso no tiene el hombre el sentido de la breve belleza oculta y de la accesible y duradera belleza ocultable? El poeta dijo haber encontrado la llave del amor, pero el hombre también la tiene. Que la busque porque ahí está. Tan sólo de él depende elevarse más allá del pasajero sentimiento de vivir peligrosamente y de morir. Que se sirva, despreciando todas las prohibiciones, de la vengadora arma de la idea, contra la bestialidad de todos los seres y todas las cosas, y que, un día, vencido —pero solamente vencido si el mundo es mundo— reciba la descarga de los tristes fusiles como si de un fuego de salvación se tratara.

NOTAS
(1) Me consta que estas dos últimas frases colmarán de satisfacción a unos cuantos chupatintas que hace ya tiempo intentan pillarme en contradicción. ¿Así es que digo que «el acto surrealista más puro»...? ¿Entonces...? Y mientras unos, con excesivo interés, aprovechan la ocasión para preguntarme «a qué espero», otros aullando me acusan de anarquía y pretenden hacer creer que me han sorprendido en flagrante delito de indisciplina revolucionaria. Nada más fácil que rebatir las débiles conclusiones de esa gente. Sí, es cierto, quiero saber si un ser está dotado de violencia antes de preguntarme si, en este ser, la violencia tiene sentido o no lo tiene. Creo en el valor absoluto de todo aquello que se hace, espontáneamente o no, encaminado hacia el fin de Ia inaceptación, y no serán las razones de eficacia general, razones que inspiraron la larga paciencia prerrevolucionaria, y ante las que me inclino, las que me impedirán oír el grito que puede arrancarnos en cualquier instante la horrible desproporción entre lo que se ha ganado y lo que se ha perdido, entre lo que se ha gozado y lo que se ha sufrido. Evidentemente, no tengo la menor intención de recomendar preferentemente la ejecución de este acto, que he calificado como el más puro, por el hecho de que sea el más puro, y atacarme por estas palabras equivale a lo mismo que preguntar, como hacen los burgueses, a todo inconformista por qué no se suicida y a todo revolucionario por qué no se va a vivir a la Unión Soviética. ¡Que lo hagan otros! La prisa que algunos tienen de verme desaparecer y la natural afición que tengo a la agitación bastan para disuadirme de dejar libre, tan gratuitamente, el «escenario».
(2) Al publicarse por vez primera Marie Roget, se creyó que no había necesidad alguna de poner notas al pie de las páginas. Sin embargo, han pasado muchos años desde que ocurrió el drama en que se basa el relato y ahora nos ha parecido aconsejable incorporar aquellas notas, así como unas breves explicaciones de carácter general. En los alrededores de Nueva York fue asesinada una muchacha llamada Mary Cecilia Rogers; aun cuando su muerte despertó intenso y persistente interés, el misterio que la rodeó no había sido aún disipado en la época en que este relato fue escrito y publicado (noviembre de 1842). En éste, so pretexto de relatar el destino de una humilde muchacha parisina, el autor ha reflejado minuciosamente los hechos esenciales, así como los no esenciales, aunque si, simplemente, paralelos del asesinato real de Mary Rogers. De este modo resulta que todo argumento fundado en el relato literario es de aplicación a la realidad; y la finalidad de aquél es la búsqueda de la verdad.
El misterio de Marie Roget fue escrito lejos del teatro del crimen, y sin otros medios de investigación que las noticias de los periódicos que el autor pudo procurarse. Por ello se vio privado de muchos datos útiles que hubiera podido obtener en el caso de haberse encontrado en el país y haber inspeccionado los diversos lugares en que ocurrieron los hechos. Sin embargo, no será ocioso recordar que las declaraciones de dos personas (una de las cuales es la Madame Deluc del relato), efectuadas en distintas épocas y mucho después de la publicación de esta obra, confirmaron plenamente no sólo la conclusión general, sino también todos los principales detalles hipotéticos en que aquella conclusión se basó. (Nota de introducción al Misterio de Marie Roget.)
(3) ¿Incluso?, habrá quien pregunte. Efectivamente, a nosotros corresponde, sin que por ello quede despuntada la lanza de curiosidad específicamente intelectual con la que el surrealismo ataca en su propio terreno a los especialistas de la poesía, del arte y de la psicología, que permanecen en el interior de sus mansiones cerradas a cal y canto, a nosotros corresponde, decía, acercarnos, cuan lentamente sea necesario, y sin violencias, a la mentalidad obrera que, par definición, es poco propicia a seguirnos en una serie de aventuras que no siempre hacen referencia a la consideración revolucionaria de la lucha de clases. Somos los primeros en deplorar que el único sector interesante de la sociedad sea sistemáticamente mantenido alejado de aquel otro sector que se encuentra a la cabeza del resto de la sociedad y que aquel primer sector solamente pueda dedicar su tiempo a las ideas que deben servir directamente al logro de su emancipación, lo cual le induce a mirar con un primer impulso de desconfianza cuantas tareas se emprenden, de buena o de mala gana, en el ámbito externo a dicho sector, por el solo hecho de que el problema social no sea, en absoluto, el único que se plantea. No debemos, pues, sorprendernos de que el surrealismo procure no caer en la tentación de apartar, por poco que sea, de sus propias reflexiones, cuya eficacia tanta admiración nos causa, a la juventud que trabaja, en tanto que la otra juventud, más o menos cínica, se dedica a contemplar cómo la primera trabaja. Por otra parte, ¿acaso cabe sorprenderse de que el surrealismo intente detener, como medida inicial, en el umbral de la definitiva aceptación, a un reducido número de individuos únicamente impulsados por los escrúpulos de conciencia, pero que nada puede inducirnos a no creer —y sus magníficos antecedentes tampoco constituyen prueba concluyente— que, al fin y a la postre, también ellos preferirán el lujo a la miseria? Nuestra intención es seguir ofreciendo a éstos un conjunto de ideas que nosotros consideramos revolucionarias y evitar, al mismo tiempo, que la comunicación de estas ideas deje de ser un medio para convertirse en un fin, ya que el fin debe ser la total destrucción de las pretensiones de una casta a la que nosotros pertenecemos, a nuestro pesar, y que nosotros podremos llegar a abolir, en el ámbito externo a nosotros, una vez las hayamos abolido en nuestro interior.
(4) Su frase histórica, pronunciada en el seno del surrealismo, es: «¡Al cuerno con la revolución!» Sí, claro...
(5) Estas palabras fueron proféticas. Desde que las anteriores Iíneas vieron por vez primera la luz pública en «Revolution Surréaliste», he podido gozar de tal concierto de imprecaciones contra mí desencadenadas que si de algo tengo que excusarme ello es de haber tardado demasiado en dar lugar a este pandemónium. Si alguna acusación hay que debo reconocer merezco desde hace ya mucho tiempo, ésta es la de mi excesiva indulgencia. Además de mis verdaderos amigos, ha habido mentalidades clarividentes que no han dudado en formular dicha acusación. Cierto es que, a menudo, he sido propicio a actuar con gran tolerancia ante Ios pretextos personales alegados en excusa de determinadas actividades particulares y, más todavía, ante los pretextos personales en justificación de una inactividad general. Siempre y cuando unas cuantas ideas consideradas comunes a todos nosotros no hayan sido puestas en tela de juicio, he pasado por alto —y éste es el verbo más ajustado: pasar— a uno sus extravagancias, al otro sus manías, al de más allá su casi total carencia de recursos. Sí, procurad corregirme este defecto.
No me ha molestado en absoluto haber dado, yo solito, a los doce firmantes del Cadáver (éste es el título que, con excesivas pretensiones, han dado al panfleto a dedicado) la ocasión de ejercer una verborrea que algunos de ellos habían dejado de tener, en tanto que otros nunca la tuvieron, verdaderamente ensordecedora. He podido constatar que el tema que en esta ocasión han elegido ha tenido la virtud, por lo menos, de provocarles una exaltación que, hasta el presente momento, estaba lejos de haber logrado hacer nacer y, al parecer, los más moribundos de ellos han necesitado, a fin de reanimarse un poco, imaginar que estaba yo en trance de expirar. Sin embargo, debo manifestar que, pese a sus buenas intenciones, gozo de excelente salud; con placer he podido advertir que el profundo conocimiento que de mí tienen algunos de ellos, por haberme tratado asiduamente durante años, de nada les ha servido para aclarar sus dudas con respecto a qué tipo de insulto «mortal» podían dirigirme, y tan sólo les ha sugerido injurias estériles, del tono de las que reproduzco, a título de curiosidad, al término de este manifiesto. A juzgar por lo que dicen estos señores, haber comprado unos cuantos cuadros y no haber quedado esclavizado por ellos —lo cual consideran un crimen— es lo único de lo que, con toda certeza, soy culpable... Y también de haber escrito este manifiesto, claro.
El hecho de que, por propia iniciativa, los periódicos, más o menos desfavorables a mí, hayan reconocido que en este caso poco hay que reprocharme desde el punto de vista moral, me dispensa de entrar en detalles todavía más ociosos, y me da la medida del mal que se me puede hacer, con tal precisión que me impide pretender, una vez más, convencer a mis enemigos del bien que me pueden hacer al empeñarse en hacerme mal.
M. A. R. me escribió, diciéndome: «Acabo de leer El cadáver, difícilmente hubieran podido sus amigos rendirle un homenaje más hermoso.
»Su generosidad y su solidaridad son conmovedoras: doce contra uno.
»Aunque usted no me conoce, debo decirle que no contemplo con indiferencia su obra. Por ello le ruego me permita darle testimonio de mi estimación y enviarle un saludo.
»Cuando quiera, si es que quiere, provocar un multitudinario testimonio de adhesión, advertirá que éste toma proporciones inmensas y podrá conocer la existencia de muchos seres que le siguen, entre los cuales abundan los que son distintos a usted, pero que, cual usted, son generosos y sinceros, y se encuentran en la misma soledad. En cuanto a mí hace referencia, debo decirle que su actuación y su pensamiento me han interesado grandemente en el curso de estos últimos años.»
En realidad, espero no mi día, sino nuestro día, el día de todos nosotros, de todos aquellos que tarde o temprano nos reconoceremos los unos a los otros en virtud del signo de no ir por ahí con los brazos colgando, tal como hacen los demás. ¿Habéis observado que incluso los más impacientes van así? Mi pensamiento no está en venta. Cuento treinta y cuatro años, y creo que mi pensamiento puede, más que en cualquier otro momento, azotar, como una carcajada, a aquellos que carecen de pensamiento, así como a los que habiéndolo tenido se lo han vendido.
Estoy orgulloso de que se me considere un fanático. Quienes deploren la adopción, en el terreno intelectual, de costumbres tan bárbaras como Ias que existe tendencia a imponer, y pretendan invocar la infecta cortesía, estarán obligados a reconocer que soy el último hombre capaz de contentarme con abandonar la lucha tras haber recibido unas cuantas decorativas heridas en el rostro. La gran nostalgia de los profesores de historia de la literatura de nada servirá a los efectos de hacerme deponer mi actitud. Se han podido escuchar muy graves exhortaciones en los últimos cien años. Estamos lejos de la dulce y encantadora «batalla» de Hernani.
(6) Desde no hace mucho, la cita tergiversada es uno de los medios que más frecuentemente se emplea para atacarme Como ejemplo, véase el modo en que «Monde» ha creído poder sacar partido de la anterior frase: «So pretexto de contemplar desde el mismo punto de vista que los revolucionarios los problemas del amor, el sueño, la locura, el arte y la religión, el señor Breton tiene la audacia de escribir...» Cierto es que, cual se puede leer en el número siguiente de dicho folleto, «La Révolution Surréaliste nos ataca en su último número. Como se sabe, la insensatez de esa gente carece de límite.» (Sobre todo, después de no haber aceptado, sin siquiera tomarnos la molestia de contestar, vuestra oferta de colaborar en «Monde», ¿no es eso? Claro, es natural.) De modo parecido, un colaborador de El cadáver me reconviene agriamente so pretexto de haber yo escrito: «Juro que jamás vestiré el uniforme francés.» Lo siento, pero no fui yo.
(7) Por molesta que sea esta constatación, al menos desde cierto punto de vista, considero que el surrealismo, esa estrecha pasarela sobre el abismo, no debe estar bordeado de barandillas. Consideramos que debemos confiar en la sinceridad de aquellos a quienes, un día, su ángel o su demonio induce a unirse a nosotros. En este momento sería demasiado exigirles que se comprometieran a aliarse definitivamente con nosotros, ya que esto equivaldría a prejuzgar inhumanamente la imposibilidad del ulterior desarrollo, en ellos, de cualquier vulgar afición. ¿Cómo es posible contrastar la solidez del pensamiento de un hombre de veinte años, que ni siquiera imagina la posibilidad de avalarse con otra cosa que no sea la calidad puramente artística de las pocas páginas que ofrece a nuestra consideración y que manifiesta hacia la coacción un horror demostrativo de que ha sido víctima de ella, pero no de que sea incapaz de hacerla padecer a otros? Sin embargo, de ese hombre tan joven, del impulso que le mueve, depende la infinita vivificación de una idea sin edad. Pero cuantos riesgos... Apenas tiene uno tiempo de pensar un poco y ya llega otro hombre de veinte años. Intelectualmente, la verdadera belleza no se distingue, a priori, de la belleza del diablo.
(8) Con referencia a Panaït Istrati y el asunto Roussakov, véase la N. R. F., 1 de octubre de 1929, y «La Vérité», 11 de octubre de 1929.
(9) Freud dice: Cuanto más se profundiza en la patogenia de las enfermedades nerviosas, más claramente se perciben las relaciones que las unen a otros fenómenos de la vida psíquica de los hombres, incluso a aquellos a los que mayor valor atribuimos. Y entonces advertimos que la realidad, pese a nuestras pretensiones, muy poco nos satisface; entonces, bajo la fuerza de nuestras represiones interiores, iniciamos, en nuestro interior, una vida fantástica que, al complacer nuestros deseos, compensa las deficiencias de la existencia verdadera. El hombre enérgico que triunfa («que triunfa», dejo a Freud la entera responsabilidad de esta expresión) es aquel que consigue transformar en realidades las fantasías del deseo. Cuando esta transmutación no se logra por culpa de las circunstancias externas o de la debilidad del individuo, éste se aparta de la realidad, retirándose al más dichoso universo de los sueños; en los casos de enfermedad, transforma el contenido de sus sueños en síntomas. Cuando concurren ciertas favorables condiciones, el sujeto puede descubrir otro medio de pasar de sus fantasías a la realidad, en vez de apartarse definitivamente de ésta, en virtud de una regresión al mundo de la infancia; y ello es así por cuanto creo que si el sujeto posee el don del arte, tan misterioso desde el punto de vista psicológico, puede transformar sus sueños en creaciones artísticas, en vez de transformarlos en síntomas. De esta manera escapa al destino de la neurosis y, mediante dicho rodeo, entra en relación con la realidad.
(10) Si me creo en el deber de insistir tanto en declarar el valor de estas dos operaciones, ello no se debe a que considere que constituyen en sí mismas, únicamente, la panacea intelectual tan esperada, sino que, para un observador avezado, se prestan menos que cualesquiera otras a la confusión y al error, y a que todavía son lo más idóneo que se ha podido descubrir en orden a dar al hombre una justa idea de sus recursos. No hay que decir que las circunstancias en que se desarrolla la vida, actualmente, obstaculizan la práctica ininterrumpida de un ejercicio del pensamiento, aparentemente tan gratuito como éste. Quienes se hayan entregado a él sin reservas, por bajo que algunos hayan caído después, no habrán en vano sido proyectados en plena maravilla interior. Después de haber gozado de tal maravilla, la readopción de cualquier actividad premeditada del espíritu, por mucho que complazca a la mayoría de sus contemporáneos, únicamente ofrecerá ante su vista un triste espectáculo.
Estos medios directísimos, que están al alcance de todos, y que insistimos en propugnar siempre que se pretenda no ya producir obras de arte, sino iluminar la parte no revelada, y, sin embargo, revelable de nuestro ser en la que brilla de manera intensa toda la belleza, todo el amor, toda la virtud de que somos capaces, estos medios inmediatos, decía, no son los únicos. En especial, parece que actualmente cabe esperar mucho de ciertos procedimientos de falsa impresión pura que, aplicados al arte y a Ia vida, pueden producir el efecto de fijar la atención, no ya en lo real o en lo imaginario, sino en el reverso de lo real, y valga la expresión. Bello nos parece imaginar novelas sin posible final, al igual que estos problemas que no tienen solución posible; imaginar otras novelas en las que los personajes, bien definidos merced a unas particularidades mínimas, se comportarán de manera perfectamente previsible en vistas a un resultado imprevisible; a la inversa, otras en que la psicología renunciará a atosigarnos, a expensas de los seres y los acontecimientos, con el cumplimiento de sus inútiles deberes, a fin de penetrar verdaderamente, durante una fracción de segundo, en una imperceptible grieta, y en su interior, sorprender a los gérmenes de los incidentes; otras en Ias que la verosimilitud del escenario dejará, por vez primera, de ocultarnos la extraña vida simbólica que los objetos, incluso los más definidos y usuales, únicamente tienen en los sueños; e incluso aquellas otras en que la construcción será simplicísima, pero en las que una escena de rapto será descrita con palabras fatigadas, o una tormenta relatada con precisión, pero en alegre, etc., etc. Todos aquellos que estimen llegado el momento de terminar de una vez con las insensateces del «realismo» no tendrán dificultad alguna en multiplicar los ejemplos cual los anteriores.
(11) Ver Corps et biens, N. R. F., 1930, últimas páginas.
(12) Ver A suivre («Variétés», junio 1929).
(13) Hacía ya tres semanas que había escrito este párrafo del Segundo Manifiesto del Surrealismo, cuando tuve conocimiento del artículo de Desnos titulado El misterio de Abraham Judío, que había visto la luz, dos días antes, en el número 5 de «Documents». El día 13 de noviembre había yo escrito: No cabe la menor duda de que Desnos y yo, aproximadamente en la misma época, nos sumimos en una misma preocupación, sin que por ello dejáramos de actuar con total independencia exterior, el uno con respecto al otro. Vale la pena dejar sentado que ninguno de los dos pudo ser advertido, con mayor o menor oportunidad, de las intenciones del otro, y creo hallarme en situación de poder afirmar que el nombre de Abraham Judío jamás fue pronunciado entre nosotros. Dos de cada tres dibujos que ilustran el texto de Desnos (a quien me veo en el caso de censurar por su vulgar interpretación de los mismos; y, por otra parte, debo hacer constar que estos dibujos datan del siglo XVII) coinciden precisamente con aquellos cuya descripción por Flamel hago constar más adelante. No es ésta la primera vez que a Desnos y a mí nos ocurre algo parecido. (Ver «Entrée des médiums» y «Les mots sans rides», en Les Pas perdus, N. R. F., editorial.) A nada he concedido jamás tanto valor como a la producción de fenómenos medianímicos de esta naturaleza que incluso sobreviven a los vínculos de afecto. A este respecto no estoy dispuesto a cambiar de opinión, tal como creo haberlo dado a entender con suficiente claridad en «Nadia».
Gracias a lo escrito por M. G: H. Rivière en «Documents» me he enterado después de que Desnos oyó hablar por primera vez en su vida de Abraham Judío cuando le pidieron que escribiera acerca de este personaje. Esta declaración que me obliga prácticamente a abandonar, vistas las circunstancias, la hipótesis de una directa transmisión del pensamiento, no basta, a mi parecer, para desvirtuar el sentido general de mi observación.
(14) Pero ya imagino que se me preguntará de qué modo se puede efectuar esta ocultación. Independientemente de los esfuerzos encaminados a aniquilar esta parasitaria y tan «francesa» tendencia a que el surrealismo también se convierta en canciones, considero que sería del mayor interés que propugnáramos el conocimiento profundo de esas ciencias, tan despreciadas en nuestros días por mucha gente, que son la astrología, entre las antiguas, y la metafísica (especialmente en cuanto concierne a la criptestesia), entre las modernas. Tan sólo se trata de penetrar en estas ciencias con la mínima desconfianza posible, y para ello basta, tanto en la una como en la otra, con tener una idea exacta y positiva del cálculo de probabilidades. Únicamente es preciso que en ningún caso encarguemos a otra persona la tarea de efectuar este cálculo, ya que debemos hacerlo nosotros mismos. Una vez sentado lo anterior, creo que no puede sernos indiferente saber si, por ejemplo, ciertas personas pueden reproducir un dibujo encerrado en un sobre opaco, sin que en el acto esté presente el autor del dibujo, ni persona alguna que haya sido informada del contenido del sobre. Mediante diversas experiencias, concebidas bajo la fórmula de «juegos de sociedad», cuyo carácter sedante, cuando no recreativo, en nada disminuye el alcance del experimento, tales como la creación de textos surrealistas, obtenidos simultáneamente por varias personas dedicadas a escribir, en la misma estancia, de tal a tal hora, y colaboraciones que deben conducir a la formación de una frase o de un dibujo, en las que cada colaborador ha contribuido con un solo elemento (sujeto, verbo o predicado— cabeza, vientre o piernas) (a este respecto véase El cadáver exquisito, «Révolution Surréaliste», núms. 9-10, (Variétés», junio 1929), tales como previsión de los acontecimientos que la realización de tal o cual circunstancia insospechada puede determinar (Juegos surrealistas, (Variétés», junio 1929), etc., creemos haber dado lugar a que aparezca una curiosa posibilidad del pensamiento, posibilidad que bien podemos llamar de contribución en común. De esta manera, siempre se establecen sorprendentes relaciones, se ponen de manifiesto notables analogías, a menudo hace su aparición un inexplicable factor de irrefutabilidad, y, en todo caso, estas experiencias constituyen uno de los más extraordinarios lugares de encuentro. Pero nosotros, por el momento, debemos limitarnos a indicar estas posibilidades. Evidentemente, pecaríamos de vanidad si, en este terreno, pretendiéramos servirnos únicamente de nuestros recursos. Además de tener en cuenta las exigencias del cálculo de probabilidades, que, en metafísica, casi siempre son desproporcionadas con los beneficios que se pueden derivar de la más elemental afirmación, y que nos obligarían, de entrada, a multiplicar por diez o por cien el número de individuos del grupo que formamos, necesitaríamos también gozar del don de desdoblamiento y de videncia que tanto escasea entre gentes que, desgraciadamente, están todas ellas más o menos dominadas por sus conocimientos de psicología clásica. Nada sería menos inútil que, a este respecto, «seguir» a ciertos sujetos, sacados tanto del mundo normal como del otro, haciéndolo con un espíritu que sea a la vez ajeno al espíritu de barraca de feria y ajeno al espíritu del consultorio médico, es decir, haciéndolo con espíritu surrealista. El resultado de estas observaciones debiera hacerse constar de una forma naturalista, prescindiendo, quede ello bien claro, de toda poetización. Creo necesario hacer constar, una vez más, la necesidad de que nos sometamos a Ios médiums, quienes, pese a ser pocos, verdaderamente existen, y que subordinemos el interés —que es preciso no exagerar— de lo que nosotros hacemos al interés ofrecido por el primer mensaje que a través de los médiums nos llegue. Gloria, dijimos Aragon y yo, a la histeria y a su cortejo de 'mujeres jóvenes y desnudas que se deslizaban por el techo. El problema de la mujer es Io único maravilloso e inquietante que en el mundo existe. Y ello es así en la mismísima medida en que a ello nos conduce la fe que un hombre no corrompido debe ser capaz de poner, no solamente en la revolución, sino también en el amor. Tanto más insisto en ello cuanto esta insistencia es lo que parece haberme valido, hasta el momento, más odios. Sí, creo, y he creído siempre, que la renuncia al amor, se base o no se base en un pretexto ideológico, es uno de los poquísimos crímenes sin posible expiación que, en el curso de su vida, pueda cometer un hombre dotado de un poco de inteligencia. Pero tal individuo que se dice revolucionario pretende convencernos de la imposibilidad del amor en un régimen burgués, y tal otro pretende deberse a una causa más absorbente todavía que la del amor, sin embargo, la verdad es que ninguno de los dos se atreve a enfrentarse, abiertos de par en par los ojos, con la gran luz del amor en la que se funden, para suprema edificación del hombre, las obsesionantes ideas de la salvación y la perdición del espíritu. Siendo incapaces de mantenernos, en esta materia, en un estado de espera o receptividad perfecta, me pregunto quién puede humanamente decir la última palabra.
Hace poco escribí en la introducción a una encuesta publicada en «Révolution Surréaliste».
«Si hay una idea que parece haber escapado hasta el presente momento a todo intento de reducción, haber resistido a los más conspicuos pesimistas, esta idea es, a nuestro parecer, la idea del amor, única que puede reconciliar a cualquier hombre, momentáneamente o no, con la idea de la vida.»
A la palabra amor, a la que Ios amargados se han complacido en infligirle todo tipo de generalizaciones, todas las posibles corrupciones (amor filial, amor divino, amor a la patria, etc.), restituimos nosotros, aquí, y huelga decirlo, su estricto y amenazador sentido de vinculación total a un ser humano, fundada en el ineludible reconocimiento de la verdad, de nuestra verdad en «un alma y un cuerpo» que son el alma y el cuerpo de aquel ser. En el curso de esta búsqueda de la verdad, que es la base de toda actividad importante, resulta preciso abandonar sin contemplaciones el sistema de investigaciones más o menos pacienzudas, para entregarnos, y ponernos al servicio, de una evidencia que nuestros esfuerzos no han alumbrado y que un buen día, bajo esta o aquella apariencia, se nos hace misteriosamente patente. Lo dicho anteriormente esperamos sirva para disuadir de la necesidad de contestar a los especialistas del «placer», a los coleccionistas de aventuras, a los entusiastas de la voluptuosidad, por mucho que pretendan disfrazar líricamente sus maniáticas aficiones, así como a los enamorados imaginarios, a los «curanderos» del mal llamado amor-locura, y a quienes lo desprecian.
En realidad, siempre he tenido la esperanza de que fueran otros, y solamente estos otros, quienes me comprendieran. Más que en cualquier otro caso, ya que aquí se trata de las posibilidades de ocultación del surrealismo, me dirijo a aquellos que no temen concebir el amor como un ideal lugar en el que ocultar todo género de pensamientos, y les digo: las apariciones reales existen, pero se deben a un espejo contenido en el espíritu, en el que la inmensa mayoría de los hombres pueden mirarse sin ver nada. El odioso control no funciona tan bien como se cree. El ser al que tú amas vive. El lenguaje del amor se habla simultáneamente desde varios puntos, en voz muy alta cuando se pronuncian ciertas palabras, y en voz muy baja cuando se pronuncian ciertas otras palabras. Es necesario resignarse a aprenderlo poco a poco.
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Por otra parte, cuando se piensa en aquello que se expresa astrológicamente, en el surrealismo, bajo la preponderante influencia «uraniana», ¿cómo no desear, desde el punto de vista surrealista, que aparezca una obra crítica y de buena fe, consagrada a Urano, que contribuya a colmar, en este aspecto, la antigua y grave laguna? También debemos consignar que nada se ha intentado todavía en este sentido. El firmamento bajo el que nació Baudelaire, que presenta la notable conjunción de Urano y Neptuno, todavía no se ha podido interpretar, debido precisamente a aquel mismo hecho. De la conjunción de Urano y Saturno, que ocurrió entre 1896 y 1898, y que solamente se produce cada cuarenta y cinco años, que caracteriza el firmamento bajo el que nacimos Aragon, Éluard y yo, únicamente sabemos, gracias a Choisnard, que, habiendo sido poco estudiado por la astrología hasta el presente momento, muy probablemente significa, a juzgar por los indicios, profundo amor a las ciencias, búsqueda de lo misterioso y grandes deseos de aprender. (Aclaremos que el léxico de Choisnard nos parece un tanto dudoso.) Y Choisnard añade: ¿Quién sabe si la conjunción de Saturno con Urano llegará a engendrar una nueva escuela científica? Esta disposición planetaria, situada en un buen lugar del horóscopo, puede muy bien corresponder con el modo de ser de un hombre dotado de reflexión, de sagacidad y de independencia de criterio, capaz de llegar a ser un investigador de primer orden. Estas líneas, pertenecientes a la obra Influencia Astral, son de 1893, y Choisnard advirtió, en 1925, que, al parecer, su predicción iba a resultar acertada.
(15) Marx, en Diferencias entre la filosofía de la naturaleza de Demócrito y la de Epicuro, nos dice que, en cada época distinta, nacen filósofos-cabellera, filósofos-uña, filósofos-dedos-de-los-pies, filósofos-excremento, etc.
[André Breton, Manifiestos del surrealismo, trad. Andrés Bosch, Madrid: Guadarrama, 1969, pp. 153-238.]